The Objective
José Carlos Rodríguez

Qué podemos aprender del Nobel Joel Mokyr

«El progreso se lo debemos al vivo desarrollo de las instituciones privadas. Hemos prosperado porque el sistema político no nos lo ha podido impedir»

Opinión
Qué podemos aprender del Nobel Joel Mokyr

Ilustración de Alejandra Svriz.

A un año de que se cumplan 250 de la publicación de La Riqueza de las Naciones, la Real Academia de las Ciencias de Suecia ha premiado a tres economistas que intentan dar respuesta a la cuestión que se planteó en esa obra Adam Smith: qué explica que el hombre haya escapado de su sempiterna condena a la pobreza. Sus nombres son Phillipe Aghion, Peter Horwitt y Joel Mokyr

Los dos primeros economistas se basan en las ideas de Joseph A. Schumpeter. El vienés partió del equilibrio general de Walras, para explicar que los empresarios rompen la tendencia al equilibrio, lo destruyen al crear nuevos productos y marcar nuevos rumbos a la economía. Aghion y Horwitt explican que la acumulación de capital no solo está vinculada con la mejora de los salarios y el crecimiento económico, sino con la innovación. Describen al capitalismo como un banco de pruebas, experimentación, y búsqueda de nuevas formas de hacer las cosas, en el que la imaginación cuenta con los incentivos correctos, y los medios para poner a prueba las nuevas vías de crecimiento. 

Es muy interesante, sin duda. Pero mayor atención merece el otro economista premiado; Joel Mokyr. No es el Nobel habitual. Es el primero, desde Elinor Ostrom y Oliver Williamson, que expone su obra sin necesidad de recurrir al lenguaje matemático. Y aquello fue en 2009. Preguntado sobre si se veía recibiendo el galardón, Mokyr ha respondido: «¿Estás de broma? Soy un historiador económico. Nosotros no ganamos el Nobel». Bueno, esto no es cierto. Robert Fogel y Douglas North fueron premiados en 1993. Y la principal obra de Daron Acemoglu et al, que fueron premiados el año pasado, es de carácter histórico. Y yo considero de Deidre McCloskey es firme candidata a sumarse a los 99 galardonados. 

Yo me quedo con lo que hemos aprendido de Joel Mokyr. Y vamos a comenzar por aludir a los últimos nombres mencionados. De nuevo, la gran cuestión vuelve a ser cómo explicar el crecimiento económico. Se debe a la división del trabajo y a la acumulación de capital, como dijo Adam Smith, o a la acumulación del capital y a la división del trabajo, como dijo Carl Menger. Se debe a la inclusión de K en una ecuación (dice Sollow), con la tecnología como factor exógeno. Otros autores, como Romer, o como Aghion y Horwitt, incluyen la innovación en el modelo. Pero ninguna de esas interpretaciones acababan de convencer. Pues, a medida que señalamos las causas inmediatas del crecimiento, empezamos a preguntarnos de dónde vienen éstas. ¿Por qué en unos países se acumula el capital y en otros no? ¿Qué explica que se profundice en la división del trabajo? ¿Cuáles son las condiciones en que brilla la innovación?

Y es ahora, en la respuesta a estas preguntas, cuando empezamos a entender el escurridizo problema del crecimiento. Lo que producimos depende de nuestro comportamiento. Y, por muy creativos que seamos –que lo somos–, el comportamiento depende de los incentivos. Pero los incentivos, a su vez, dependen de las instituciones. En realidad, lo que hacen las instituciones es cohonestar los comportamientos; ahormar las expectativas y facilitar la interacción entre personas, que sostiene el orden social. 

«Mokyr dice que en la revolución industrial fue la asunción de la idea de progreso la que permitió elevar las expectativas»

Esa es la tesis de Douglas North: hay instituciones que orientan el comportamiento hacia la producción y el intercambio, que en eso consiste el crecimiento, y otras cuyos incentivos fomentan un comportamiento antieconómico. Pero en esta búsqueda por las causas últimas, no todos se quedaron contentos con esta respuesta. Nos podemos preguntar por qué unas sociedades eligieron unas instituciones, y otras se organizaron de otro modo. Y ya nos acercamos a la obra de Mokyr. 

Porque una respuesta a esa pregunta es que lo que nos ha permitido elegir unas instituciones feraces frente a otras son las ideas o, en términos más generales, la cultura. Mokyr dice en su historia de la revolución industrial que fue la asunción de la idea de progreso la que permitió elevar las expectativas, atreverse a conquistar la riqueza, y luchar por eliminar los obstáculos del camino. Muchos de ellos eran las instituciones del antiguo régimen. Nosotros, los europeos, amparamos la experimentación, la innovación, y la adopción de formas inusitadas de crear riqueza. China, que nos superaba en renta y contaba con algunas tecnologías más avanzadas, ahogó esa innovación bajo un manto de burocracia y conservadurismo. 

El progreso se lo debemos, en realidad, al vivo desarrollo de las instituciones privadas. Maestros y aprendices, sociedades profesionales y academias, revistas y publicaciones, patrocinios privados, honores y mecanismos de reputación, y por supuesto las empresas. El crecimiento es un aumento del conocimiento práctico, de cómo se produce y cómo se organiza la vida, para que el conjunto sea más rico y armonioso. Hemos prosperado porque el sistema político (el cuasimonopolio de la violencia organizada) no nos lo ha podido impedir. 

Y ahora mirémonos. Tenemos a un gran Leviatán, que es la Unión Europea, que nos carga de regulaciones y que humilla nuestras expectativas para anclarlas al cumplimiento de sus normas. Por debajo de ella, un Estado enfermo de política multiplica leyes y regulaciones, a las que se suman las regionales y locales. Las instituciones privadas están maniatadas, sometidas a la dirección política. Aquí no cabe la espontaneidad, la prueba y el error, la aventura empresarial. Aquí, la innovación es una rúbrica de los presupuestos. Y todavía nos preguntamos por qué estamos como hace 20 años.

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