THE OBJECTIVE
Jorge Freire

¿Por qué se parece tanto el ser a la nada?

Javier Gomá publica ‘Dignidad’, en la que se ocupa de la que es, a su juicio, la noción más revolucionaria de los últimos tiempos

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¿Por qué se parece tanto el ser a la nada?

Hace varias décadas aparecieron en el yacimiento de Dmanisi, Georgia, restos fósiles de homínidos que habitaron la región hace casi dos millones de años. Entre ellos, la mandíbula sin dientes de un anciano que habría necesitado de la cooperación del grupo para ingerir carne masticada. No hay ningún caso similar. La cooperación antievolutiva, antinatural, antiutilitaria y genuinamente humana de Dmanisi ilustra mejor que ninguna otra imagen la tesis del último libro de Javier Gomá (Bilbao, 1965), el filósofo vivo más importante de nuestro país. Dignidad (Galaxia Gutenberg) se ocupa de la que es, a su juicio, la noción más revolucionaria de los últimos tiempos. Una suerte de mandato humanista que niega legitimar las acciones morales por lo provechoso de sus consecuencias. En lugar de ser la ley del más fuerte es la ley del más débil. Por eso, tal y como señala el autor, suele ser lo que estorba.

 

P. ¿Es la dignidad una suerte de desacato?

R. La dignidad y la resistencia a la muerte son anejas al hecho de que tenemos una forma de ser muy peculiar; conforme a la famosa interpretación heideggeriana, somos ese tipo de ente que tiene capacidad de preguntar por el ser. El arte de vivir es una combinación de insumisión y deportividad. Del choque entre la dignidad de origen y la indignidad de destino brota, como si fuera un manadero, la cultura, que es aquella segunda naturaleza de que nos dotamos que trata de ser el universo hecho a imagen de nuestra dignidad. La dignidad es un diamante luminoso, delicado pero potente.

P. Es por tanto una insumisión frente a la muerte, que defines como «la injuria máxima experimentada en la plenitud de su significado».

R. La muerte es una experiencia de rebajamiento, que en principio es un hecho vulgar, porque también ocurre a las plantas y a los mosquitos; lo particular es que nosotros somos conscientes de nuestra condición. En Aquiles en el gineceo yo argumentaba que Simmel nos enseña a entender la mortalidad como privilegio. Las moscas y las ratas son inmortales, porque su inmortalidad está en la especie, no en los individuos; en cambio, los hombres y las mujeres tenemos una dignidad individual. Ahora bien, solo lo individual muere; en consecuencia, morir es un privilegio. Es mucho mejor ser mortal que tener la inmortalidad de una mosca o de un ratón. Curiosamente, el hecho de que morimos y somos conscientes de ello entraña una dignidad distintiva, exclusiva de lo humano, aún cuando la muerte sea indigna.

Portada de ‘Dignidad’.

P. Citas en Dignidad el prólogo de Los cuernos de don Friolera, de Valle-Inclán, donde se dice que «todo nuestro arte nace de saber que un día pasaremos». También gran parte de nuestras neurosis y nuestros dolores del alma, ¿no?

R. La muerte nunca ha estado tan presente como ahora. La ves constantemente, hasta el tedio, en telediarios, películas y videojuegos como hecho biológico. Otra cosa es la apropiación consciente de tu mortalidad, la asunción a fondo del hecho de que eres contingente; no solo de que eres una cosa y podrías ser otra, sino que podrías no ser, y que de hecho, es como si no hubieras nacido. Al principio de la vida, la pregunta es por qué existe el ser y no la nada, pero cuando vas avanzando por el camino de la vida la pregunta es por qué el ser se parece tanto a la nada, por qué casi se confunden.

El tema tratado en este libro no es nuevo para el autor, que le reservó un espacio notable en las dos últimas entregas de su Tetralogía de la ejemplaridad. Ya presente en la filosofía antigua, fue abordado en los albores de la Edad Moderna (Pico della Mirandola) y al término de ésta (Kant), pero después fue arrumbado por los filósofos, de tal suerte que su auge popular durante el último siglo se ha correspondido por su ausencia en el mundo teórico. Entre otras cosas, este libro suple la carencia de una noción cuya presencia social resulta abrumadora: inspira movimientos como el feminismo, el ecologismo o el animalismo, sirve de argumento en debates bioéticos como la eutanasia, la clonación o el aborto, y hasta ha servido de eslogan al último gobierno socialista.

«El cinismo es la más nefasta de las actitudes humanas».

Gomá también ha publicado este año Quiero cansarme contigo (Pre-Textos), una obra de teatro que contiene buena parte de su pensamiento filosófico, aunque bien cribado por el tamiz de la burla: «uno de los procedimientos más eficaces para verificar que un ideal se halla exento de intolerancia, negadora del relativismo, es someterlo a la prueba del humor». Matiza que en el teatro ocurren cosas, el tiempo pasa, mientras que la filosofía se sitúa en las verdades imperturbables sub specie aeternitatis. Sin embargo, tanto filosofía como teatro se ocupan del discurrir humano.

Portada de ‘Quiero cansarme contigo’.

P. La mujer del protagonista suele recitarle, entre bromas y veras, los célebres versos de Bartrina: si quieres ser feliz, como dices / no analices, muchacho, no analices. Suele decirse que el filósofo es alguien reiterativo, machacón. ¿Es mejor dar mil vueltas a las cosas o andar a humo de pajas?

R. Para responder a eso acuñé un sintagma que aparece al inicio de Dignidad, «alegría inteligente», que está conectado con el título de un libro mío, Ingenuidad aprendida. Si vives con los ojos abiertos te acabas enterando del sucio secreto, nuestra condición funeraria, con independencia de las creencias religiosas, que yo tengo y que expuse en Necesario, pero imposible. Nada creíble puedes hacer dando la espalda a esa tristeza general. Pero una sabiduría debería educarnos el corazón para una alegría que fuese post-tristeza, la ingenuidad aprendida; cuando has descendido a las simas del dolor y la negatividad, agitar las fuentes del entusiasmo que te permitan seguir aspirando a lo mejor, aunque ello te haga merecer por parte de otros el reproche de ingenuidad. Hay un cierto prestigio en el cinismo, en el estar de vuelta, y quizá sea bueno en un momento en que tienes que reajustar tus expectativas pasada la adolescencia, pero hay una sabiduría más profunda todavía: aspirar a una alegría inteligente, no a una euforia pasajera, o inducida por los fármacos o la embriaguez; una habilidad, un arte de vivir, pese a esa tristeza dominante, que es la máxima expresión de sabiduría. Al final de Quiero cansarme contigo hay un brindis por la ingenuidad. Félix dice, con algo de ironía: la verdad es elitista, solamente pueden acceder a ella algunos que estudian, mientras que el bien es democrático. Aspira con la inteligencia al máximo conocimiento pero no acabes siendo, de tan inteligente, un necio, ni te prives de la sabiduría.

P. Entonces, ¿es mejor que te engañen los hombres a desconfiar de ellos, como dice Tristán dicha obra? ¿Ha de inclinarse la inteligencia ante la ingenuidad?

R. ¿Pasarme de listo o estar de vuelta? Desde la perspectiva de Dignidad, sería elegir entre insumisión o reconciliación. Es posible que cualquier cosa que uno haga en esta vida no sirva para nada. Es posible que el Partenón, las catedrales góticas, la Novena de Beethoven o Guerra y paz al final sean una estupidez. Es posible que cuando veamos, como don Friolera, todo desde la otra orilla, lo veamos como intentos vanos. Pero yo prefiero equivocarme así a acertar con un cinismo paralizante, como una especie de rey Midas inverso que convierte todo el oro en carbón. Prefiero equivocarme con un exceso de ingenuidad -y eso es insumisión, una resignación a abandonarte a la fatalidad- a caer en el cinismo, la más nefasta de las actitudes humanas.

Estilos, estilemas y estiletes

P. En Dignidad criticas el estilo tibio e irónico que, en expresión del poeta Zagajeswki, se corresponde con una suerte de anemia espiritual, y defiendes ese volgare illustre, la lengua vulgar pero rica que enarbolase Dante. Con el auge de las lenguas nacionales europeas a lo largo de la Edad Media, príncipes, barones, mercaderes, burgueses y pueblo llano hablaban la misma lengua. ¿Será que la ramplonería estilística no se corresponde con el nivel educativo?

R. Esas personas que beben del caudal común del lenguaje de uso corriente, del piélago de palabras que ofrece, y tienen el buen gusto de escoger aquellas que tienen más gracia, que tienen adherida más vida y algo elástico, más bello, tienen mi admiración. Ahora hay menos pueblos resistentes a la influencia de la televisión, la radio o las redes sociales, pero antes no era infrecuente que uno fuese a un pueblo y hablase con una persona sin estudios que tenía esa gracia, esa elegancia, que es la gracia del pueblo, una creación colectiva. Leí hace años la biografía que hizo Salvador de Madariaga de Bolívar y recuerdo que me impresionaron las cartas que la madre, una persona sin estudios, escribía a su hijo. Me fascina esa elegancia natural, esa naturalidad educada, frente a esa naturalidad no educada que hoy es tan frecuente. Porque si tú exaltas hasta la náusea la espontaneidad, cualquier criterio de selección sobre la naturalidad es considerado nefasto y peligroso, un artificio que desacredita mi naturalidad. Y eso lleva a la vulgaridad estilística. Dice Max Weber que cuando la masa accede a la historia y llega a las ciudades, la civilización occidental inventa la burocracia masiva, y un lenguaje de dominación técnica, sin gracia, sin belleza, sin color y sin olor, no una creación popular; si mezclas por un lado este lenguaje de administración de las masas, y por otro la exaltación romántica de la autenticidad y la espontaneidad, tienes el lenguaje hoy dominante, para cual cualquier sujeción a reglas es pedantería.

P. Jünger decía que con las frases hechas se tiene la impresión de que no te responde la persona, sino la muchedumbre, y que nunca provenían de campesinos o de artesanos, sino de universitarios; no de las personas sin cultura, sino de las personas deformadas por la cultura. Lo más odioso de Félix, el personaje de Quiero cansarme contigo, es su querencia por los latiguillos: el no ya lo tengo, la verdad que, yo sinceramente, eso es así. Te ha faltado añadirle un vicio especialmente odioso: hacer intransitivos los verbos transitivos. Hay que compartir, aprender, disfrutar

R. O empezar con el infinitivo. Deciros que… Cuando empecé a hacer las oposiciones a un compañero le dijeron que en el Consejo de Estado no podía empezar con el infinitivo. Imagínate: tema 257. Decir que el derecho de opción… Pero, volviendo al tema. Yo creo que la filosofía es literatura y que quien escribe filosofía es ante todo un escritor. Parménides es un poeta que escribe en verso, Platón es uno de los mayores estilistas que existen… Cuando la filosofía desmiente su naturaleza literaria y aspira a ser científica, pierde el sentido. Tengo nostalgia de aquella época en que el Nobel se lo daban a Bergson, o a Bertrand Russell, y la filosofía tomaba conciencia de su naturaleza literaria. En cambio hoy, debido a una mala entendida emulación de la ciencia, cuenta con un lenguaje hermético, tedioso.

P. Hay personas de cultura que se imponen la tarea de estar al tanto de todas las novedades y, sin embargo, no se han leído la Odisea. ¿Son cultos? En Dignidad diferencias entre cuatro nociones de cultura, pero no tengo claro qué significa ser culto.

R. Tengo un microensayo titulado «No estar al día» donde propongo rehuir el afán de novedades. Yo no quiero que me cuenten lo nuevo, sino de nuevo lo de siempre: la condición humana. Y eso lo puedo encontrar en autores que no he leído. Y para mí ser culto es convertir la naturaleza en historia. La ley de la gravedad tiene la necesidad y la fatalidad de la naturaleza. En el ámbito natural, muchas cosas se presentan como si fueran necesarias: esto es así y siempre será así. Uno nace en una familia, le transmiten unos valores y piensan que lo que pasa en su pueblo pasa en todo el mundo: el universo es una proyección cósmica de lo que sucede allí. Ser culto es, convencido de que todo lo que está tocado por mano humana es contingente, reversible y provisional; que es así pero podría ser de otra manera, y de hecho fue de otra manera y será en el futuro de otra manera; ser culto es tener conciencia histórica y saber que todo es contingente. Eso es una cierta sabiduría que encuentras en personas sin educación reglada: tener los ojos abiertos y ver de qué estamos hechos. Y a eso puede llegar un pastor con capacidad de observación y discernimiento y no llegan investigadores que son capaces de haberlo leído todo sobre Hernán Cortés o sobre la industrialización en Manchester en el siglo XIX; saben muchas historias sobre el ser pero no saben que el ser es histórico.

Oscuridad al mediodía

Punta de lanza de una generación de filósofos que alcanzó la mayoría de edad con la democracia y que hoy, por ende, ronda el medio siglo, Gomá continúa con Quiero cansarme contigo la trilogía «Un hombre de cincuenta años» que iniciase con Inconsolable. La misma edad que frisaba Alonso Quijano cuando se marchó a acometer sus locas aventuras.

P. Dice el personaje de Julia a cuento de los 50: «Caen sobre vosotros como si cayera un pesado telón al final de un acto. Y muchos lo vivís como si fuera el final, no de un acto, sino de toda la función, y de ese error de cálculo nacen las chifladuras que hacéis a destiempo». Tú cumpliste los 50 después de Necesario pero imposible, o sea, después de rematar una ambiciosísima tetralogía, y desde entonces no has parado de escribir. ¿Te ha servido para sortear la crisis de la cincuentena el pharmakon de la escritura?

R. La sufrí, alterando su curso natural, por medio de la muerte de mi padre. Siendo un hombre inteligentísimo y eminente, sufrió en grado máximo el demonio de mediodía, y en Inconsolable lo cuento. Hablo de un conflicto que no detallo y digo que yo, cuando cumplí cincuenta, que estaba prevenido ante la visita del demonio de mediodía y tenía bien cubierta la puerta de mi casa, acabó entrando por la puerta de atrás, en la forma de la muerte de mi padre. Tenía todos los sentidos puestos para que no me ocurriera como a mi padre, que derramó dolor en la familia, y al final lo que me produjo una experiencia decisiva justo cuando cumplía 50 años fue la muerte de mi padre. En Inconsolable cuento que no es solo la muerte del padre, sino la experiencia más radical de la mortalidad después de haber escrito mucho sobre ella. La pregunta, de nuevo, es por qué el ser se parece tanto a la nada.

P. Recordarás aquello tan horrible de Esperando a Godot: «ellas paren a horcajadas sobre la tumba; la luz del día brilla un instante y en seguida vuelve a ser de noche».

R. Lo de Beckett tiene algo procaz, como si se le hubiera ido la mano, por así decirlo. En la obra que estoy terminando, Las lágrimas de Jerjes, al protagonista se le aparece su padre y le dice: yo en vida era tu padre, pero ahora soy un muerto. Reúne a su ejército y entonces llora. No es que algún día estarán muertos: es que no han nacido.

P. Hablando de padres… Hace unos meses falleció la psicóloga Judith Rich Harris. Como sabes, se armó una buena cuando, hará dos décadas, publicó un ensayo en que afirmaba que éstos influye poco en la personalidad de los niños y que, a juzgar por un buen número de casos estudiados al hilo de los años, lo que más pesa es el ejemplo que le otorgan hermanos y amigos. En Quiero cansarme contigo se lee que «el mal ejemplo nos absuelve y el buen ejemplo nos señala con el dedo y nos condena». La frase que ponía término al monólogo de Inconsolable rezaba: «Cuidad de vuestra imagen mientras estéis a tiempo, haced de ella una invitación a una vida digna y bella». ¿Cuán importante es el ejemplo de los padres?

R. Espoleado por tu pregunta, te voy a introducir un tema. ¿Un padre qué tiene que ser, ejemplo de padre o ejemplo de lo humano? ¿Tiene que ser un padre impecable o un buen ejemplo de persona? ¿Debe hacer evidente que cumple de modo excelente lo que se debe esperar de un padre, pero no solo eso, o debe transmitir un modelo no tanto de ser padre como un ejemplo excelente de ser humano? Cualidades, por ejemplo, de una vida ordenada, hacer deporte, cultivar la vida social con amigos, tener vida propia, a veces en contra de los propios hijos; hay un conflicto de lo que se te exige como padre y lo que se te exige como hombre, exigiendo un ejemplo superior. Hay personas que casi se consumen en su labor de padre y no son otra cosa que padres. ¿Es un buen ejemplo para el hijo que el padre sea totalitariamente padre? El ejemplo de un padre puede ser la invitación a una vida digna y bella aún cuando no haya sido impecable en la crianza. En «Predicar con el ejemplo» he explicado que solo el ejemplo predica. Si nosotros percibimos que una persona tiene un discurso de palabras y otro de ejemplos, ante esa disparidad acaba prevaleciendo lo que hace. No olvidemos que decir es una manera de hacer, pues hay una praxis lingüística y también actuamos cuando hablamos, pero la importancia del ejemplo es extrema. Mientras la crianza siga siendo la que es, es difícil evitar que los padres manufacturen el subconsciente de sus hijos, creando, con su mera presencia y su comportamiento, el primer orden de su conciencia. Probablemente, la actitud fundamental que el hombre o la mujer tenga hacia el mundo tenga que ver con su primera experiencia, cuando todavía no tenía filtros para defenderse de una influencia, cuando hay unas manos que moldean su corazón y su cabeza, y no tiene capacidad de detener o de dirigir esas manos. En esa primera experiencia notas si el mundo te hostiliza o te hospeda.

El principio de realidad

P. En el último capítulo de Dignidad, titulado «Tarde pero bien», hablas de una paradoja. «En un periodo de tiempo equivalente a la duración de la Guerra Civil española, pues, se lleva a cabo la completa reversión de ésta». Curioso es que, a pesar de ello, no hayamos conseguido sacudirnos la melancolía y el excepcionalismo, y sigamos siendo presas de esa «aflicción introspectiva» que, en expresión de Juan Claudio de Ramón, siempre lleva al «hospital identitario».

R. Le doy mucha importancia a esos tres años, nuestros tres años carismáticos en el sentido weberiano. Ese cambio drástico de la soberanía, impulsado por quien la pierde, que pasó de estar en el jefe del Estado a estar en el pueblo en tres años, de manera pacífica y sin precedentes. Claro que cuando conoces mucho algunas cosas ves sus imperfecciones. Si te acercas mucho a Las meninas, ves hilos manchados. Esto pasa cuando la investigación choca las narices con la tela, que nos olvidamos de alejarnos tres metros. Después de la épica de la Transición y de la Constitución llegó la lírica de la Movida y ahora estamos de lleno en la prosa vulgar de la consolidación democrático, con un problema serio: la gestión de nuestro propio aburrimiento. ¿Cómo ser ciudadano cuando se prescinde de las epopeyas? Echas de menos los grandes relatos, aunque sea por la vía de derribar ídolos. Y caemos en el infantilismo de exigir de las administraciones y del Estado que colme nuestro anhelo de grandes relatos, cuando, a mi juicio, la organización política debe ser una organización de lo común, una organización de la decencia, que no está hecha para colmar tu anhelo de embriaguez. La épica te la tienes que buscar tú. Pero eso no es fácil, y por eso hay nuevas épicas, como son los independentismos, que caldean el corazón con el relato de esa epopeya.

P. Dice mi amigo Jesús Perea que pocas cosas hay más revolucionarias que poner dos farolas en una calle mal iluminada para que las mujeres no vuelvan con miedo a casa. Descender a la liza de lo mundano es más difícil que blandir consignas grandilocuentes.

R. Lo vimos con Syriza. Llegó con una serie de ideas y luego accedió a la realidad del mercado. Los griegos son testigos del proceso de formación de un líder y entre medias pierden miles de millones de euros. Mi petición sería que accediesen a los cargos públicos personas que estuviesen en el principio de realidad. Nosotros nos ahorraríamos mucho dinero y ellos, la vergüenza de que los viéramos formarse.

«La pregunta por la felicidad genera mucha infelicidad»

P. Dignidad se incluye en el género de las consolationes de la Antigüedad, uno de esos libros que tienen como objeto aliviar al lector, ayudarle a sacudirse la melancolía y ofrecerle un aldabonazo para que eleve su propia existencia. Podría decirse que tu idea de alegría inteligente, de cariz spinoziano, va a contracorriente de esta época de felicidad obligatoria.

R. Tengo un microensayo, «Deudas con la vida», en que trato de argumentar por qué el concepto de felicidad pertenece a una época que no es la nuestra. Para Aristóteles la felicidad no es un estado de ánimo, sino el cumplimiento de un telos: igual que la mesa tiene que ser una buena mesa, el hombre y la mujer tienen una función. Cuando la subjetividad desbarata ese orden y siente que tiene esa dignidad de origen y esa indignidad de destino surge la pregunta por el sentido de la vida, que hasta el XVIII nadie hizo, porque era obvio que el sentido de cada uno se correspondía con el lugar que ocupaba en el cosmos. Cuando se desmorona el andamiaje que otorgaba un estatus surge esta pregunta. Y esta pregunta por la felicidad genera mucha infelicidad. La felicidad no es una categoría universal; la dignidad, sí, y mi tesis es que en cualquier contexto puedes aspirar a ella.

P. En otro microensayo titulado «Abrochado a la dulzura de vivir» afirmas que, si nos obligasen a ser felices, podríamos quitar a la vida aquello que la hace digna de ser vivida. ¿Qué opinas entonces de esta «religión de la felicidad», por decirlo con Paul Hazard, que surge en el XVIII al socaire de la Ilustración y que todavía hoy campea?

R. Matizaría que el concepto de felicidad que se usa a partir del Renacimiento ya no es un telos, sino un estado de ánimo, y además subjetivo: bienestar interior, euforia… Como argumento en «Yo, sinceramente», se trata de la sustitución de la virtud por la sinceridad y la autenticidad. No ser bueno sino ser tú mismo, y ser feliz a tu manera, entendiendo por felicidad la afirmación de la propia subjetividad.

P. Acerca de la sinceridad, este párrafo de Dignidad está muy bien. «Nuestro héroe de la sinceridad, cuando se mete a escritor, se preocupa no tanto de escribir bien, acomodándose a las reglas del arte, como de escribir libremente, siguiendo la inspiración arbitraria de su genio, y verazmente, esto es, sin escamotear a la mirada pública nada, ni lo corrompido y degradante de uno mismo» (p. 129).

R. La modernidad es la apoteosis de la autenticidad, de la sinceridad, pero también es la exacerbación del culto a lo nuevo. Durante milenios, lo nuevo era algo monstruoso, porque si era nuevo no estaba autorizado en ese siglo de oro donde se había establecido el ser. Solo podría ser nuevo lo monstruoso, lo inusitado. Con el renacimiento, comienza un cultivo de lo nuevo, sobre todo con la idea de progreso. Ahora nos hemos acostumbrado a decir que lo nuevo es interesante, cuando antes era lo desviado, y esto también se aplica a la esfera subjetiva: no solo queremos ser sinceros y espontáneos, sino que además queremos ser nuevos. En el ámbito de la literatura te encuentras con una tradición, aplicando el principio horaciano de «instruir deleitando», que es un canto a la virtud. ¿Qué queda, en este culto a lo nuevo, que no sea lo abyecto? Lo oscuro, lo culto, lo taimado, lo despreciable incluso, pero exaltado como nuevo, y por tanto mío, y por tanto valioso.

P. Dice Ortega en las Mocedades que no hay mayor síntoma de achabacanamiento que el afán de sinceridad, moda que atribuye a Unamuno, y a renglón seguido dice, literalmente: «la sinceridad es la demanda de quienes se sientes débiles y no pueden alentar en un ambiente severo, entre normas firmes y adamantinas, de gentes que quisieran un mundo más relapso y blando».

R. Describe muy bien el conflicto entre Unamuno y Ortega. Unamuno para mí es el profeta, el que se levanta con una voz que denuncia, con una autoridad, una legitimidad y un carisma, mientras que Ortega es el educador. El profeta es energúmeno y el educador es el que pone mediaciones, el que nos enseña por qué antes comíamos con las manos y ahora comemos con una mediación innecesaria como el tenedor. En consecuencia, lo importante no es la sinceridad, sino las mediaciones simbólicas que reprimen nuestra espontaneidad.

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