Vox y Revuelta
«Vox, que vive de denunciar cacerías políticas, demuestra que también sabe organizarlas cuando conviene. Cambia el color del logo, pero no el método»

Imagen de archivo de una protesta con partidarios de Revuelta en Barcelona. | Paco Freire (Zuma Press)
No conozco a nadie que haya pasado por Vox y haya salido contento. Nadie. Salvo, claro está, quien sigue dentro. O quien sigue cobrando. O quien ha encontrado un hueco en la despensa. El resto sale escaldado, con la sensación de haber trabajado para una causa que se predica como cruzada moral y se gestiona como una carnicería interna donde el cuchillo siempre lo empuña el mismo.
El caso Revuelta no es un accidente. Es una radiografía. Una de esas placas que no gustan porque enseñan la caries debajo del discurso patriótico. Vox lleva años vendiéndose como el único partido limpio en una política infestada. El detergente moral. El quitamanchas del bipartidismo. Pero resulta que, cuando uno levanta la alfombra, aparecen las mismas pelusas. A veces, incluso más pequeñas. Un bonometro. Dos hamburguesas. La miseria elevada a conflicto de honor.
Santiago Abascal tiene una relación curiosa con los gestos. El único que se le recuerda con la dana fue ir a cargar un saco. Una foto. Un posado. En Paiporta o Catarroja no han visto ni su espectro. La épica del esfuerzo mínimo. Con Revuelta ocurrió algo parecido. Sirvió para llenar encuadres, para rodearse de jóvenes con banderas y para manifestarse frente a las sedes del PSOE. Atrezzo militante. Carne de pancarta. Hasta que dejó de ser útil.
Y cuando deja de ser útil, se sacrifica. Sin remilgos. Sin escrúpulos. En Vox no hay problema en llevarse por delante a quien haga falta mientras los Abascales, los Garrigas, los Buxadés, los Kicos y los Arizas sigan regentando el cortijo. La organización es vertical, cerrada y devota de sí misma. El que sobra, cae. El que molesta, se aparta. El que pregunta, estorba.
Entonces empieza el serial. Por entregas, como los viejos folletines. Este miércoles supimos que Vox ha expedientado al secretario general de Revuelta que además trabaja para el propio partido. Un burofax. Tres días para responder. Acusaciones de filtrar conversaciones y de insultar a otro trabajador. Todo muy ejemplar. Todo muy limpio. Todo muy «esto no es como los otros».
«En Vox no hay problema en llevarse por delante a quien haga falta mientras los Abascales, los Garrigas, los Buxadés y los Arizas sigan repartiéndose el pastel»
La crisis estalla, oficialmente, por presuntas irregularidades contables en la gestión de fondos destinados a víctimas de la dana. Dinero sensible. Dinero sagrado. Vox denuncia a Revuelta y me parece correcto. Tardío, pero correcto. Lo que chirría es lo anterior: meses sabiendo, meses callando, meses intentando que no saliera a la luz. No por las víctimas. Por la marca. Por la foto. Por no manchar el logo.
Y cuando la ruptura ya es inevitable, aparecen las minucias. El bonometro. Las hamburguesas. Gastos realizados —según Revuelta— por encargos hechos por Vox fuera del horario laboral. Trabajo no remunerado. Tutelaje impuesto. Broncas de alguien que no es tu jefe. El Estado Mayor dando órdenes al soldado raso y luego preguntándose por qué hay motín.
Aquí se quiebra algo más que una relación laboral. Se rompe el relato. Y Vox, que vive de denunciar cacerías políticas, demuestra que también sabe organizarlas cuando conviene. Cambia el color del logo, pero no el método: señalar, aislar y empujar hacia la cuneta a quien deja de ser útil o empieza a incomodar.
Pero detrás de todo asoma un problema más profundo. Vox cree que está tocado por la gracia divina. Que la ola de derechización que recorre este lado del mundo es un salvoconducto eterno. Que la historia les debe una victoria. Que el viento sopla siempre a favor. Conviene recordarles algo elemental: a Salvini también le ocurrió. Y un día apareció una Meloni y le movió la silla. Sin pedir permiso. Sin épica compartida. Sin agradecimientos.
La política no perdona la soberbia ni el desprecio al capital humano. Y menos aún cuando se predica ejemplaridad mientras se replica, con entusiasmo, uno de los peores vicios de aquello que se dice combatir. Porque al final, cuando baja la marea, no quedan los discursos. Quedan los restos. Y huelen.