The Objective
Marcos Ondarra

Soto Ivars y el fin de la cancelación

«Quienes han promovido durante años la cancelación están espantados porque les toca debatir y refutar con argumentos, algo que no han hecho en su vida»

Opinión
Soto Ivars y el fin de la cancelación

El escritor Juan Soto Ivars, en la redacción de The Objective. | Carmen Suárez

El otro día tuve un intercambio desagradable, pero a la vez revelador, con el director de un diario digital progresista. Esto es, financiado por la izquierda y servil a esta. No diré su nombre, pues el tipo es irrelevante. El caso es que éste, en un arrebato de ingenio, nos atacó a mí y a mi periódico, llamándolo «The Ojete», en imitación al ministro Óscar Puente y en búsqueda de unas migajas para alimentar un año más su libelo infecto. Mi réplica fue dura, claro. Tengo la extraña costumbre de insultar a quien me insulta, así como de ser educado con quien lo es conmigo. Sin embargo, las personas de izquierdas (el porqué lo explica Jonathan Haidt en La mente de los justos) están acostumbradas a un respeto que es solo unidireccional. El interfecto, en un sorprendente giro de guion, farfulló «fascista», esperando que aquel epíteto tuviese un efecto paralizante sobre mí.

En otro tiempo, quizá me hubiera defendido del ataque injusto. Quizá le hubiera explicado en qué consiste el paleolibertarismo, por qué mis planteamientos están lejos del fascismo, y hasta le hubiera dado un paseo por mi árbol genealógico. Pero esta vez zanjé el debate con unas risas: «Jajajaja». La sorna pretendía evidenciar lo ridícula y manida que era su réplica. Hace poco respondí del mismo modo, con carcajadas, a un podemita que me llamó «racista». Lo que pude constatar en ambos casos es la sorpresa que sintieron ante la ineficacia de sus etiquetas.

Digo esto porque tengo la sensación de que la izquierda está descubriendo a la fuerza, algo tarde, que el rival termina aprendiendo las reglas del juego, y que el espantajo «fascista» que llevan años azuzando ya no asusta a nadie. Se les ha gastado de tanto usarlo, que diría Rocío Jurado. Sucede lo mismo con términos como «racista», «machista», «homófobo» o —mi favorito— «negacionista». En un principio, el último estaba reservado a quienes negaban el Holocausto, pero se ha expandido a todo el que discrepa con cualquier relato oficial.

Que se lo pregunten a mi querido Juan Soto Ivars, quien se ha descojonado —como yo— contemplando cómo una jauría feminista —con algunos aliados— ha intentado cancelar su último libro. Lo han llamado «negacionista». No es que Juan fantasee con hornos crematorios, goce con el dolor ajeno o aspire a mudarse junto a un campo de concentración para olfatear la putrefacción, no, sino que ha osado investigar el fenómeno de las denuncias falsas en violencia de género, arrojando cifras y desmontando el mantra que dice que son un 0,01%.

«Solo desde el negacionismo se pueden negar las denuncias falsas, y solo desde la imbecilidad se puede uno remitir a las cifras oficiales de un sistema judicial confeccionado ad hoc para apuntalar la narrativa de género»

El porcentaje se desmonta rápido. Muy rápido: representa en exclusiva a las denuncias en que la Fiscalía actuó de oficio y condenó a la parte denunciante. ¿Y la Fiscalía de quién depende? Pues eso.

Si tenemos en cuenta que solo dos de cada diez denuncias por violencia de género terminan en condena, y que del 80% restante no se estudia cuántas tienen indicios de falsedad, podemos concluir que hay una voluntad de engaño… Las estimaciones más conservadoras apuntan a que alrededor de 750.000 españoles habrían sido víctimas de denuncias falsas por violencia de género entre 2006 y 2023. Tres cuartos de millón de inocentes que, según la narrativa de género, no existen.

Quienes han atacado a Juan han demostrado no solo su vileza, sino su estupidez. Solo desde el negacionismo se puede negar que existen las denuncias falsas, y solo desde la imbecilidad supina se puede uno remitir para ello a las cifras oficiales de un sistema judicial confeccionado ad hoc para apuntalar la narrativa de género.

Si tienen unos minutos, les aconsejo ver el debate [sic] que el escritor mantiene en Espejo Público con una jauría feminista. El programa somete al autor, al que de entrada se insulta y menosprecia gratuitamente, a una inquisición por parte de mujeres que admiten no haber leído el libro. Susana Díaz, la más tolerante de ellas, promete leérselo, pero matiza que lo hará para «desmontar» sus mentiras (sabe de antemano que lo que no ha leído es mentira). Los juicios de Charemberg, emitidos en hora de máxima audiencia y debidamente subidos a YouTube por el interfecto con un mensaje tan nítido como necesario: en lo sucesivo, no solo nos vamos a descojonar con vuestras campañas de cancelación, sino que las vamos a monetizar. Jaque mate.

«Detrás del desiderátum ‘ojalá vuelva a dar vergüenza ser fascista’ subyace el anhelo de los que sueñan con que todo esto no sea más que una pesadilla que disipará el amanecer, devolviéndolo a su monopolio moral»

Al bueno de Juan no le está yendo mal con el libro, que ha anunciado una segunda edición en tiempo récord, tan solo cinco días. Es, de hecho, el más vendido, por delante incluso del premio Planeta. «Les ha funcionado veinte años, y ya no», ha resumido muy bien Soto Ivars tras el intento de cancelación. Hemos pasado de pantalla.

He leído ya muchas veces el desiderátum de que «ojalá vuelva a dar vergüenza ser fascista». Detrás de esa proclama subyace un anhelo y una amenaza. El anhelo de los que sueñan con que todo esto no sea más que una pesadilla que disipará el amanecer, devolviéndolos a su monopolio moral. Y una amenaza porque ese aviso envuelto en falsa superioridad moral es, en realidad, una llamada a la censura. Pero en esa amenaza se intuyen los dedos trémulos de los que sienten miedo.

Es el miedo de quienes actuaban con una impunidad (cuando no el aplauso) que —saben— se les acabó. Durante demasiados años les ha funcionado lo de promover la cancelación a cualquiera con espíritu crítico, pero sus etiquetas ya no funcionan. Están espantados porque les toca debatir y refutar con argumentos. Y eso es algo que no han hecho en su vida. «El miedo cambia de bando», que decía el otro.

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