¿Por qué Putin no quiere firmar la paz?
«Las reticencias del Kremlin a un alto el fuego se explican por este motivo: ¿para qué aceptar las actuales líneas del frente si estas pueden caer en un futuro inmediato?»

El presidente de Rusia, Vladimir Putin.
A medida que pasan los meses, la situación en Ucrania se vuelve más precaria. Faltan combatientes –un buen número de hombres jóvenes han salido del país–; falta armamento, por mucho que las fábricas europeas hayan intentado cubrir la demanda; y falta, sobre todo, el apoyo decidido de los Estados Unidos. Rusia no está mucho mejor, pero al menos es un imperio (geográfico y demográfico), mantiene una economía de guerra y dispone de suministros constantes que llegan de China, de Corea del Norte y de otros países asiáticos. Putin sabe que se equivocó en 2022 cuando decidió iniciar una guerra que confiaba ganar en cuestión de semanas. Despreciaba a Zelenski y creía que su Gobierno caería tan pronto como se rindiera Kiev. Nada de eso sucedió, en parte por el valor imperturbable que mostró Zelenski durante aquellos primeros días.
La historia se escribe de este modo. En algunas ocasiones, es todo un pueblo el que lucha por su supervivencia frente a sus élites –como ocurrió en España cuando la Guerra de la Independencia– y, en otras, son unos pocos los que levantan un país –pensemos en el caso de Winston Churchill frente a Hitler durante la II Guerra Mundial–. Sin la firmeza de aquel vigoroso primer ministro, es muy probable que el Reino Unido hubiese aceptado algún tipo de paz vergonzosa y la guerra europea habría llegado a su fin. Ahora viviríamos en un mundo bien distinto.
Zelenski jugó a ser el Churchill ucraniano y el país no sólo resistió sino que, pasado el verano, inició un contraataque que puso a Putin contra las cuerdas. Los mercenarios del Grupo Wagner se amotinaron contra Moscú en uno de los episodios más extraños del actual conflicto, y el Kremlin tuvo que empezar a coquetear con el uso de misiles nucleares tácticos. Los Estados Unidos se tomaron la amenaza lo suficientemente en serio como para limitar el envío de armas al ejército ucraniano.
Y ese tiempo de descuento lo utilizó Putin para prepararse de cara a la clásica guerra de desgaste (la vieja táctica del general invierno). Su extensión geográfica y sus inmensos recursos naturales juegan siempre a favor de Rusia. También pesa, por supuesto, el apoyo que recibe de regímenes no occidentales. Aquí actúa una paciencia muy antigua: una paciencia de siglos, frente a la angustia del pequeño país eslavo por su supervivencia como nación.
«El apoyo occidental a Kiev es lento, escaso y aún no determinante»
Desde entonces, la situación en el frente oriental se ha ido complicando para los ucranianos. Es cierto que los ataques selectivos –brillantemente orquestados– de drones sobre las refinerías rusas han sido exitosos y que la economía de la Federación se resiente, de modo que la sociedad por primera vez empieza a mostrar signos de inquietud en contra del Kremlin. Pero no son escenarios comparables. El apoyo occidental a Kiev es lento, escaso y aún no determinante. Eso, a los ucranianos, les permite resistir, pero no contraatacar ni pasar de un modo efectivo a la ofensiva. Las reticencias de Putin a firmar un acuerdo de alto el fuego se explican también por ese motivo: ¿para qué aceptar las actuales líneas del frente si estas pueden caer en un futuro inmediato?
Estados Unidos no permitirá que Ucrania pierda por completo su independencia, pero es muy difícil que recupere las fronteras anteriores a la guerra. No habrá grandes ganadores, pero sí un perdedor mayor: Occidente y el mundo que surgió después de 1989. Con ello, el mundo de los derechos y de la razón pública cae todavía un poco más. Esta es una lección que hemos aprendido todos, aunque la guerra tenga lugar muy lejos de nosotros, en una tierra y en unas lenguas que apenas conocemos.