The Objective
Daniel Capó

Toma y lee

«Saber integrar la cultura escrita y el entorno digital es el único camino adelante. Quiero decir que el futuro exige más disciplina intelectual y no menos»

Opinión
Toma y lee

Ilustración de Alejandra Svriz.

Podría decirse que, cuando san Agustín escuchó la voz de un niño que le decía: «Toma y lee», empezó la edad de la lectura. Hablo, por supuesto, simbólicamente porque el prestigio de la lectura es anterior a la inolvidable imagen que nos proporciona el santo de Hipona en sus Confesiones. «Toma y lee» quiere decir que el hombre encuentra en las páginas de los libros las respuestas a sus más hondas inquietudes. Los monjes, que en la Edad Media salvaron Europa, practicaban diariamente la lectio divina, por medio de la cual escuchaban y meditaban atentamente las palabras de los textos sagrados. Las escuelas de traductores –del hebreo, del árabe, del latín o del griego– tendían puentes de significado entre diferentes culturas.

El Renacimiento más tarde supondría un redescubrimiento de los clásicos, a la vez que la imprenta impulsaba una revolución de la lectura, y Lutero y la Reforma protestante alfabetizaban a medio continente. Por último, la Ilustración, las bibliotecas públicas y la escolarización obligatoria transformaron por completo la sociedad occidental. Obreros y mujeres, campesinos y burgueses, todas las clases sociales empezaron a leer periódicos, monografías, novelas folletinescas… La historia de la humanidad pasaba, con estos nuevos lectores, del humanismo al liberalismo político y del capitalismo o el socialismo al desarrollo científico. La letra impresa enseñó a razonar, a clasificar, a debatir y a contraponer, a ensanchar la imaginación y a pensar más y mejor. La democracia parlamentaria y nuestra idea moderna de libertad no podrían concebirse sin la gran difusión que alcanzaron los libros.

«La complejidad de los textos se ha desplomado a la par que los índices de comprensión»

Hoy, sin embargo, asistimos al final de esta etapa de un modo quizás imprevisto. Con Orwell –nos recuerda James Marriott–, creíamos que el gran riesgo de la humanidad era la censura (un peligro no menor, desde luego, como hemos podido comprobar con la ideología woke), pero no ha sido así del todo. Hay otro desafío de mayor envergadura: el planteado por la tecnología de la información y por las redes sociales, que no conducen sino a la apatía y a la indiferencia. ¿Para qué leer cuando la cultura de TikTok o de los shorts activa sin esfuerzo alguno esos circuitos de gratificación inmediata que alimentan nuestros picos de dopamina?

Es posible, como indican algunas encuestas, que los adolescentes y los jóvenes de hoy lean más que los de hace 30 años, pero –con el móvil como máquina de dispersión– la complejidad de los textos se ha desplomado a la par que los índices de comprensión. El resultado es un declive cognitivo asociado a la pérdida de una determinada forma de conciencia. La lectura lenta –sello y garante de la lectura profunda– nos dotaba de herramientas intelectuales que nos permitían articular matices y elaborar ideas y sentimientos. Frente a la barbarie de lo inmediato, se alzaba la reflexión distanciada del pensamiento: una forma de civilización que no se somete fácilmente a la manipulación emocional ni al histerismo de las masas embrutecidas por los demagogos.

Ahora bien, la nostalgia no nos conduce a ningún lugar. Esto es sabido. Como tampoco hay vuelta atrás: el mundo digital ha llegado para quedarse. Hay encuestas que nos dicen que la mayoría de ciudadanos pasan entre siete y nueve horas diarias frente a una pantalla. Quizás más si tenemos en cuenta el tiempo que dedicamos al ordenador en el trabajo. Saber integrar la cultura escrita y el entorno digital es el único camino adelante. Quiero decir que el futuro exige más disciplina intelectual y no menos.

Es la vía que han adoptado países como Singapur, con su énfasis en construir una «nación de lectores» y, por lo general, los países asiáticos, conscientes de que el futuro no se puede ganar dando la espalda a esa gran revolución que supuso la lectura. «Tolle, lege» (toma y lee) es el adagio central de la cultura y de la educación. Preservar espacios –la escuela, por ejemplo– para poder garantizar su supervivencia me parece esencial si queremos evitar que, en un futuro próximo, se ensombrezca el rostro de la humanidad.

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