Las basuras y el alcalde
«Tal como se ha diseñado este impuesto, no hay una correlación perceptible entre la generación individual y la cuota a pagar que se fija con otros criterios»

Contenedor de basura de vidrio en Madrid. | Ricardo Rubio (Europa Press)
El Gobierno echa la culpa a la Unión Europea (UE), y los alcaldes al Gobierno. Todos mienten. La UE, en esa diarrea legislativa que mantiene frente a los temas ecológicos, ha dedicado varias directivas a la gestión de residuos. En concreto, exige a los Estados miembros que adopten mecanismos económicos eficaces para trasladar el coste del tratamiento de residuos a quienes los generan, pero no establece, como nos pretende hacer creer el Gobierno, una tasa única y obligatoria para todos los países. Dispone que estos creen sistemas mediante los cuales se penalice la generación de residuos y se premie el reciclaje.
En realidad, lo que se encuentra detrás de esta postura y en general de casi toda la legislación comunitaria en materia ecológica es el principio de «quien contamina paga». El principio es en extremo discutible y peligroso. Si lo aplicásemos a todos los servicios públicos, nos adentraríamos por el camino de que la financiación de todos ellos se realizaría en función del precio (aunque se denominen tasas) y no de los impuestos y de la capacidad económica. El coste de la sanidad, de la educación, de las infraestructuras, de la seguridad, etc., tendría que recaer en aquellos que los usan y en la medida que los usan, resintiéndose de manera notable la justicia social.
El principio de que el que contamina paga pretende apoyarse en lo que los economistas llamamos deseconomías externas. Se supone que determinadas actuaciones de los consumidores o de los beneficiarios de ciertos servicios generan perjuicios en el resto de la sociedad. Se trata de usar la imposición como instrumento para conseguir que los quebrantos externos se transformen en internos y recaigan sobre los que los provocan. Tal doctrina se esconde, por ejemplo, detrás de la inmensa carga fiscal de la electricidad o de los carburantes, (etc.).
A veces, se pretende desincentivar también ciertos tipos de conducta o de consumos que se consideran nocivos para el ciudadano o para la sociedad, o para ambos, ya que a veces ocurre que lo que perjudica al individuo perjudica también a la población en general. Tal ocurre por ejemplo con el consumo de tabaco o de alcohol, que no solo tiene efectos nocivos para el consumidor individual, sino también para la salud pública y para el gasto global en sanidad.
El problema es más general. Desde hace tiempo, se ha provocado una desnaturalización de los sistemas fiscales que de forma abusiva intentan usar los impuestos para conseguir los objetivos más diversos, incentivando o desincentivando determinadas actuaciones, lo que la mayoría de las veces va en contra de lo que deben ser sus finalidades fundamentales que son la suficiencia y la progresividad. Casi todos los impuestos están agujereados por toda clase de deducciones, exenciones, etc., lo que llamamos gastos fiscales.
«Todos estos gastos fiscales tienen un impacto negativo en la suficiencia del sistema, pero también sobre la progresividad»
Estos se incrementan de forma notable con nuestro Estado de las autonomías, puesto que cada una de ellas persigue estimular las cosas más dispares. Todos estos gastos fiscales tienen, como es de esperar, un impacto negativo en la suficiencia del sistema, pero en muchos de ellos, casi en todos los que afectan a los impuestos directos, también sobre la progresividad. Y es que además casi nunca tienen demasiada efectividad para alcanzar el objetivo que persiguen.
Son frecuentes los beneficios fiscales que se crean, según dicen, para provocar el ahorro, pero lo cierto es que la mayoría de las veces lo único que se consigue favorecer es una forma de ahorro, frente a otras, pero no se incrementa el total. Por otra parte, no es seguro que lo que siempre haya que fomentar sea el ahorro y no el consumo.
Algo parecido ocurre cuando de lo que se trata es de desincentivar determinadas actividades o consumos. En la casi totalidad de los casos, se daña la progresividad del sistema, ya que se instrumenta mediante impuestos indirectos. A menudo, se produce una clara injusticia, puesto que la penalización económica solo tiene eficacia para las rentas bajas y medias bajas. Para ciertos niveles económicos, la carga fiscal no constituirá ningún obstáculo si se tiene verdaderamente voluntad de consumir determinado producto o de acometer determinada actividad.
Por otra parte, no es tan fácil diseñar un tributo que esté irrevocablemente unido a cierto acto de manera que se pueda identificar de forma clara que acometerlo o no, vaya a significar un beneficio o un perjuicio monetario y que, además, el ciudadano pueda con facilidad dirigirse por uno o por otro camino.
«La atribución del coste a personas individuales resulta totalmente imposible»
En la tasa por basuras impuesta por el Gobierno y aplaudida por Bruselas, en primer lugar, resulta difícil de creer que los ciudadanos tengan capacidad, sin graves problemas, de reducir sustancialmente la cantidad generada de residuos. Por otro lado, tal como se ha diseñado este impuesto, no hay una correlación perceptible entre la generación individual y la cuota a pagar que se fija con otros criterios. En Madrid el Ayuntamiento ha escogido el valor catastral, que puede obedecer a un acercamiento a la progresividad, pero desde luego no a la finalidad que se supone que persigue el tributo. La única relación que en todo caso se puede dar es entre la recaudación total del tributo y el coste global de recoger y reciclar la totalidad de las basuras.
La atribución del coste a personas individuales resulta totalmente imposible. El Ayuntamiento de Madrid ha anunciado que para el próximo año se añadirá un factor más para calcular la tasa, el número de personas que habitan en la vivienda. En realidad, no se adelanta demasiado. Como mucho, supondrá un acercamiento de la cuantía de la tasa a la cantidad de basura generada en la vivienda, pero el tributo no funcionará como un elemento desincentivador, que es lo que pretende la UE, ya que el ciudadano será consciente de que su comportamiento no va a afectar a la cuantía a pagar.
Donde va a incidir el nuevo impuesto es en la vivienda y más concretamente en el mercado del alquiler. En la actual situación, en la que parece que la vivienda es uno de los problemas más importantes de los ciudadanos, añadir una carga fiscal sobre los alquileres no resulta lo más oportuno. Dejando aparte la energía y algunos artículos considerados dañinos cono el alcohol y el tabaco, pocos bienes estarán tan gravados como el inmobiliario.
Resulta curioso que aquellos que atacan furibundamente el impuesto sobre el patrimonio no lo hagan con el IBI, que en definitiva es un impuesto de patrimonio, solo que parcial, exclusivamente sobre la propiedad inmobiliaria, dejando al margen la financiera, por lo que cualquier progresividad que se establezca será muy reducida. La mayoría de los sujetos pasivos gravados por este impuesto pertenecen a las clases bajas y medias.
Los alcaldes tampoco dicen toda la verdad. Es cierto que la tasa les ha sido impuesta por el Gobierno central, pero no hay nada que les impida haber compensado esta medida reduciendo el IBI en la misma cuantía. Madrid afirma ahora que lo va hacer para el próximo año. Pero no se entiende que, si el alcalde es tan contrario a la tasa, no haya tomado la misma medida para este ejercicio.