Quién fue Hans Küng y por qué se equivocó en casi todo
«Hoy no solo la ONU, sino infinidad de organizaciones y empresas transnacionales están empeñadas en decirnos por todas partes qué es lo que está bien y qué es lo que está mal (así como, claro, recompensar a los dóciles y castigar a los rebeldotes)»
El fallecimiento anteayer del sacerdote suizo Hans Küng, desde 1960 profesor en Tubinga de Teología, ha permitido algo poco habitual a tal disciplina: acceder a los grandes titulares de la prensa internacional. E incluso poblar las redes sociales. Por eso es hasta cierto punto excusable (más aún si hablamos de teología cristiana, tan propicia al perdón) que tales titulares o tuits no hayan atinado siempre.
Se han leído cosas como que se trataba del mejor teólogo del siglo XX… en personas a las que claramente nombres como Karl Barth o su tocayo Rahner no dicen mucho. Se han escrito cosas como que desde 1979 la Iglesia católica le había prohibido enseñar… cuando en realidad él siguió dando clases y ganándose su jornal en su misma cátedra e instituto universitario de siempre (solo que ya no pudo mostrar sus enseñanzas como doctrina católica propiamente dicha, por el sencillo motivo de que se había apartado de la doctrina católica propiamente dicha. Por cierto, aún están esperando en el Vaticano que acuda a la reunión que fijaron con él, para hablar de estas cosas, en 1975; se ve que un gran partidario del diálogo como Küng no le acababan de convencer las orillas del Tíber para practicarlo).
Con todo y con eso, para cualquier espíritu crítico lo más llamativo acerca de la popularidad mundial de este teólogo (a quien, naturalmente, deseamos un descanso eterno –no pun intended–) reside en cierta paradoja. La inmensa mayoría de obituarios que se están escribiendo sobre él son laudatorios, incluso más laudatorios de lo que ya suele ocurrir en tal género. Ahora bien, tales alabanzas suelen incluir epítetos como que se trata de un «pensador contracorriente», un «espíritu discrepante», un osado «pionero de nuevos caminos», etcétera. Una duda, pues, surge en cualquier alma inquisitiva: si fue un autor tan inconformista, ¿cómo es posible que haya tanta conformidad mediática sobre él?
La respuesta empero no es demasiado complicada: sí, es cierto que Küng se atrevió a desafiar dogmas (como la Trinidad, la institución de la Eucaristía, la infalibilidad papal…) de su iglesia, la católica. Y en ese sentido fue valientemente discrepante. (Aunque no tanto, lo hemos señalado ya, como para llegar a defender sus ideas ante otros expertos en Roma; de hecho solo visitó el Vaticano para una charla informal con su antiguo colega y entonces papa, Joseph Ratzinger, en 2005, treinta años después). Ahora bien, a la vez que Küng criticaba los moldes de su Iglesia (donde, por cierto, pudo seguir ejerciendo como sacerdote católico, con todas sus atribuciones intactas, hasta el final de sus días), Küng se amoldaba un tanto a lo que algunos pensamos que es ya otra iglesia: la Iglesia Progresista Mundial, la Iglesia Woke o la Iglesia Posmoderna Moralista. (Tenemos aún que encontrarle un nombre unánime a tal fenómeno).
Para comprender esto hay que penetrar un tanto en su rica y siempre interesante obra; fijémonos en concreto, forzados por los límites de este artículo, en dos libros suyos: Ser cristiano (1974) y Proyecto de una ética mundial (1990).
Los pensadores creyentes llevan los últimos tiempos enfrentándose a un serio desafío: parece que a medida que las sociedades avanzan más y más en conocimiento científico y tecnológico, más retrocede en ellas el peso de la religión. Siempre se ha puesto a Europa como ejemplo de esto, pero de reciente también los EEUU se han unido a esta tendencia. De ahí que múltiples teólogos hayan sentido que debían responder a tal reto: ¿por qué a medida que progresa la racionalidad y la ciencia en un lugar retrocede el cristianismo allí? ¿Cómo refutar a quienes porfían que esto es así porque el mensaje cristiano es irracional, opuesto al avance del saber? ¿Acaso cuanto más conoce uno la realidad es normal que menos le cuadre lo que dicen los cristianos sobre ella?
Las respuestas a estas interrogantes son de todo tipo y color, pero en el siglo XX destaca una por su éxito entre muchos feligreses. Es la del teólogo alemán Karl Rahner (1904-1984).
Para él, el problema de que cada vez haya menos cristianos en los países más desarrollados es, a la postre, un falso problema: pues en realidad al cristianismo no debería importarle tanto quién pertenece a una u otra iglesia, quién se bautice como cristiano o no, sino otra cosa. Debería importarle solo quién es buena persona, tal y como Jesús defendió que había que ser. Por consiguiente, cada vez que alguien (sea ateo, budista, musulmán, agnóstico o marxista) persiga el bien, ese alguien ya es, de algún modo, un cristiano en el fondo de su alma sin saberlo; es un «cristiano anónimo», como el propio Rahner lo denominó. Dicho en pocas palabras: no nos atribulemos demasiado si en los últimos tiempos las iglesias menguan y el nombre de Jesucristo cada vez se menciona menos; lo relevante es que el «cristianismo anónimo», la buena gente con deseos de hacer el bien (aunque prescindan por completo de Jesús), crezca.
Hans Küng no aceptó del todo esta solución de Rahner; para él sí era importante que la gente fuera explícita, no solo anónimamente, cristiana. Y así lo expone en su ya citado libro Ser cristiano. Ahora bien, en el resto de este volumen su autor no nos proporciona muchos motivos para preferir el cristianismo a otras religiones: insiste en que todas son medios de salvación legítimos. Y tampoco da razones para integrar la Iglesia católica antes que otras; todo eso, se diría, le resulta un tanto indiferente. ¿Qué es entonces lo relevante para él?
Es aquí donde reaparece la insistencia en la ética que ya hemos visto en Rahner. Küng apostó por crear una «ética mundial», consensuada por todas la religiones, que según él sería la única vía que permitiría «la supervivencia de la especie humana». Y hay que reconocerle el éxito de esta idea. Inspirándose en ella, Küng logró incluso celebrar en Chicago, en 1993, un «parlamento de las religiones». Se trataba de poner a representantes de todas las fes del mundo (agnósticos y ateos incluidos) de acuerdo en tres cosas: la primera, en un listado de principios morales válidos para todos; la segunda, en que esa moral era a la postre lo importante, por encima de tu Dios o dioses o diosas; la tercera, que debería corresponder a organizaciones mundiales como la ONU garantizar el cumplimiento de tal moralidad.
La primera tarea no puede decirse que avanzara demasiado. Los reunidos en Chicago (que, por otra parte, no podían representar a todos los creyentes del mundo: por ejemplo, no podían representar a aquellos que se negaron a reunirse en Chicago) solo consensuaron unos pocos principios muy poco concretos: no matarás, no robarás, no mentirás, honrarás a tu padre y a tu madre, no romperás tu matrimonio… Pero ¿de veras no hay casos en que una mentira, o un robo, podrían estar justificados, para por ejemplo salvar vidas? Las reuniones no dieron para concretar tanto. Y cualquier profesor de Ética se sentirá un tanto decepcionado ante acuerdos con tanta superficialidad.
Ahora bien, eso no significa que no avanzaran los otros dos proyectos de Küng, y por eso creo que estamos ante un pensador principalmente exitoso. Pues sin duda en las últimas décadas se ha extendido (aún más) desde nuestro establishment la idea de que las religiones no son cosa demasiado relevante en el espacio público; que sí, que pueden resultar folclóricamente interesantes o un buen complemento que le impulsen a uno, en momentos complicados, a portarse bien; pero que deben permanecer un poco dentro de las manías privadas, como le ocurre asimismo a nuestro gusto por dejar abierta la ventana del dormitorio o pintar de color beige las paredes de casa. Lo importante ahora, se nos dice, es la ética y no tanto la religión (justo lo opuesto a aquello por lo que se desgañitó Kierkegaard hace ya dos siglos).
Y ¿quién marca esa moralidad que es en el fondo lo único importante? Ahí también Küng ha resultado buen precursor; se diría incluso que se quedó corto. Pues hoy no solo la ONU, sino infinidad de organizaciones y empresas transnacionales están empeñadas en decirnos por todas partes qué es lo que está bien y qué es lo que está mal (así como, claro, recompensar a los dóciles y castigar a los rebeldotes). Es lo que venimos llamando capitalismo moralista. Quién le iba a decir a Küng que no solo nuestros gobernantes, sino Apple, Google, Gillette, Facebook o tantos otros iban a empeñarse en dictarnos a todos el camino hacia la Bondad.
Eso sí, este éxito de Küng marca también, a mi juicio, su colosal fracaso. Sumar, como el quería, al catolicismo a esa ola moralista que hoy nos asfixia por todas partes no parece muy prometedor para tal fe. Tampoco parece que case del todo bien dentro del cristianismo esa insistencia en someternos a leyes morales patrocinadas por una u otra organización; de hecho, si algo caracterizó a los seguidores de Cristo, y a Él mismo, desde sus inicios fue lo contrario: primar la conciencia individual por encima de las imposiciones del poder (incluso cuando este te amenazaba con los leones del circo o con la crucifixión). Basta leer un poco a San Pablo («para la libertad habéis sido liberados; no caigáis bajo el yugo de una nueva servidumbre», escribió en Gálatas 5:1) para intuir que lo que estaba anunciando este buen hombre no era tanto someternos a una moral (sea la del Antiguo Testamento, sea la de un Gobierno Mundial), sino otra cosa muy, muy distinta.
Concluyamos: Küng es un interesante teólogo para quienes quieran sumarse a muchas de las tendencias predominantes en el mundo de hoy; mundo que, en agradecimiento, le está prodigando loas estos días de luto. Y que también se las prodigará a quien se haga künguiano. Pero estas loas son incompatibles con elogiar a la vez en Küng su presunta genialidad rompedora o inconformista. Los problemas de este teólogo suizo con la Iglesia católica surgieron, simplemente, de que aún quedan creyentes dentro de ella que no acepta los planes que él tenía para ellos: es decir, no aceptan someterse a la moralidad progresista y desligada de lo religioso que hoy triunfa por doquier.
Pues, a la postre, y coincidamos o discrepemos de él, ¿no es esa rotunda negativa a conformarse a los deseos de la ONU, Apple o Google mucho más rompedora para nuestro establishment que todas las sugerencias juntas, que todos los libros juntos, que todos los parlamentos religiosos juntos de ese hombre que nos ha dejado, el profesor Hans Küng? Descanse en paz.