The Objective
Benito Arruñada

Trabajar como chinos o para chinos

«Europa no cae por exceso de libertad, sino por haberla trivializado, convirtiéndola en coartada para no producir»

Opinión
Trabajar como chinos o para chinos

Imagen generada con IA. | Benito Arruñada

Occidente vive obsesionado con la hegemonía china, pero suele extraer la lección equivocada. La clave no es la planificación estatal que querrían imitar algunos ilustrados ⎯empezando por Mario Draghi⎯, sino que China, al revés que Europa, favorece la producción sobre el consumo. 

En proporción a su PIB, su Estado pesa menos que los europeos y financia una mayor parte de su gasto con impuestos al consumo. Su estado de bienestar es un tercio del europeo y la mitad del de Estados Unidos: gasta en asistencia social en torno al 10% del PIB, frente al 30% común en Europa. Además, su tasa de inversión duplica la de Suecia, que a su vez duplica la de España. 

Es cierto que en China no hay libertad política, pero los europeos no apreciamos hasta qué punto ya hemos liquidado las libertades que en el pasado nos dieron prosperidad: las de producir, arriesgar y competir. En el fondo, hemos sustituido la libertad negativa de no ser coaccionados por el Estado, que incluye el derecho a decidir qué producir y qué riesgos correr, por una seudolibertad positiva que, en el vano intento de planificar «el bien común», estrangula toda iniciativa.

«Si no volvemos a ser libres para producir, innovar y competir, no hará falta perder la libertad política: bastará con haber perdido la económica»

El progreso nace del orden espontáneo y de la destrucción creativa, no del ordenancismo que preside la construcción europea. Ese orden espontáneo requiere una ley que limite el poder y haga previsible su ejercicio, no un arsenal de directivas bizantinas y credos morales al gusto de unas élites tan minoritarias como vociferantes. 

Mientras tanto, China juega a otro deporte, con unos impuestos que pesan sobre el consumidor más que sobre el productor, preservando así los incentivos para que el individuo se esfuerce, ahorre e invierta. Su Estado manipula la asignación de recursos y se reserva una gran parte de ellos para todo tipo de proyectos colectivos: desde la ciencia a las autopistas y la defensa. Pero en muchos sectores tolera una competencia intensa entre empresas, hasta el punto de que su economía ofrece hoy más margen real para crear riqueza. 

En contraste, Europa presume de derechos, pero reglamenta hasta la asfixia y castiga a quienes compiten, innovan y producen. España es, en términos fiscales y productivos, el negativo más exagerado de China, pues gravamos mucho, y desde niveles relativamente modestos, el trabajo; y, en cambio, gravamos poco el consumo. Incluso lo estimulamos con un creciente gasto público que solo podemos financiar con el crédito que nos regalan nuestros vecinos más austeros. 

En muchos aspectos, somos la caricatura low cost de una Europa en caída libre. Empujados por los votantes, nuestros gobernantes se limitan a comprar votos a cambio de subsidios, pensiones y sueldos públicos. Dejamos así al garete la infraestructura y el esfuerzo colectivos. Resulta ya obvio en los ferrocarriles, las autovías o la defensa, en los que últimamente apenas hemos invertido. 

Pero es más sutil y perverso en la enseñanza, en la que gastamos sin tasa para darnos una educación masiva sin valor añadido. Mucha de nuestra enseñanza ha dejado de ser un proceso de inversión a largo plazo para transformarse en consumo. En un paradigma de la libertad trivializada, los españoles somos libres de acceder a mucha educación, pero esta no nos brinda oportunidades. 

Desde la izquierda solíamos creer que quien carece de recursos no puede ser libre, y hay mucho de verdad en ello. Pero olvidábamos que aún esclaviza más la dependencia permanente subvencionada, pues transforma al ciudadano en un pensionista moral. La mayor parte de Europa ha perdido su nervio ético y económico porque ha normalizado la tutela del Estado y relegado la responsabilidad al terreno de lo excéntrico. 

La alternativa no está en copiar el autoritarismo chino, ni en multiplicar el inútil despilfarro del plan Next Generation EU, sino en recuperar una libertad ordenada por el derecho, incentivada por la responsabilidad y sustentada por el esfuerzo. Sin ella, ni hay prosperidad ni la democracia es sostenible.

Si no volvemos a ser libres para producir, innovar y competir, no hará falta perder la libertad política: bastará con haber perdido la económica. Será una cesión voluntaria y dolorosa porque, si no queremos trabajar como chinos, acabaremos trabajando para chinos.

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