The Objective
José Carlos Llop

El espíritu de la leyenda

«Existían ya varias generaciones que vivían como si esa Guerra Civil no hubiera existido. Ahora se ha vuelto a caer en el maleficio: una guerra civil nunca se va»

Opinión
El espíritu de la leyenda

Recreación de la batalla de Gettysburg, punto de inflexión de la guerra de Secesión estadounidense. | Ricky Fitchett (Zuma Press)

La Guerra Civil americana tiene carácter de mito. Como lo tuvo la guerra de la Independencia de la Corona o la epopeya de la conquista del Oeste, y el cine ayudó mucho. Hay en estos episodios un eco de la épica mitológica, la guerra de Troya y esas cosas. Pero sin la complicación psicológica previa –los caprichos de los dioses griegos o la ambición de reyes– que sólo va apareciendo, poco a poco, en los Estados del Sur hasta llegar a Faulkner y siguientes –Carson McCullers, Flannery O’Connor o Eudora Welty, entre otras, la mayoría mujeres– que tejen el tapiz donde se desarrolla esa complejidad psicológica propia de la naturaleza humana por un lado e hija de la derrota por otro. Y la guerra en sí pasó a ser una eterna presencia, pilar de muchas de las conductas de la América profunda.

Todos hemos visto las representaciones de famosas batallas –Donaldsonville, Fredericksburg, Gettysburg… donde los adultos parecen niños jugando con sus flamantes uniformes– y programas de televisión con verdaderas batallas campales entre sus participantes, partidarios de los distintos bandos que se enfrentaron en el XIX. Una guerra civil nunca se va. Las otras acaban haciéndolo, pero una guerra civil no. Y aquí lo sabemos.

Lo sabemos, pero habíamos conseguido algo muy bueno: existían ya varias generaciones que vivían como si esa Guerra Civil no hubiera existido. O mejor: como si fuera cosa del pasado lejano (lo es) y sus fantasmas durmieran para siempre el sueño de los Justos. En los debates de la Transición –tanto televisivos como periodísticos– nadie se peleaba como en Norteamérica y todos –fueran del partido que fueran– estaban impregnados de esa seriedad civilizatoria que da el respeto hacia uno y otro bando. Ahora se ha vuelto a caer –en mucho menor escala que en algunas partes de los EEUU– en el maleficio mencionado: una guerra civil nunca se va y como en los cuentos clásicos cae el oprobio generación tras generación sobre la tierra que la sufrió y nadie escapa ni a su vergüenza, ni a su maldición.

Miremos, pues, hacia Norteamérica –que tanto nos ha enseñado: desde la literatura al blues y el jazz, el optimismo vital, el cine, la arquitectura, la aventura espacial… y no acabaríamos– para aprender de esa presencia de un cruel fantasma que ríanse ustedes del Espíritu de las Navidades Pasadas y evitarlo. Lo que era literatura o cine se ha convertido en una maléfica atmósfera que se respira aquí y allá y a nadie le extraña una película como Civil War que, bien pensada, es tremenda porque te mete en la vida de hoy la pulsión de muerte de ayer. Como nada es casual, se supone que es un destilado de la polarización que se respira en muchos lugares de USA y ha derivado en el asalto al Capitolio, el tiro a Trump durante la campaña o el asesinato de Charlie Kirk porque sí. 

«En ese clima previo en EE UU, la posibilidad de una guerra era un hecho y hay demasiadas armas por kilómetro cuadrado»

Y de este porque sí deberíamos preguntar sus causas al clima previo y volvería a ser un lío según el sector que respondiera. Por supuesto todos echarían la culpa al otro, como en los debates televisivos donde se discutía sobre la batalla de Baton Rouge. Pero en ese clima previo –dicen los que conocen aquello– la posibilidad de una guerra era un hecho y hay demasiadas armas por kilómetro cuadrado. Unos suponen que lo que hace Trump es desarticular esa posibilidad. Otros dicen lo contrario. 

El escritor mallorquín Eduardo Jordá pasó en 2012 un semestre universitario en Carlisle, Pensilvania, y lo contó años después en su libro Pájaros que se quedan. El título es un verso de Emily Dickinson, tan hermoso como enigmático, y en sus páginas hay muchas cosas: celebraciones, huracanes, buitres, el campus, una casa vacía o los almacenes Walmart. También hay luciérnagas, un arce rojo, un zorro, la vida en soledad y un pájaro carpintero, y en eso se tiñe –como una devolución– del espíritu poético de su título. 

Uno de sus capítulos contiene un viejo poema de Jordá: Cemetery Ridge, pero aquí su luz cómplice no es dickinsoniana sino del gran Edgar Lee Masters. En el poema se narra la batalla de Gettysburg y luego hay una visita a su escenario que ya «no era más que una extensión de hierba amarillenta que parecía adormecida por el cálido sol de aquel verano rezagado». Y detrás de todo eso y en medio de la gran crisis económica de aquellos años –lo cuenta muy bien Jordá– ya se respiraba la atmósfera de todo lo que está pasando hoy en América.  

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