Signo de los tiempos
«Ninguno de los signos que han aparecido durante las últimas décadas ha acabado de asentarse»

Una máquina de escribir en una imagen de archivo.
Dice García Aller que, cuando un guion largo suplanta al paréntesis sin que venga mucho a cuento, no está de más entrecerrar los ojos y barruntar que la IA anda metiendo la cuchara. Uno agradece la advertencia, aunque no puede dejar de lamentar la repentina mala fama de un signo tan respetable, con pedigrí en la vírgula plana de los manuscritos medievales, destinada a dar una pausa para respirar a quien los leyese, y que algunos seguimos asociando, con no poca reverencia, a las novelas laberínticas de Thomas Pynchon.
No todos los signos tipográficos disfrutan del mismo espesor histórico. La arroba, sin ir más lejos, es cosa de anteayer: procede de la célebre Arpanet, la red de ordenadores que el Departamento de Defensa de los Estados Unidos puso a jugar a las conexiones a comienzos de los años setenta. A finales del siglo pasado se organizó incluso una gran encuesta para decidir cómo llamar a la dichosa @. Los daneses optaron por la «trompa de elefante», los eslovacos por el «arenque», los alemanes por la «cola de mono» y los suecos por el «perro dormido». Los españoles perdimos la ocasión de bautizarla como «caracol», rindiendo tributo, ya de paso, a uno de nuestros más grandes cantaores.
Confieso una debilidad por el &, esto es, el ampersand. A diferencia del inglés o del francés, en las lenguas donde la conjunción que sustituye es breve (y, en español; u, en ruso) su uso resulta menos frecuente y, por ello mismo, más exquisito. Tiene algo de ironía que lo que hoy asociamos a Moët & Chandon fuera ideado por un esclavo, luego liberto, que pasó más de treinta años al servicio de Cicerón, anotando sin descanso las peroratas del gran orador. Cansado de que la mano no siguiera al verbo, Marco Tulio Tirón concibió un sistema de abreviaturas, precursor de la taquigrafía, que hoy conocemos como «notas tironianas». Sobra decir que, aunque el nombre ampersand venga del inglés («and per se», «y por sí mismo»), el signo existía mucho antes de ser bautizado: ya campea en el Libro de Kells, en el siglo VII. ¿Para cuándo una traducción al castellano? Propongo «abrazo», ahora que andamos en fechas tan dadas a lo entrañable.
No es el único signo con canas venerables. El calderón, también llamado antígrafo (¶), es algo más que el simpático icono con el que Word nos delata los caracteres ocultos. Mucho antes de los procesadores de texto, Aristófanes de Bizancio, bibliotecario de Alejandría en el siglo III a. C., lo utilizaba para poner orden en textos hasta entonces indivisos, conforme a las reglas de la retórica clásica. La scriptio continua de los poemas homéricos dio paso incluso a un experimento romano que separaba las palabras mediante puntos. De aquella época procede también otro signo que, a mi juicio, no ha encontrado mejor destino que el cómic: el asterisco. ¿Qué mejor manera de sugerir que alguien habla desde detrás de una pared o bajo una alcantarilla?
«Mis preferidos, en cualquier caso, siguen siendo los signos de cita»
Todo esto, lo admito, es asunto para cafeteros. Mis preferidos, en cualquier caso, siguen siendo los signos de cita. Los cristianos del siglo II reproducían frases de los paganos para ridiculizar sus argumentos, pero sin marcar nada. Tampoco San Agustín, a comienzos del siglo V, se molestaba en encuadrar tipográficamente los extensos pasajes bíblicos que acostumbraba a citar. Curiosamente, todo indica que la innovación es debida a un contemporáneo suyo, Rufino de Aquilea, que en sus disputas teológicas con San Jerónimo usaba símbolos parecidos a » para señalar las palabras del adversario. El célebre conflicto entre comillas angulares e inglesas tardaría aún centurias en asomar la cabeza…
Ninguno de los signos que han aparecido durante las últimas décadas ha acabado de asentarse. El símbolo de la ironía, el Ironieteken alemán, provocó polémica por su inquietante parecido con el emblema de las SS; el estridente exclarrogativo («interrobang», al menos, suena en su lengua como un disparo) lleva más de medio siglo entre nosotros, pero ya no se ve en ningún lado; la almohadilla, quizá inspirada en el signo de la libra, sobrevive en los hashtags como antes lo hizo en los teléfonos, cortesía de los Laboratorios Bell, con eficacia y sobriedad pero sin el menor encanto. Signo de los tiempos.