Por qué te quieren quitar la alta cultura también
«Mayo del 1968, la posmodernidad, el ‘wokismo’: tres jinetes que han conspirado en favor del mismo plan: rebelarse contra toda jerarquía, empezando por la educación»

Un estante en una biblioteca. | Michael Probst (AP)
El reciente premio Planeta, concedido a Juan del Val, ha suscitado lo más similar que tenemos hoy en España a las ilustres polémicas literarias de antaño. Bien es verdad que sus protagonistas no son ya un Francisco de Quevedo lanzando sátiras a un Luis de Góngora, ni un Luis de Góngora devolviéndoselas en verso.
En nuestros días (o tempora, o mores) los contendientes son, de un lado, los tertulianos progubernamentales, que se quejan de que reciba tan suculento premio un tertuliano también, pero antigubernamental. Del otro lado, tenemos al opositor Alberto Núñez Feijóo, que ha encomiado mediante un tuit el «talento» —imaginamos que literario— del premiado. Por en medio de tan intrincada diatriba vino a terciar Juan Manuel de Prada, que ha lamentado que los premios literarios ahora se concedan a «famosos televisivos» en vez de a algún joven con un «reclamo puramente literario» como ocurrió, sin ir más lejos, allá por 1997. (He ido a mirarlo y en 1997 el que ganó el premio Planeta fue el mismísimo Juan Manuel de Prada, de modo que ni sus peores enemigos podrán negarle coherencia a este hombre: vence los galardones que reúnen las características que él mismo reputa imprescindibles para vencer).
En suma, el cotarro está lo bastante animado como para que uno no se resista a echar su cuarto a espadas. Ahora bien, me gustaría abstraerme un tanto de lo más concreto de esta polémica. No he leído el libro de Juan del Val, y en estos asuntos me considero seguidor fiel de Schopenhauer: como él, creo que «el arte de no leer es importantísimo: una precondición para leer libros buenos es no leer libros malos». «Pues la vida es corta», añade el filósofo con demoledora razón.
Me ocuparé aquí, por tanto, de un asunto más general: el que refleja el título de este artículo. Avanzo ya que mi pretensión no es cubrirme con el velo de la nostalgia: no pretendo quejarme solo de la mala literatura que se vende hoy, ni añorar una presunta literatura excelsa que habrían leído con ansia (aún más presunta) nuestros antepasados.
Mi intención es más bien inquisitiva. ¿Hay algo, en nuestro mundo actual, que favorezca no ya los malos libros (que ha habido siempre), sino las dificultades que hay hoy para repudiar esos libros malos? Pues no es extraño que al criticar, por ejemplo, el Premio Planeta, y argumentar que ya busca solo vender volúmenes, sin atención alguna a su calidad narrativa, algunos te respondan: «Oh, pero ¿qué significa eso de calidad literaria? ¡Te estás refiriendo a algo por completo subjetivo! ¡Lo único objetivo es, al final, la cuenta de resultados del libro! ¿Quién eres tú, quién te crees tú, como para poder llamar mala literatura lo que el mercado, lo que los compradores, libremente, eligen comprar en masa? ¿Acaso estás en contra de la democracia? ¡Entonces eres un fascista! ¿O será que estás en contra del mercado? ¡Entonces eres un comunista! ¡Deja que el pueblo decida, con su bolsillo, lo que está bien o mal escrito! Democratízate».
«Pecados han existido siempre; pero la indiferencia ante el pecado es típica de nuestros días»
A estas alturas creo que ya no hay nadie, fuera de la izquierda, al que le importe que le llamen «facha». Ni nadie, dentro de ella, al que le importe que le llamen comunista. Ahora bien, a algunos sí nos importa descubrir qué ha podido suceder de reciente como para que hoy la gente no solo lea literatura mala, sino que niegue toda diferencia entre la literatura buena y la mala. Pecados han existido siempre (yo mismo confieso haber leído en su día a John Grisham); pero la indiferencia ante el pecado es típica de nuestros días (tras acabar mi primer libro de Grisham, recuerdo que yo al menos me sentí literariamente sucio, con ganas de ducharme leyendo algo de Hölderlin o Montaigne).
Exploremos, pues, esta incapacidad contemporánea de defender lo bueno y denostar lo malo: en la literatura, pero también más allá de ella. Y hay una selva privilegiada para empezar nuestra labor de exploradores: la selva educativa.
Todos sabemos que, antaño, la capacidad de leer y escribir literatura se limitaba a unos cuantos: ya fueran clérigos (tal que nuestro Arcipreste de Hita), ya fueran nobles (tal que nuestro don Juan Manuel). Poco a poco, sin embargo, esas habilidades se irían extendiendo. La pujante burguesía, claro está, necesitaba también leer y escribir para sus cosas: en el trabajo, para producir, y de vuelta a casa, para entretenerse.
Pronto, también hizo falta que más y más trabajadores manejaran números y letras. El viejo sueño medieval de Carlomagno, que ordenó erigir escuelas en todas las diócesis tanto para ricos como para pobres, fue logrando mil años más tarde su objetivo. A finales del siglo XIX, más del 90% de la población sabía leer y escribir en buena parte de Europa y Norteamérica.
«La educación llegó a ser gratuita, pero dentro de ella se mostraba que había cosas de valor incalculable»
Ahora bien, aunque la educación se abrió a todos, lo que se enseñaba mantuvo un carácter jerárquico indudable. Por así decirlo, la enseñanza era democrática en el sentido de que todos podían ir accediendo a ella; pero no lo era en el sentido de que cualquier cosa valiera lo mismo dentro de ella. No cabía equiparar el Quijote, la Divina comedia o los sonetos de Shakespeare con cualquier folletín del periódico local; no valía igual un Velázquez que los cuadros que había empezado a pintar tu abuelo; no merecían igual aprecio las sinfonías de Beethoven que los bongos tan divertidos que, mira, óyelos, toca ese africano. La educación llegó a ser gratuita, pero dentro de ella se mostraba que había cosas de valor incalculable.
Numerosas instituciones fuera de la escuela robustecían esta convicción. Los museos (no cualquier cosa se exponía en ellos); las salas de concierto (no cualquier composición se tocaba allí); los teatros (no cualquier obra se representaba). La sociedad entera transmitía así un mensaje al niño, al joven y también al adulto durante el resto de su vida: que existe una crucial diferencia entre lo virtuoso y lo cutre; que resulta de lo más loable aspirar a la excelencia; que el mérito de quien la alcance se verá recompensado.
Mas todo eso se ha ido extinguiendo (el perspicaz lector ya lo sabe) desde hace no tanto tiempo. Mayo del 1968, la posmodernidad, el más reciente wokismo: estos tres jinetes han conspirado en favor de un mismo plan. El plan de rebelarse contra toda jerarquía. Empezando por las educativas.
Ello nos ha conducido a una situación en que ya no se podía ponderar la Novena Sinfonía por encima de los bongos de King África, pues ello resultaba elitista (y la palabra «elitista» había tomado un carácter peyorativo); o, peor aún, ello resultaba colonialista y racista (qué casualidad que los grandes músicos fueran todos blancos, ¿no?).
«Se perdió la jerarquía en la educación. Ya no se podía hablar de una cultura superior: ¡sonaba tan fascista!»
Tampoco se podía ponderar a Garcilaso de la Vega por encima de cualquier poetilla local, no fuera que los alumnos se acomplejaran y pensaran que desde su comarca no se podía hacer poesía apreciable.
No digamos ya el patente machismo que exhibían los cánones literario, musical, artístico, filosófico, escultórico, arquitectónico: si figuraban muchos más varones en ellos que mujeres, solo podía deberse a lo machista de quienes los idearon.
¿Por qué había de valer menos una canción de Madonna que una Madonna de Rafael? ¿Por qué minusvalorar un cómic frente a un cómico como Plauto? ¿Por qué había que despreciar un reality show frente al cinema realité? Todo eso sonaba elitista y antidemocrático.
Se perdió, pues, la jerarquía en la educación. Y enseguida en museos, auditorios o teatros. Ya no se podía hablar de una cultura superior: ¡sonaba tan fascista! Todo tenía que valer igual si queríamos abrir la cultura a todos. Es lo que Renaud Camus denomina hiperdemocracia. No bastaba ya con que todos los alumnos accedieran a la escuela por igual; también los contenidos más elevados se rebajaron, y los más bajos se elevaron, para que todos valieran por igual. La excelencia, el mérito, la virtud se convirtieron en palabras malsonantes. No solo los europeos debíamos dejar de fijar nuestros ojos en nuestra alta cultura, ¡debíamos incluso desconfiar de ella, de su sexismo, de su colonialismo, de su clasismo!
«¿Qué motivos tenemos para intentar preservar la cultura europea si no vale más que cualquier otra?»
Para Renaud Camus, y para cualquiera que piense sobre ello, esta rebaja no solo nos deja indefensos ante cualquier novelita que cualquier editorial se ponga a promocionar; también nos deja indefensos ante otras poblaciones, otras mentalidades, otros dioses. ¿Qué motivos tenemos para intentar preservar la cultura europea si no vale más que cualquier otra, si dentro de ella merece igual aprecio el grafiti de un muro sucio que el friso del Partenón, si todo da igual?
Nos quejamos de no poder explicar por qué un libro es literatura mala; pero peor será no poder explicar por qué la cultura de la vieja Europa es buena y, por tanto, por qué nos resistimos a que nos la cambien de arriba a abajo. Se nos ha prohibido. Y no ha sido un espadón o un tirano lejano el que lo ha hecho: la misma escuela, que antaño nos enseñaba lo alto y valioso, de reciente se utiliza para vetarnos cualquier idea alta y valiosa, para aplanarlo todo y aplanarnos con ello.
Ese es uno de los grandes problemas en esta región occidental de nuestro planeta, mucho más allá del último Premio Planeta.
¿Cómo salir de semejante enredo? No es que haya que exprimirse el cerebro para hallar una salida: si nuestro problema está en haber olvidado la jerarquía entre cultura elevada y cultura más llana, en habernos hundido bajo una cultura de masas indiferenciada, bastará entonces con reordenar nuestra educación. Poner en la parte alta de nuestras estanterías lo alto y, en la baja, lo más bajo —aunque no por ello del todo despreciable; de hecho, si lo ponemos abajo es porque así podremos echar mano de ello más a menudo—. Dicho de otro modo: si nuestro error fue olvidarnos de la virtud y la excelencia, bastará con luchar de nuevo por la virtud y la excelencia.
«Es el pueblo el que se queda inerme cuando se le niega una educación, una jerarquía que distinga entre lo elevado y lo arrastrado»
La duda, pues, no está en qué hacer, sino en cómo acertar a hacerlo. El mundo del dinero está en contra de que lo hagamos: le conviene vendernos cualquier cosa que nos publicite. Muchos políticos (la izquierda woke, anticolonialista, demagoga) están en contra de que lo hagamos: les conviene alimentarse de cualquier vulgar resentimiento. ¿Qué nos queda contra tan poderosos enemigos, tanto a nuestra derecha como a nuestra izquierda?
Es entonces cuando hemos de recordar el lema «Solo el pueblo salva al pueblo». Un eslogan ahora de moda, en España, tras episodios como las inundaciones de hace un año. Se trata, además, de una frase que escribió en su día nada menos que un poeta de la altura de Antonio Machado. Nos topamos ahí, pues, con una combinación de sabor popular y alta cultura que nos viene que ni pintada para nuestras cuitas actuales. Pues, como hemos descrito, es el pueblo el que se queda inerme cuando se le niega una educación, unas instituciones culturales, una jerarquía que distingan entre lo elevado y lo arrastrado.
Esa es la esperanza que nos queda, pues. Que el pueblo español descubra el peligro que corre cuando se le niega el aprecio por sus mayores cumbres (de santa Teresa de Jesús a Francisco de Goya, de Tomás Luis de Victoria a Jaime Balmes, de la catedral de Toledo a las esculturas de Gregorio Fernández). Que no se deje sustituir su (alta) cultura por cualquier otra cosa. Que luche para evitarlo. Y, así, el pueblo se sepa salvar. Desde abajo, pero con ayuda de los altos. Y, por qué no, también de lo Alto.