The Objective
Miguel Ángel Quintana Paz

No, la cristiandad no está de moda

«O ¿hay algún emperador Constantino para nuestros días?»

Opinión
No, la cristiandad no está de moda

Elaboración propia.

Dice el refrán: «Hombre pobre, con poco se alegra y socorre». Ha bastado una canción de Rosalía, el premio a una película sobre monjas y el último libro Sobre Dios de un coreano para que se extienda por doquier la especie: ¡estamos ante un giro cristiano! ¡La cristiandad vuelve a estar de moda!

El gozo es casi unánime. Así que no quisiera un servidor hacer de aguafiestas. Al fin y al cabo, bien nos lo advierte otro refrán: en casa de pobre, reventar antes que sobre.

Resulta innegable, por lo demás, que Occidente vive un cierto reavivamiento religioso. Así lo lleva indicando en artículos previos un servidor, aquí en THE OBJECTIVE, y así lo llevan indicando todas las encuestas: en especial las que atañen a los jóvenes (por edad), a los católicos (por confesión) y a los varones (por sexo).

En nuestra propia España, sin ir más lejos, los menores de 35 años que se declaran católicos han pasado, en solo dos años, de un 34% a un 41%. La subida impresiona aún más si nos fijamos en la asistencia a misa, que se han duplicado, entre los menores de 24 años, desde el escaso 7% de 2010 hasta un 15% actual. En Francia, país laicista por antonomasia, el número de bautizos de jóvenes y adultos no deja de crecer. En Inglaterra, país con tradición hostil a la Iglesia católica, ya hay más jóvenes en ella que en la comunidad anglicana. Y no parece que la reciente elección de una arzobispa de Cantórbery abortista y progresista vaya a invertir tal tendencia.

Lejos de mí, por lo demás, denostar la canción a la que aludí al inicio, la novedosa Berghain de Rosalía; pieza que junto a frases un tanto místicas, incluso antipelagianas («el único modo de salvarnos es a través de la intervención divina») incluye otras algo más profanas («I’ll fuck you till you love me»). Más lejos aún de mí despreciar el premiado filme Los domingos de Alauda Ruiz de Azúa, que cuenta con la extraña habilidad de estar gustando tanto a creyentes normalitos como a feministas radicalizadas. Ni tampoco me atrevería yo jamás a desmerecer al no menos premiado y muy coreano Byung-Chul Han, autor cuyo éxito para divulgar cosas filosóficas ya quisiera un servidor acariciar alguna vez.

Dicho todo esto, pues, ¿de dónde procede la nota discordante que titula este artículo? No argumentaré, de modo un tanto fácil, que el cristianismo (o catolicismo) que se está poniendo de moda no sea un cristianismo perfecto: como decía Kierkegaard, quizá solo hubo un hombre que vivió del todo como un cristiano auténtico, y ese hombre se llamaba Jesús de Nazaret. Ya hemos escrito aquí también, por lo demás, que para ser cristiano no hace falta derrochar fe por cada poro: de hecho, sería tan absurdo renunciar a lo cristiano por nuestras imperfecciones, como lo sería negarse a ir al gimnasio con la excusa de que uno no está en perfecta forma.

Mi escepticismo proviene de muy distinta fuente. Para empezar a explicarme, permita el lector que le recuerde la efeméride crucial que estamos viviendo este año 2025. ¡Nada menos que el 1700 aniversario del Concilio de Nicea! Este concilio es tan importante que sirve a la hora de distinguir quién es o no es cristiano: si aceptas que Jesucristo es el mismísimo Dios, como declararon los padres nicenos, es que estás dentro; si, aunque hables mucho de Jesús, no aceptas que es Dios como el Padre (tal es el caso de testigos de Jehová, musulmanes, mormones, unitarianos), entonces estás fuera.

Y bien, ¿ha oído usted hablar mucho en lo que llevamos de 2025 del Concilio de Nicea, incluso en círculos religiosos? Bueno, quizá haya leído aquí en THE OBJECTIVE algún artículo al respecto del típico pesado con estas cosas; quizá se haya enterado de que dentro de unos días el papa León XIV se encontrará con el patriarca de Constantinopla en Iznik, que es como se llama ahora la antigua Nicea. Pero en general, digamos, estamos ante una conmemoración de «perfil bajo». Y es fácil colegir los motivos para ello.

En primer lugar, claro, en Nicea se declararon unos cuantos dogmas (¡incluso se definió un credo!). Vivimos tiempos en que eso de tener dogmas está mal visto; diríamos que nuestro nuevo dogma es no tenerlos.

En segundo lugar, los dogmas de Nicea no son de esos que, en el fondo, nos gustan ahora —aunque no nos atrevamos a llamarlos dogmas—. Ya saben: me refiero a esas posturas dogmáticas sobre cómo te tienes que comportar a cada momento, o sobre cuántos impuestos tienes que pagar, o a qué grupos tienes prohibido ofender. Los dogmas de Nicea, por el contrario, parecen dar importancia a cosas lejanas y nebulosas: como si Cristo es o no «consustancial» al Padre; terminología demasiado complicada para tiempos de aprobados generales en la escuela y divulgación filosófica en las librerías. ¡Una cosa es leer a un coreano (bien traducido), otra es leer palabras sobre las que haya que pensar un buen rato!

Ahora bien, creo que lo más rompedor de Nicea, lo que más antipático nos lo vuelve hoy día, es un nombre. El nombre de la persona que convocó ese concilio, lo organizó, lo mantuvo y se encargó de difundir sus resultados. Su patrocinador, vaya. Ese nombre no es el de ningún obispo, ningún sacerdote, ningún monje. Sino que es el nombre del emperador romano del momento: Constantino I, el Grande.

Usted quizá no lo sepa, pero vivimos un tiempo en que se odia a este emperador Constantino. Sobre todo, en Occidente (en Oriente, más listos, lo veneran incluso como santo). Cierto es que pocos se atreven a denostar a Constantino por aquello que le dio mayor fama: haber detenido la persecución contra los cristianos, allá por el año 313, con su Edicto de Milán. Ahora bien, tampoco es que se le hayan rendido altos honores por ello: si nos fijamos, hace solo doce años que se cumplió el 1.700 aniversario de tan importante fecha, y las celebraciones alusivas resultaron, por decirlo con suavidad, un tanto modestas.

¿Por qué se odia a Constantino, pues, hasta el punto de que para muchos su reinado coincida con el fin del cristianismo más genuino? Sencillo: se le odia porque no solo dejó de perseguir a los cristianos, sino que empezó a hacerles caso. Y cuando un gobernante te hace caso, ello implica nuevas leyes, nuevas instituciones, nuevas infraestructuras. También una nueva responsabilidad.

Así, por ejemplo, Constantino empezó a prohibir el infanticidio habitual entre los romanos, ese que le permitía a un padre de familia dejar a su hijo a la intemperie si no le apetecía aceptarlo. También fue vetando, poco a poco, los espectáculos de gladiadores; o los abortos; o esa otra tortura, a menudo convertida en espectáculo macabro, que eran las crucifixiones. Si a ello le sumamos las primeras medidas de ayuda a viudas y huérfanos, la construcción de templos (como la basílica de San Pedro) y establecer los domingos como día de descanso semanal, nos hallamos ahí con una civilización que ya iba perdiendo mucha de la crueldad romana, esa que tan bien nos ha recordado el profesor Rodríguez de la Peña en su libro Imperios de crueldad.

Y tenemos un nombre para esa civilización nueva: con Constantino empezó la Cristiandad, que no es sino una civilización que está inspirada en el cristianismo. O, dicho al revés: la Cristiandad es lo que ocurre cuando el cristianismo que se atreve a convertirse en la médula de una civilización. Cuando se atreve a dictar leyes, a imponer castigos, y a construir cosas, todo eso tan enojoso que muchos querrían que no tuviera nada que ver con la fe.

Porque el problema, claro, es que hoy a mucha gente no le gusta la Cristiandad. No les gusta, por supuesto, a todos aquellos que desearían instaurarnos una religión alternativa, como el islam, con sus leyes alternativas, como la sharía. Ahora bien, la Cristiandad tampoco les gusta a los que están pensando en una civilización alternativa, que coloque como sus nuevos diosecillos a todas las «minorías»; una civilización que sea ecorresiliente, animalista, globalista, queer, izquierdista. En suma, la Cristiandad no les gusta a quienes quieren implantarnos una Nueva Civilización Woke. Así pues, tenemos ante nosotros al islamismo y al izquierdismo (o al islamoizquierdismo, como lo llaman ya en Francia): ya solo con esos dos movimientos, no serían menguados los enemigos de nuestra civilización.

Lo más llamativo, sin embargo, es que hay muchos cristianos que tampoco se sienten a gusto cuando una civilización intenta regirse según las normas cristianas: piensan que así se pierde «autenticidad». Piensan que la política no debería tener apenas que ver con lo cristiano; creen que lo cristiano es algo que cultivar más bien en sus urbanizaciones y sus casas, en el colegio (privado) de sus hijos y en la parroquia de al lado de casa. Consideran que es muy «intolerante» seguir la estela de Constantino y pretender, oh cielos, que las leyes no sean anticristianas.

Son los cristianos burgueses. Esos como el opusino Andrés Ollero, que dejó doce años y medio sin resolver el recurso contra la ley del aborto en el Tribunal Constitucional, mientras este contaba con mayoría conservadora y, por tanto, algún límite se le habría podido poner. O esos como el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, de colegio del Opus Dei, de boda reciente en los jesuitas, pero que estos días se ha negado siquiera a informar a las mujeres que pidan un aborto sobre las terribles consecuencias que ello podría tener en su vida.

(No se trata aquí, ojo, de juzgar moralmente ni a Ollero ni a Almeida, obsesión moralista que siempre me ha resultado un tanto cansina; se trata solo de juzgar los efectos que tiene para nuestra civilización ese su cristianismo burgués. Y esos efectos están a la luz: bien podría ser devoto Ollero de ritos satánicos o Almeida adorar el lingam del dios Shiva, que su efectividad a la hora de crear una legislación más cristiana sería la misma que hasta ahora: nula. Pues tal es la tara de todo cristiano burgués).

Sumemos, por último, a los cristianos que se han convencido de que el wokismo es el nuevo mensaje sagrado que viene a perfeccionar la (reconozcamos que a veces un tanto arisca) Sagrada Escritura, y ya tendríamos casi completa la coalición de todos los que se enfrentan hoy a aquella Cristiandad que Constantino en su día empezó a implantar. Fíjese el lector que tenemos en tal alianza a izquierdistas woke y a derechistas burgueses; a progresistas de pelo azul y género fluido junto a fundamentalistas de barba larga y Corán muy clarito. ¿Podemos afirmar de veras que vivimos tiempos en que la Cristiandad está de moda ante un panorama similar?

He dejado para el final, sin embargo, el argumento más fuerte para que nos demos cuenta de lo poco popular que es hoy lo cristiano. Pues hasta ahora nos hemos centrado sobre todo en Occidente; es entre nosotros donde surge la música de Rosalía, los premios al escritor surcoreano, o las encuestas en que repunta la asistencia a misa de nuestra chavalería. Ahora bien, miremos un poco más allá, al mundo entero: ¿podemos contemplar en él esa supuesta nueva moda de apreciar lo cristiano?

La mera formulación de esta pregunta resulta sardónica. Ya no es solo que los cristianos sean el grupo religioso más perseguido del mundo: uno de cada siete se enfrenta a niveles altos de acoso y discriminación, mientras 4.476 fueron asesinados por su fe el año pasado. Ya no es solo que el número de iglesias atacadas, detenciones arbitrarias o desplazados de su tierra ancestral se cuente por miles. Ya no es solo que esa tendencia lleve 32 años al alza, los 32 años que lleva midiéndola la Lista Mundial de Persecución.

Todos esos datos, con ser terribles, se hallan envueltos en una niebla que los torna aún más tétricos: la niebla de la indiferencia occidental. ¿Cuántas declaraciones, cuántos esfuerzos, cuánto coraje surge entre nosotros para combatir esas tragedias?

No hablo solo de nuestros políticos (está Martínez-Almeida como para preocuparse por las cristianas violadas en Nigeria, cuando anda temerosito de informarles del postaborto aquí; está Ollero como para defender a los cristianos sudaneses, cuando no quiso mover un dedo desde su poltrona en el Tribunal Constitucional).

Hablo también de nuestro alto clero. La misma Conferencia Episcopal Española que corre a emitir una nota sobre si un polideportivo en Jumilla debe dedicarse al deporte, la misma Conferencia Episcopal que defiende rauda el derecho de los musulmanes a celebrar allí el sangriento rito del cordero, calla en cambio sobre las sangrientas masacres que los cristianos nigerianos, como corderos, sufren a manos de los musulmanes también. Los mismos obispos que publican declaraciones institucionales sobre Gaza (en las que de pasada se alude a que, bueno, hay otras guerras en el mundo, ¡solo faltaría!), no han publicado ni una sola declaración sobre Corea del Norte, Somalia, Libia, Eritrea, Yemen, Nigeria, Pakistán, Sudán, Irán y Afganistán, por citar solo los diez países donde el acoso a los cristianos resulta más sangrante. O sobre Cuba y Nicaragua, con quienes nos unen más lazos, y que también tienen puestos elevados en tan terrible lista.

¿Es cobardía lo que hay detrás de estos silencios? ¿Una tontorrona voluntad de complacer al islam? ¿Cierta miopía que se fija solo en lo que los medios de comunicación nos enseñan (aunque sea tan disímil como Jumilla y Gaza)? ¿Cierta ceguera que ignora lo que nos ocultan? (Cuantifique el amable lector las veces que los países arriba citados han ocupado nuestro debate público durante este último año).

Algo de todo eso, de seguro, hay.

Pero creo que, en el trasfondo de todo, está la que, para muchos, resulta amenazante sombra de Constantino el Grande. Pues Constantino nos recuerda que de poco sirven las «declaraciones institucionales», el sentirse «muy concernidos» o el expresar las más piadosas «condolencias». Constantino nos recuerda que, al final, lo importante es tener los arrestos de ponerse a implantar una civilización cristiana de verdad. Con fuerza, sí, con poder, sí; con coraje, también.

«Pero esas similitudes también ofrecen una cara esperanzada: Trump ha hecho más en contra del aborto que muchos de los meapilas que lo critican cada día»

Y por eso se le odia. Porque nadie está dispuesto a lanzarse a defender de verdad a ningún cristiano en ningún lugar del mundo. Porque hemos convertido el cristianismo en una especie de hipismo, preocupado por la espiritualidad de la última canción de Rosalía, pero que solo envía deseos de paz y buenas vibraciones etéreas para ayudar a los cristianos nigerianos. Porque nos han convencido de que el hombre que afirmaba que no había venido a traer la paz, sino la espada (Mt 10,34), en realidad falló un poquito ahí, o hablaba de modo muy, muy, muy metafórico —vamos, tan metafórico que, según algunos, en realidad quería decir lo contrario de lo que dijo; pues en realidad, no andemos complicándonos, aquel hombre solo fue un jipi del siglo I—.

¿No queda, pues, ningún Constantino del siglo XXI? ¿No resta nadie dispuesto a defender en serio a ningún cristiano perseguido por el mundo? En realidad —y así se demuestra aún más lo odioso que hoy nos resulta aquel emperador cristiano— sí hay alguien, no menos odiado hoy, que ha dado el paso de lanzar un aviso a este respecto. Se trata del Constantino de nuestros días, Donald Trump, que ha amenazado con una intervención militar en Nigeria «rápida, violenta y dulce», ante el asesinato de tanto cristiano.

Las similitudes entre el antiguo emperador romano y el emperador americano de nuestros días son numerosas: ambos llevan una vida, digamos, no precisamente ejemplar —pero ¿quién la lleva hoy, en que nos desayunamos cada día con un nuevo escándalo de canónigos adictos a la cocaína rosa o curas con poses semidesnudas en redes sociales?—. Con ambos, Trump y Constantino, tiene la jerarquía eclesiástica una posición ambivalente (se decía que el papa Silvestre I evitaba siquiera cruzarse por Roma con Constantino: quien evita la ocasión, evita el choque). Ambos, Trump y Constantino, adoptan además una posición poco convencional con respecto a la fe: Constantino no se bautizó hasta hallarse en el lecho de muerte; entre los múltiples defectos de Trump, pocos le acusarán de ser un beatorro.

Pero esas similitudes también ofrecen una cara esperanzada: Trump ha hecho más en contra del aborto que muchos de los meapilas que lo critican cada día; al igual que Constantino (solo un Constantino) pudo empezar a limitar tal crimen, o el infanticidio, o la crucifixión, en la antigua Roma.

¿Serán las amenazas de Trump eficaces a la hora de aminorar la persecución anticristiana en el mundo? ¿Podríamos ver, con los años, a un san Donaldo Trump venerado en algunas iglesias africanas, como hoy se venera a san Constantino en la iglesia ortodoxa? Torres más altas han caído, pecadores mayores se han caído del caballo. Ya se verá.

Lo que sí sabemos con certeza es que siempre, siempre que ha ocurrido tal cosa, ha suscitado el escándalo de los puros, de los decentes y de los burgueses. Esos que, al igual tienen reservadas las primeras filas en misa, creen tenerlas también en el banquete celestial. Esos que se alegran de, ¡Dios mío!, no ser como Trump. Y que quizá, algún día, descubran el enorme error que cometen ahí.

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