The Objective
Juan Pimentel

Colón y las iconoclastas

«Vandalizar un cuadro es un acto de violencia. Deberían pagar la restauración de su bolsillo. Pero lo mismo les dan un puesto de conservadoras de la memoria histórica»

Opinión
Colón y las iconoclastas

El cuadro vandalizado en el Museo Naval, 'Primer homenaje a Cristóbal Colón', de José Garnelo. | Gaspar Ruiz-Canela (EFE)

El pasado 12 de octubre dos activistas del autoproclamado «movimiento de desobediencia civil no violenta Futuro Vegetal» lanzaron varios brochazos de pintura biodegradable roja sobre el lienzo Primer homenaje a Cristóbal Colón, de José Garnelo, una obra encargada con motivo del (también autoproclamado) cuarto centenario del descubrimiento de América, allá por 1892. Los del primer grupo autoproclamado rebautizarían la efeméride «cuarto centenario del genocidio ibérico». Los del segundo grupo quizás llamarían a los del primero «movimiento de estulticia pacifista verdes las han segado».

Al parecer, el cuadro no ha sufrido daños. Bien se cuidan los autores de este tipo de actos de agredir los óleos de forma sólo simbólica, con pintura que pueda desprenderse. Y bien prestos que acudieron los técnicos del Museo Naval, donde se conserva y expone la pieza, para limpiarla y restaurarla.

Se veía venir. La marea justiciera contra Colón, Junípero Serra o James Cook ha llegado desde California hasta Nueva Zelanda. Tarde o temprano acabaría alcanzando a Madrid. La descolonización del pasado colonial encierra muchas paradojas, una de las cuales consiste en declararse no violento, apostar por un futuro vegetal y lanzar pintura roja (cuya simbología no escapa ni al más despistado de los hermeneutas) sobre un cuadro del patrimonio nacional.

En realidad, la iconoclastia y la damnatio memoriae son cosas tan antiguas y reprobables que merecen recordarse (precisamente) algunos precedentes de tan heroicos hechos: los nombres y efigies de varios emperadores romanos fueron borrados por el Senado tras su muerte; la tradición bizantina hizo que se eliminaran imágenes de Jesús, la Virgen María y los santos; el faraón egipcio Akenatón la emprendió contra los antiguos dioses; Moisés hizo fundir las imágenes idolátricas; los talibanes destruyeron las esculturas de los budas gigantes grabadas en las montañas de Bamiyán (Afganistán); en el siglo XVI hubo varios episodios de furia religiosa de los reformistas contra ciertas imágenes sagradas, así en los Países Bajos como en Suiza y Centroeuropa; y en Mesoamérica y América andina, para qué decir, también los españoles persiguieron y destruyeron imágenes y códices indígenas.

Así que la iconoclastia verde vegetal y decolonial que nos acompaña no es nueva. Goza de ilustres pioneros y simpáticos precursores: férreos puritanos, católicos irredentos, musulmanes fundamentalistas y otros muchos, porque a la cofradía de los intolerantes y los sumos sacerdotes del pasado jamás les faltaron adeptos ni feligreses.

«Primero se queman los libros y se agreden los cuadros, luego se acaba agrediendo e incluso quemando personas»

Lo diré para que lo entiendan los/las activistas: hace unos meses Donald Trump, tras visitar el Smithsonian American Art Museum, criticó que en sus salas se mostrara qué mala fue la esclavitud («how bad slavery was», la sintaxis del presidente no da para más, en esto también se parece a los del «doce de octubre, nada que celebrar»). A su juicio en el museo deberían suprimirse las imágenes y los textos que trataran de la esclavitud. Si por él fuera, se eliminarían cuadros o libros que no hablaran de los virtuosos colonos del Mayflower, the rise of the west y tal y tal. O sea, otro programa iconoclasta, otro que desea convertir al pasado en una tabula rasa donde gobiernen sus valores, o los nuestros. O los suyos, amable lector.

Tampoco es nuevo querer domesticar el pasado a nuestra conveniencia, borrar lo que no nos gusta, vengarnos retrospectivamente, tomarse la justicia contra unos desprotegidos (y generalmente muertos) sujetos del pasado que no hicieron las cosas como –según nuestro criterio– deberían haber hecho. Pero es chocante y quizás sintomático lo extendido que está el hábito de culpabilizar a los antepasados, a los rivales ideológicos o a los extranjeros, es decir, a los otros, de nuestros males. Esto de vernos una y otra vez proyectados sobre el pasado como si fuera un espejito mágico es un cuento de hadas de una sociedad infantilizada y narcisista, como la nuestra.

Vandalizar un cuadro, como quemar un libro, es un acto de violencia. Todo lo simbólico que se quiera. Primero se queman los libros y se agreden los cuadros, luego se acaba agrediendo e incluso quemando personas. Esto ha pasado. No es ficción ni una forma de hablar. Ninguna causa, por justa que sea (hay que pensar que las activistas de Futuro Vegetal lo creen así), legitima quemar un libro o lanzar pintura sobre un cuadro. Deberían pagar la restauración de su bolsillo. Pero tal y como está el patio, lo mismo les dan un puesto de conservadoras de la memoria histórica.

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