La luz que no llega a tocarnos
«De Rosalía al Niño de Elche, del cine de Alauda Ruiz de Azúa a las canciones de Nick Cave, reaparece una sensibilidad que no teme emplear el lenguaje de lo sagrado»

Ilustración de Alejandra Svriz.
El reciente giro teológico de la cultura –del que hablaba en mi columna de la semana pasada– responde a una crisis de carácter existencial. Y es que a pesar de las promesas del denominado «evangelio de la autosuficiencia», ni la razón ilustrada ni la posmodernidad han sido capaces de curar nuestras heridas ni de eliminar completamente el eco de la trascendencia.
Entre los ensayistas actuales que han tratado el tema, quizás el más original sea Erik Varden, monje trapense y obispo de Trondheim, el cual ha propuesto una audaz interpretación de la fragilidad humana en una suerte de tríptico que arranca con La explosión de la soledad, prosigue con su punzante indagación acerca del concepto de castidad y culmina con una serie de meditaciones sobre las heridas que sanan. Pero la obra del joven autor noruego es sólo un ejemplo más de una corriente que ha recuperado para el debate contemporáneo la presencia de una huella de lo sagrado en el transcurso de la historia.
Ese misterio lo encontramos oculto en las víctimas de la injusticia; lo hallamos en el exilio de Babilonia o de Egipto; lo descubrimos en la gran literatura, en la poesía, en la música y en la experiencia humana de la pérdida. Incluso en la naturaleza, como escribe Rebecca Solnit en Una guía sobre el arte de perderse: «El mundo es azul en sus extremos y en sus profundidades. Ese azul es la luz que se ha perdido. La luz del extremo azul del espectro no recorre toda la distancia entre el Sol y nosotros. Se disipa entre las moléculas del aire, se dispersa en el agua. El agua es incolora, y cuando es poco profunda parece del color de aquello que tiene debajo. Cuando es profunda, en cambio, está llena de esa luz dispersa; y cuanto más limpia esté el agua, más intenso es el azul. […] Esa luz que no llega a tocarnos, que no recorre toda la distancia hasta nosotros, esa luz que se pierde, nos regala la belleza del mundo».
Una sensibilidad secular ve en esta pérdida la belleza del mundo. Una mirada creyente intuye, además, un eco de lo sagrado. Hay algo hermoso y terrible a la vez en este juego entre la luz extraviada y el color de la Tierra, que evoca a Rilke en sus Elegías de Duino. El hecho de que el arte sea el primero en adivinar las finas grietas por las que se cuela el esplendor de la creación no debería sorprendernos. Es su privilegio y su deber. El arte tiene que mostrarnos, antes que nada, aquello que es, para después sugerir quiénes somos. De este modo, el despojamiento del yo abre el camino para una plenitud mayor.
«La experiencia distintiva de la mística ensancha el horizonte de la imaginación y, por tanto, el de la comprensión de la realidad»
No es casual que este renovado asombro ante el misterio nos llegue a través de la belleza. La novedad reside en que lo espiritual ha dejado de verse como un anacronismo. De Rosalía al Niño de Elche, del cine de Alauda Ruiz de Azúa a las canciones de Nick Cave, reaparece sin complejos una sensibilidad que no teme emplear el lenguaje de lo sagrado o, al menos, escuchar sus razones. Aunque fuera sólo por esta apertura, el acercamiento a la experiencia distintiva de la mística ensancha el horizonte de la imaginación y, por tanto, el de la comprensión de la realidad.
Prolongando la metáfora de Solnit –esa luz que no llega a tocarnos–, podríamos aventurar que nuestro auténtico color emerge en tensión con aquello que percibimos como inalcanzable: el anhelo del absoluto, la esperanza del perdón, la certeza de un amor que salva porque no teme la muerte sino sólo una vida sin sentido. Y, así como el abismo invoca al abismo –según leemos en el salmo 41–, a través de su ejemplo, la grandeza llama a la grandeza. La irrupción del amor, de la hermosura y de la verdad en la noche del mundo es el anhelo más hondo del hombre. Atraviesa el lenguaje de los matemáticos y de los poetas, de los sabios y de los místicos, de los músicos y de los orantes. Es una constatación antropológica que se halla inscrita en nuestra naturaleza. ¿Por qué negarle a la realidad su ansia de plenitud? ¿Por qué no atreverse a escuchar su incesante murmullo?