Izquierda y derecha: una falsa dicotomía
«Hoy en los países desarrollados hay un gran consenso político y las diferencias entre izquierdas y derechas son de matiz, no sustanciales»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Como es bien sabido, la división de las ideologías políticas entre izquierdas y derechas tiene su origen en los «Estados generales» franceses del antiguo régimen (equivalentes a las antiguas Cortes españolas, anteriores a las de Cádiz, o a los parlamentos tradicionales ingleses, anteriores a 1688) que, presididos por el rey o su representante, situaban a su derecha a la nobleza y al clero, y a su izquierda al «tercer estado», el estamento plebeyo, que incluía a la burguesía; el tercer estado era tratado como un conjunto de súbditos de segunda (o tercera) clase. Esta división se transmitió a los primeros parlamentos revolucionarios franceses, que se originaron en los Estados generales de 1789. Aunque aquellos Estados generales se convirtieron inmediata y espontáneamente en una Asamblea donde la división por estamentos (nobleza, clero y tercer estado) desapareció, los diputados que simpatizaron con las reformas revolucionarias siguieron sentándose a la izquierda y los conservadores a la derecha y esta división se perpetuó y se adoptó en otros parlamentos nacionales.
Sin embargo, el significado y contenido de los términos «izquierda» y «derecha» se fue modificando a medida que las sociedades iban cambiando y evolucionando. Inicialmente, la izquierda era liberal y la derecha era intervencionista al tiempo que conservadora. En el primer parlamento moderno español, las Cortes de Cádiz, la izquierda se definió a sí misma como «liberal», significando que estaba en contra de la sociedad estamental del antiguo régimen, que postulaba la igualdad de todos los ciudadanos frente a la ley, y que defendía la libertad económica, es decir, la no intervención del Estado en los mercados; en una palabra, la izquierda tenía un programa mientras la derecha (a la que los liberales dieron el remoquete de «servil»), sin defender abiertamente el antiguo régimen, se resistía a la modernización radical que la izquierda exigía.
El crecimiento económico del siglo XIX en Europa y América fue modificando el panorama político al aparecer un nuevo protagonista en escena: la clase obrera, que creció con el desarrollo de la industria y la emigración de los campesinos a las ciudades. Los liberales fueron aliándose con los representantes de los obreros (el «proletariado» de Marx) y cambiando su liberalismo integral por un reformismo más o menos revolucionario, en tanto los conservadores fueron haciéndose más liberales a medida que la burguesía se iba aliando con la aristocracia en defensa del statu quo, pero un statu quo que cada vez tenía menos que ver con el antiguo régimen. Las clases privilegiadas debían ya cada vez más ese privilegio a su riqueza y menos a sus orígenes aristocráticos.
La «nueva izquierda», por su parte, modificó su programa: ya no postulaba la libertad económica total, pero tampoco era comunista: en realidad, adoptó el programa del reformismo socialista. No demandaba la nacionalización de los medios de producción, como hacían los comunistas, sino simplemente la democracia plena, el sufragio universal de ambos sexos (la igualdad política total) junto a un programa reformista de apoyo a los menos beneficiados por la economía liberal: lo que luego se llamó el Estado de Bienestar. Esta transformación de la izquierda se reflejó en Inglaterra, ya en el siglo XX, con la paulatina decadencia del partido liberal a medida que crecía el partido laborista. Este nuevo programa de lo que se llamó la «socialdemocracia» fue abriéndose paso en las sociedades adelantadas en el siglo XX y produjo una revolución profunda, pero pacífica.
La consecuencia de esta revolución fue una sociedad sin clases, o, si se prefiere, una sociedad con gran movilidad social. Quizá esta afirmación indigne a algunos lectores, pero la movilidad social en nuestras sociedades adelantadas, aunque a muchos nos parezca insuficiente, es mucho mayor que en cualquier tipo de sociedad anterior. Otra consecuencia de la revolución socialdemócrata fue la creación de una gran clase media y con ella un considerable consenso político: la izquierda, habiendo logrado imponer su programa, se ha convertido en conservadora, porque no tiene sentido seguir luchando por la aplicación de un programa que ya ha sido aceptado por una amplia mayoría y llevado a cabo por gobiernos de uno y otro bando; lo lógico es que la izquierda trate de «conservar» la aplicación de su propio programa. En cuanto a la derecha, hace tiempo que aceptó gran parte del programa de la izquierda y no discute los principales postulados de la socialdemocracia. Hoy en los países desarrollados hay un gran consenso político y las diferencias entre izquierdas y derechas son de matiz, no sustanciales.
A este consenso ha contribuido, por supuesto, el derrumbamiento del comunismo que, durante los aproximadamente siete decenios y medio en que estuvo vigente (1917-1991), sirvió de banderín de enganche a una extrema izquierda muy militante, pero claramente minoritaria, en los países capitalistas desarrollados, y mucho más poderosa —relativamente— en los países menos desarrollados. La vigencia del comunismo mantuvo el prestigio de la teoría marxista entre los intelectuales de todas latitudes, prestigio que se ha derrumbado al venirse abajo el «comunismo real». Hoy, en los países desarrollados, la ideología de la izquierda se ha diluido. El modelo marxista, que, a pesar de sus puntos débiles —sobre todo en su teoría económica—, ofrecía un sólido armazón intelectual a la izquierda extrema, se ha derrumbado con el derrumbe del «comunismo real» en la Europa oriental y en Asia. Como consecuencia de todo esto (la debacle del marxismo y el conservadurismo de la socialdemocracia triunfante) la ideología de la izquierda se ha licuado como un azucarillo.
Quizá tanto derrumbamiento y tanta licuefacción hayan sido la causa de una clara retracción de los votantes de izquierda que, viendo cumplido su programa, han desviado su atención hacia otros temas como la cultura, la religión, el feminismo, el plurisexualismo, la inmigración, la educación, la identidad regional o racial, etcétera, temas para los que la izquierda tradicional no tenía respuestas claras. De este modo, la izquierda triunfante ha visto con desesperación que el triunfo le ha salido caro en términos electorales. Apareció así lo que en Estados Unidos se ha llamado woke («wokismo» en español), una ideología progresista abigarrada y confusa, como su propio nombre, que combina varios modelos de feminismo, plurisexualismo, anarquismo autoritario, ecologismo montaraz, identitarismo a granel, localismo confederalista, grandes dosis de ignorancia, y muy escaso respeto al Estado de derecho y a las normas de convivencia. Y esta ha sido la mercancía ideológica que los Estados Unidos han exportado últimamente al resto del mundo desarrollado.
El wokismo, sin embargo, tampoco ha resultado ser un gran talismán electoral, salvo en países con circunstancias especiales, como España, donde los resabios del antifranquismo y los recuerdos de la guerra civil tienden a escorar el electorado hacia cualquier tipo de izquierda. Y, aun así, en la propia España, el wokismo, zapaterista primero, sanchista después, ha alcanzado el poder a trancas y barrancas, llegando al gobierno de maneras anómalas: a raíz de los atentados del 11 de marzo de 2004 y por medio de una moción de censura frankensteiniana y tramposa a fines de mayo de 2018. Las únicas mayorías absolutas en las elecciones generales españolas del presente siglo las obtuvieron los candidatos del Partido Popular (Aznar en 2000 y Rajoy en 2011). Los resultados electorales de Sánchez nunca han sido brillantes, más bien al contrario: jamás ha alcanzado los 125 escaños en el Congreso (recordemos que la mayoría absoluta es de 176 o más) y desde 2023 gobierna habiendo perdido las elecciones, dando un espectáculo lamentable de «pato cojo», o, quizá más exactamente, de «pato agónico», incapaz de ver un presupuesto aprobado, fracaso que en una democracia normal (algo inconcebible e inalcanzable para Sánchez) hubiera producido la disolución del parlamento por ingobernabilidad y la convocatoria de nuevas elecciones. El espectáculo político que presenciamos hoy en España es vergonzoso, pero quizá hubiera podido ser aún peor, porque, si el PSOE tuviera los apoyos suficientes en las Cortes, hubiera hecho aprobar una serie de «leyes habilitantes» al estilo hitleriano que le hubieran mantenido en el poder al modo nazi o chavista.
«Hoy la divisoria importante está entre demócratas o autócratas: los primeros gobiernan respetando el Estado de derecho; a los segundos, llámense de extrema derecha o de extrema izquierda, la separación de poderes les sobra, y pugnan por deshacerse de ella»
Sí, nazi o chavista (o leninista), porque hoy la distinción importante no es ser de derecha o de izquierda. Como hemos visto, y llevo repitiendo machaconamente en esta tribuna, la vigencia de esta dicotomía ya decayó. Hoy la divisoria importante está entre demócratas o autócratas: los primeros gobiernan respetando el Estado de derecho; a los segundos, llámense de extrema derecha o de extrema izquierda, la separación de poderes les sobra, y pugnan por deshacerse de ella: quieren gobernar con un parlamento sumiso y unos jueces y fiscales a su servicio, como unos Don Prevaricándido o Don Alvarone cualesquiera.
Esta es la piedra de toque. Como sostuve aquí hace un año, con motivo de la segunda elección de Trump (16-11-2024), este y Sánchez, aunque parezcan enfrentados, tienen mucho de común entre sí, más que con demócratas normales, como, por ejemplo, Mark Carney de Canadá, Keir Starmer del Reino Unido, o Friedrich Merz de Alemania. Y resulta que la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, de clara estirpe fascista, de pura extrema derecha, ha demostrado ser más genuinamente demócrata que el pretendidamente socialdemócrata Sánchez, que bien poco tiene tanto de socialista como de demócrata. Trump está deseando incumplir la Constitución americana y buscar un tercer mandato, amén de saltarse a la torera las leyes nacionales e internacionales. Sánchez querría ver aprobadas las leyes Bolaños y Begoña para librarse de la justicia española, a cuya acción juró someterse en su investidura; pero, ¿cuánto vale un juramento de Sánchez? Lo mismo que sus pretendidas alarmas ante la «extrema derecha»: nada. Dijo que un señor en Paiporta era de «extrema derecha» simplemente porque le amenazó con una escoba. El intrépido presidente progresista escapó a la carrera. ¿No sería divertido ver al señor de la escoba rondando la Moncloa? Yo de buena gana le pagaría el viaje desde Paiporta, sin importarme si era de extrema derecha o extrema izquierda, solo por ver correr otra vez al presidente progresista.