The Objective
Paulino Guerra

España, un país que se achatarra

«El Tribunal Constitucional, la Fiscalía General, el CIS y otros, como RTVE, han perdido su función institucional y solo sirven como material de escombro»

Opinión
España, un país que se achatarra

Ilustración de Alejandra Svriz.

Durante años, el reto de la modernización de España tenía como fin superar definitivamente el síndrome de la chapuza nacional, que con tanta lucidez retrataba aquel neorrealismo español de Pepe Gotera y Otilio. El objetivo era dejar de ser un país diferente a la manera de las campañas promocionales del franquismo y convertirse en un lugar normal, quizás más serio y aburrido, pero en el que la picaresca dejara de ser la norma y los trenes salieran y llegarán a su hora. «Que España funcione», fue la respuesta que dio Felipe González cuando le preguntaron qué significaba «Por el Cambio», el eslogan de su campaña electoral en 1982.

La puesta en funcionamiento del AVE Madrid-Sevilla en 1992 y la posterior extensión de la red al resto del país cumplió en gran medida con esa ambición generacional, demostrando que los españoles no padecían ninguna tara y que podían dar por extinguidos todos los complejos atávicos heredados por siglos de declive. Los nietos de los maquinistas de aquel tren que llegó tarde a Hendaya provocando la furia de führer, podían presumir ahora de tener una de las líneas férreas más rápidas y eficientes del mundo. Además, la publicidad tenía su puntito de vanidad y chulería, ya que ofrecía la devolución íntegra del precio del billete si el tren se retrasaba más de cinco minutos.

Nunca es fácil determinar el momento exacto en el que se jodió el Perú, pero la pandemia fue el primer y dramático aviso de que la chapuza había regresado de nuevo a lo grande al paraíso progresista. España no estaba tan preparada como sostenía la propaganda oficial y creía nuestra propia autoestima. El covid dejó millones de muertos en todo el mundo, pero España encabezó durante meses todos los récords europeos de contagios y fallecimientos, con un exceso de mortalidad final, superior a las 146.000 personas (según los datos del INE), cuyos motivos nadie ha sabido ni querido explicar.

Pero donde se ha hecho más visible y permanente esa fatiga ha sido de nuevo en las redes de transportes. Muchas de las autovías que fueron el orgullo del país en los 90 están ahora machacadas por una sucesión grietas, baches y desniveles. Según un reciente informe de la Asociación Española de la Carretera (AEC), la falta de inversión ha provocado que hasta el 52 por ciento de la red viaria estatal se encuentre en el estado más deficiente de los últimos 40 años. 

También es muy precaria la situación de los trenes. Tanto en el servicio catalán de Rodalies como en el madrileño de Cercanías se cuentan por cientos el número de incidencias que se registran cada año. La normalidad es ya la avería, el retraso, la falta de explicaciones convincentes y las imágenes de pasajeros que tienen que deambular hacia la siguiente estación atravesando las vías.

Pero ha sido el AVE, el tótem sagrado, el que mejor simboliza ese ocaso de algunos servicios públicos en España. Hasta hace poco la Alta Velocidad era seguridad, puntualidad, marca España y orgullo nacional. Ahora una aventura de riesgo que en el mejor de los casos puede acabar con horas de espera en una estación o con un rescate de madrugada por la Guardia Civil en medio del campo.

Esa sensación de país achatarrado incluso se ha incrementado en los últimos 12 meses con episodios tan traumáticos como los 229 muertos de la Dana en Valencia, el apagón eléctrico de abril, los recientes informes que advierten del riesgo de colapso de la red eléctrica, las casi 400.000 hectáreas quemadas por el fuego, los 2.841 fallecimientos por calor durante el verano (la cifra más alta de Europa tras Italia) o el último escándalo de las pulseras antimaltratadores.

Pero el mayor fracaso de todos sigue siendo el de la vivienda. Siete años de leyes y políticas progresistas solo han servido para crear una casta intocable de okupas e inquiokupas y que en las grandes ciudades cualquier ‘chabolo’ se venda o se alquile ya al precio de un dúplex de lujo. La culpa, claro está, no es de los gestores gubernamentales, sino de la codicia infinita de los pequeños propietarios -rentitas los llaman ahora-, que el Gobierno en su permanente búsqueda de la polarización social trata de demonizar y enfrentar desde hace años a inquilinos y compradores. 

La paradoja es que todo esto ocurre en un país que oficialmente «va como un cohete» y que este año volverá a estar a la cabeza del crecimiento económico de Europa. Tampoco hay un problema de recaudación como en los austeros años de la era postZapatero. Al contrario, la Hacienda española ingresa más que nunca. De los 193.951 millones de euros que recaudó en 2017 se ha pasado a 294.734 en el último año (un incremento de más de un tercio). Además, está la lluvia de millones que España ha recibido del Plan de Recuperación de la UE.

Por eso, la pregunta es en qué nos gastamos el dinero. Si la sanidad sigue atascada en sus listas de espera y la educación (evaluada en términos del informe PISA) depara resultados mediocres, si las carreteras y los trenes están faltos de inversiones urgentes y apenas se construyen casas de protección oficial, cuáles han sido las prioridades presupuestarias e inversoras del Gobierno de coalición en los últimos años.

Pero el regreso de la chapuza nacional no solo es visible en la progresiva decadencia de los servicios. Es aún más inquietante y nocivo el desgaste democrático de las principales instituciones. El Tribunal Constitucional, la Fiscalía General, el CIS y otros tantos organismos como RTVE, han perdido su función institucional y solo sirven como material de escombro para elevar aún más la barricada de chatarra detrás de la cual se protege y esconde el Gobierno.

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