Los amigos de la familia: notas sobre la trilogía de 'El Padrino'
«¿Cómo volver sobre la trilogía de El Padrino sin que su poderosa mitología nos nuble la vista?»
En la historia de las ficciones, hay personajes tan logrados que no parecen siquiera personajes, sino seres de carne y hueso que nos acompañan a lo largo de nuestra vida. Y por lo general, eso pasa a comunidades enteras de lectores o espectadores que, generación tras generación, participan de un universo imaginativo compartido. Ya lo decía Nabokov en su curso sobre Ana Karénina:
«No es de extrañar, pues, que a la hora del té los rusos de cierta edad hablen de personajes de Tolstoi como si se tratara de personas que realmente hubieran existido, personas a quienes se puede comparar con los amigos, personas a las que ven con tanta vividez como si hubieran estado bailando con Kitty y Ana o Natasha en tal o cual baile o cenando con Oblonski en su restaurante favorito».
Conviene no tomarse a broma esta inmediatez: el escritor ruso Serguéi Dovlátov solía decir que el mayor disgusto de su vida había sido la muerte de Anna Karénina. Es posible que cambiara de opinión tras el fallecimiento de su madre; pero nunca se sabe. En todo caso, el talento de Tolstoi —pero también de Proust, Flaubert, Clarín, Joyce o Nabokov— para dibujar caracteres complejos en los que reconocemos algo de nosotros mismos o de nuestros conocidos es indudable. Y lo mismo sucede con algunos personajes del cine: el Scottie de Vertigo, las desdichadas mujeres de Mizoguchi, la Vienna de Johny Guitar, el Nathan de Centauros del desierto o las creaciones de Ingrid Bergman para Rossellini, por no mencionar figuras tan populares como la Escarlata de Lo que el viento se llevó o los adúlteros de Doctor Zhivago. A ellos volvemos con relativa frecuencia y en eso el cine tiene ventaja; que nos sentemos durante un par de horas a ver una de nuestras películas favoritas es más fácil que emprender la relectura de Guerra y paz.
Por más que haya pasado desapercibido en nuestro país, el lanzamiento de una versión restaurada y ligeramente retocada de El padrino III constituye una ocasión inmejorable para aproximarnos de nuevo a un universo fílmico lleno de personajes que forman parte de ese selecto grupo. No es que seamos tontos: sabemos que no existen. Pero cada uno de ellos dice algo interesante sobre lo que supone estar en el mundo, relacionarse con los demás y tomar decisiones importantes. Es verdad que su mundo se parece poco al nuestro. Sin embargo, tampoco mantenemos romances con duquesas ni le hacemos la guerra a Napoleón y seguimos conmoviéndonos con aquello que los personajes de Tólstoi tienen de humanamente reconocible. Beneficiándose de una duración total desacostumbrada en el cine de Hollywood, los tres Padrinos narran durante casi diez horas la historia de una familia italoamericana desde comienzos del siglo XX hasta la última década del siglo, moviéndose de la Sicilia rural al Manhattan de las altas finanzas. Disponemos de tiempo más que suficiente para conocer a los Corleone y no sería exagerado afirmar que para no pocos espectadores los miembros de esa familia de ficción dan forma a caracteres sobre los que volvemos con frecuencia, no pocas veces aplicando el nombre de alguno de ellos a personas que conocemos e incluso a nosotros mismos: el impulsivo Sonny, el pusilánime Fredo, el calculador Michael, la caótica Connie, la discreta Mamma, el epigramático Don Corleone, la decepcionada Kay, el arribista Carlo… Muchos de ellos evolucionan: Kay pasa del enamoramiento a la aversión, Connie de la promiscuidad al sacrificio, Michael del patriotismo al tribalismo.
Esa familiaridad puede ser contraproducente. El día 29 de abril de 2017, en el marco del Festival de Tribeca y con objeto de celebrar el 45 aniversario del estreno de la primera parte del film, el Radio City Hall de Nueva York se engalanó para hospedar un acto seguramente irrepetible: un coloquio que reuniese a todos los intérpretes vivos de las dos primeras partes de la trilogía en compañía de su director. Allí se sentaron Coppola, su hermana Talia Shire, Al Pacino, Robert de Niro, Robert Duvall, James Caan y Diane Keaton. Y allí estaba yo, que pasaba un trimestre como investigador visitante en la NYU: ¿por qué desaprovechar la ocasión? Antes de la charla se proyectaron sucesivamente los dos primeros Padrinos y se hicieron patentes los efectos delirantes que puede tener la mitomanía: haciendo gala de ese infantilismo que caracteriza al público de masas norteamericano, las siete horas del metraje conjunto fueron una sucesión de carcajadas en el gran patio de butacas. Daba igual que se estuviera ejecutando un asesinato, se consumase una traición o se rompiera un corazón; buena parte de aquel público gritaba las frases emblemáticas del film —las quotes que luego saca IMDB— o se reía a mandíbula batiente ante la cabeza de caballo que se planta en la cama del productor de cine que se niega a contratar al crooner Johny Fontane. Este fandom no estaba viendo la película, sino cultivando su reflejo legendario. Eso mismo explica que haya restaurantes italianos que usan el nombre de la Mafia y crean una imagen corporativa que remite al símbolo de la marioneta escogido para el film.
Incluso si dejamos al margen que existen distintas maneras de acercarse a las obras artísticas, ya nos quedemos en su superficie o indaguemos en sus distintas capas de significado y en sus componentes formales, la popularidad de El padrino plantea así ciertas dificultades de recepción. ¿Cómo volver sobre estas películas sin que su poderosa mitología nos nuble la vista? ¿Es posible acercarse a ellas como si no supiéramos que estaban destinadas al éxito? Porque no lo estaban: la primera parte de la trilogía fue una arriesgada apuesta del ejecutivo Robert Evans y parte de un plan para reflotar un estudio legendario —Paramount— amenazado de ruina. Coppola no fue ni mucho menos la primera opción del estudio y hubo que quitarse de encima a un Burt Lancaster empeñado en coproducirla a condición de interpretar al Don Corleone; los actores hicieron pruebas para otros personajes antes de ser asignados a los que hoy los distinguen y Marlon Brando se hizo con el papel pese a las dudas de los ejecutivos gracias a un prodigioso screen test. El mismísimo Robert Towne fue reclutado para refinar algunas escenas; a él debemos la célebre conversación en el jardín entre Michael y su declinante padre sobre la estrategia a seguir en una coyuntura delicada para la familia. Por lo demás, al departamento de márketing del estudio le salió bien la atrevida jugada de restringir el número de salas donde se estrenaba el film para así crear la impresión —largas colas en pocos cines— de que ningún norteamericano debía perderse un éxito semejante. Y sí, la película fue un éxito descomunal que salvó a la Paramount y simbolizó el encuentro entre la joven generación del Nuevo Hollywood y una industria siempre en busca del público; aunque andando el tiempo se haya exagerado la magnitud del declive del viejo Hollywood y se romantice su asalto a manos de unos auteurs comprometidos con su visión artística.
Irónicamente, la posibilidad de contemplar con nuevos ojos la peripecia de la familia Corleone resulta más factible en el caso de la tercera parte de la serie, relanzada ahora por su director veinte años después del estreno. Y es así porque la película fue generalmente vilipendiada en su aparición, tomándosela como una secuela innecesaria fruto de las necesidades recaudatorias del director —arruinado con su también incomprendida One from the Heart— y carente de las virtudes de sus precedentes. Yo era muy joven cuando la vi, en el desaparecido Cine Astoria de Málaga con sus inmensos carteles pintados a la antigua, pero no solo me gustó entonces sino que siempre me ha gustado y celebro la ocasión de volver a ella so pretexto de los retoques mínimos —acertados— que ha hecho Coppola en lo que ahora —en eso no acierta— denomina «coda» a las dos primeras partes. Me ha alegrado coincidir con el insobornable Richard Brody, crítico del New Yorker que subraya cómo «la verdadera historia detrás del relanzamiento y la restauración de la «Parte III» es la pregunta de por qué la película fue tan mal recibida en 1990 y por qué ahora, con modificaciones menores, ha llegado su momento». ¿De verdad ha llegado? Eso habrá que verlo y no será en el cine donde se verifique esa hipótesis, sino en Apple TV; lo cual, claro, no ayuda. Pero debería llegar: la película merece ser reconsiderada e insertada de nuevo en el cauce estético y sentimental de la trilogía, de la que no se desvía: lo que hace es culminarla.
Es verdad: hay que conformarse con Richard Hamilton en vez de seguir disfrutando de Robert Duvall, probablemente Andy Garcia no sea el mejor de los actores y el peinado de Al Pacino se antoja inapropiado para un viejo Don de origen italiano. Y si Ellie Wallach se equivoca con su histriónica composición del engañoso Altobello, los feroces reproches contra la inexperta Sofia Coppola resultan exagerados: su sensual espontaneidad encaja como un guante en el personaje de la hija post-adolescente que se enamora de su atractivo primo. En fin, ninguno de esos reproches puede emborronar la hoja de servicios del film, meticulosamente fotografiado por Gordon Willis y filmado por Coppola con una exuberante precisión que está al servicio de un drama capaz de profundizar en los temas de las dos primeras entregas, penetrando de paso en una esfera de poder —la Iglesia— que no había sido tratada por el director con anterioridad.
Recuérdese que los dos primeros Padrinos —si se hizo el segundo fue con objeto de aprovechar el éxito del primero, lo que debería neutralizar el reproche de que el tercero se hace por dinero— abordan los mismos temas, solo que en distintos momentos de la evolución de la familia. ¿Y qué temas son esos? El legendario comienzo de la saga da buenas pistas: «I believe in America» es la frase que pronuncia el enterrador que pide justicia para su hija fuera de los canales de la justicia, invocando ante el Don el vínculo que une a la comunidad fraternal de los emigrantes. Lo que el enterrador quiere decir es que creía en América y América le ha defraudado: la asimilación es un drama sin final feliz, porque al emigrante siempre se le cerrarán algunas puertas. Pero la familia Corleone, que nunca ha ignorado esta amarga circunstancia, no ha dejado de creer en América como país en el que prosperar a través del crimen, aun cuando tenga una visión de sí misma que no termina de encajar con la realidad: «No somos asesinos, pese a lo que dice este sepulturero». Y sin embargo, lo son. Ahí radica la paradoja del cine de gángsters, que los Padrinos llevan hasta el límite: deseamos el éxito del criminal a pesar de que los sabemos criminales. A partir de aquí, puede hacerse mucha literatura sobre la «identificación» entre el gángster y el espectador, pero me parece que esas especulaciones psicológicas tienen un vuelo corto; al fin y al cabo, no salimos del cine con la intención de controlar los bingos de la ciudad.
De manera que Coppola, italoamericano himself, nos habla de una familia que trata de prosperar en el mundo del crimen y sin embargo quiere ser aceptada como parte ordinaria de la sociedad… tratando de no destruirse a sí misma por el camino. En cuanto a lo primero, la dificultad es doble: por su origen étnico y por la naturaleza de su actividad. De ahí que el Don Corleone no quiera entrar en el tráfico de narcóticos y su sucesor Michael profundice en los vínculos de la familia con la clase política con vistas a hacer «completamente legítimo» el apellido Corleone. Tal como ha subrayado Jon Lewis en su monografía sobre la primera parte de la saga, la performatividad cobra aquí una gran importancia:
«Los gángsters en la película aspiran a desarrollar una actividad legítima a la que solo pueden aproximarse por imitación. Interpretan el papel del hombre de negocios americano no tanto o no solamente porque sea eso lo que quieren ser y aún no son, sino porque es lo que quieren que los demás piensen de ellos».
Por eso parecen mánagers que se reúnen en presencia de abogados que acarrean documentos, asumiendo la premisa de que nada de lo que hacen tiene carácter personal: «this is strictly business». Implicarse emocionalmente supone, como advierte el Don a sus hijos y repetirá luego Michael durante la instrucción de ese inesperado heredero que es su sobrino Vincenzo, nublarse la mirada. De ahí que estas películas jueguen constantemente con el dentro y fuera de campo, pero también con la alternancia entre escenarios exteriores e interiores: despachos en penumbra donde se debate la estrategia y se discuten las alianzas. A excepción del senador al que recibe Michael en su casa del Lago Tahoe al comienzo de la segunda parte, ni los políticos ni «esos jueces que Don Corleone tiene en su bolsillo» —como le reprocha el miembro de una familia que querría que los compartiese— se ofrecen a la vista. En películas Retorno al pasado (1947) y The Big Combo (1955)comienza a aparecer ya ese prototipo de gángster que permanece al margen, en la sombra, sin empuñar la pistola: su tarea es engrasar la maquinaria política de las grandes ciudades y mantener a la policía en nómina; el mafioso al que da vida Kirk Douglas en la primera, de hecho, también vive en el Lago Tahoe.
Simultáneamente, en el Padrino se sugiere que por debajo de las apariencias no hay una diferencia sustancial entre lo que hacen los Corleone y lo que hacen quienes forman parte del sistema político y económico. «La política y el crimen son la misma cosa», dice Michael a don Tommasino en la tercera parte, regalándole uno de esos aforismos que con fortuna desigual atraviesan la saga. Los representantes políticos son corrompibles y, en la tercera parte, también resultan serlo los hombres de Dios en la Tierra. En este pesimismo puede apreciarse la huella de la contracultura y la constatación —Kennedy, Vietnam, Watergate— de que el sueño americano es una mercancía averiada. La diferencia es que los Padrinos formulan esa denuncia de manera sutil, dando por supuesta la continuidad entre las organizaciones criminales y el capitalismo liberal. Recordemos el memorable intercambio entre Michael y Kay a mitad de la segunda parte: tras afirmar el primero que su padre «no es diferente a otros hombres poderosos» y protestar la segunda diciendo que eso no es verdad, Michael le pregunta quién es el ingenuo de los dos. Visualmente, hay una secuencia que sugiere ese paralelismo: cuando el sicario enviado por los Corleone acribilla a Hyman Roth en el aeropuerto, la composición evoca la eliminación de Lee Harvey Oswald a manos de Jack Ruby.
El otro gran tema de la saga es, naturalmente, la familia. Entendida en un sentido amplio: como unidad familiar en la que se teje una compleja red de afectos y desafectos, pero también como comunidad étnica enfrentada al desafío de la integración en la cultura liberal anglosajona. Ya hemos visto al enterrador que pide justicia para su hija; el mismo tipo de justicia que el joven Don Corleone aplica en su barrio una vez que se ha hecho a tiros con el gobierno informal de la comunidad. Es difícil reprochárselo: viene de una Sicilia donde sus hermanos y su madre han sido asesinados; en la tercera parte, Michael dirá a su hijo Anthony que la respuesta a la violencia que domina la hermosa Sicilia está en su historia. En la familia, se discute a menudo acerca de la lealtad a la familia: es un principio sagrado cuyo cumplimiento garantiza la preservación de los Corleone a largo plazo. Por eso —y porque mandan los varones— a Kay se le cierra la puerta cuando Michael es entronizado; y Carlo, marido de Connie, no participa en la toma de decisiones. Cuando Michael descubre que Fredo le ha traicionado, buscando en sus tratos con Roth el reconocimiento que su hermano menor le niega, termina por asesinarlo: sus estúpidos coqueteos con el enemigo han puesto en peligro la supervivencia de la familia y eso merece castigo. Es una decisión atroz, que le perseguirá el resto de su vida y se encuentra en el centro mismo de la trilogía; una de las virtudes de la tercera parte es mostrarnos los remordimientos de Michael: «¡Maté al hijo de mi madre!», se lamenta en confesión ante el futuro Papa. Nótese que al ordenar la muerte de su hermano, filmada de manera memorable mediante un montaje paralelo que muestra alternativamente la barca en el crepúsculo del lago y la figura de Michael esperando el sonido del disparo, el Don trata a la familia igual como si fuera parte del negocio: mata al traidor porque eso es lo que se hace con los traidores. «No es personal», podría alegar. Pero vaya si lo es.
La muerte de Fredo, al que John Cazale presta todos los matices de que era capaz, parece culminar el itinerario trágico de Michael: un héroe de guerra que ama a una mujer que nada tiene que ver con el mundo italoamericano y que se niega a formar parte del negocio familiar. En el hermoso flashback con que Michael rememora una cena de Navidad de los viejos buenos tiempos, ese conflicto se explicita: mientras la familia al completo espera la llegada de Don Vito, Sonny se ríe de los jóvenes americanos que se están alistando tras el ataque japonés sobre Pearl Harbour y Michael deja a todo el mundo atónito confesando que también él ha decidido enrolarse. Siempre temperamental, Sonny coge a su hermano de la camisa y tiene que ser sujetado por el resto. Su razonamiento es diáfano: «El país no es la familia». Su integración en la sociedad norteamericana tiene límites: los que marca la autoprotección del clan. Y la fuerza de esos vínculos se pondrá de manifiesto memorablemente en la segunda parte con la aparición en escena, boina calada y bastón en mano, del hermano de Frank Pentangelli: dispuesto este a testificar en contra de la familia al creerse traicionado por ella, decide cambiar su testimonio ante la comisión que investiga a los Corleone cuando ve al final de la sala al hombre recién llegado de Sicilia. ¿Qué es un Estado de Derecho para quienes provienen de una isla donde nunca ha existido tal cosa? Antígona no muere nunca.
Cuando Michael recuerda la felicidad pasada con este flashback, está trayendo a la memoria un momento en el que las decisiones estaban por tomarse y el futuro no estaba escrito. Su transformación en jefe de la familia podría atribuirse a las circunstancias: solo él podía salvarla. Pero quizá era su destino, solo que cumplido de manera tortuosa; aunque la película es ambigua al respecto, cuando vemos a Michael operar como Don nos parece que ha nacido para ello. Ocurre que el conflicto de la integración también marca su trayectoria personal: asesinada la encantadora Apolonia, a la que recordará en la tercera parte a los sones de una canción siciliana, Michael insiste en casarse con Kay. Kay no es italiana y permanece ajena a los códigos de la familia; su permanencia junto a Michael está condicionada al cambio en el modelo de negocio que su marido le promete: el mismo marido que le miente cuando ella le pregunta si ha ordenado la muerte de Fredo. Kay es un testigo incómodo, la conciencia crítica que recuerda al espectador que su identificación con los Corleone es inmoral y peligrosa. Para más inri, pertenece a una generación de mujeres americanas que no tiene miedo al divorcio ni acepta fácilmente un papel subalterno: ¡con Sicilia hemos topado! Su inevitable separación es otro paso en la destrucción de Michael, que pierde a su familia cuando intenta «protegerla de los horrores de este mundo». A su modo de ver, no tenía alternativa: si bien su dolor se expone abiertamente en la tercera parte, es incapaz de arrepentirse y así se lo dice al confesor. Tras la muerte de Fredo, vemos a Michael en soledad y así será como termine sus días. Pero su via crucis no ha terminado: la tercera parte es una profundización apasionante en la tragedia de nuestro hombre.
Vaya por delante, como se ha apuntado antes, que los cambios que Coppola ha hecho en la nueva versión son menores y acertados; que se haya limitado a ellos es, de hecho, un acierto en sí mismo.. Por una parte, la película se abre igual que las dos primeras: se celebra una ceremonia familiar y durante la misma el Don se reúne en su despacho con gente que le pide favores. En la tercera parte, ese intercambio tenía lugar a la media hora del film y ahora Coppola la ha colocado al comienzo: el arzobispo Gilday negocia la salvación de la Banca Vaticana a cambio de la partipación de los Corleone en una gran sociedad inmobiliaria. Tenemos así claro desde el principio que la trama vaticana será el motor narrativo del film, arrastrando a Michael de nuevo al camino que quiere abandonar. El otro gran cambio está al final: el epílogo original nos mostraba a Michael, anciano, sentado en una silla bajo el sol de Sicilia; acto seguido, se desplomaba muerto. Ahora, la película termina sin que él fallezca; el anciano que tanto ha sufrido seguirá condenado a lidiar con sus recuerdos. Y si esos recuerdos ya eran tormentosos, la tercera parte produce algunos incluso más desgarradores.
Al comenzar la película, han transcurrido más de quince años desde el cierre de la segunda parte y nos encontramos a un Michael que parece haber logrado convertir la familia en un negocio legal. Por desgracia, no logra cortar sus lazos con el pasado: bien porque se los recuerdan los periodistas, porque el gángster que se ha hecho cargo de los negocios ilícitos de la familia en Nueva York —ese Joe Mantegna cuyos mofletes rivalizan a ratos con los del legendario actor japonés Joe Sishido— acude a él para resolver su contencioso con el hijo no reconocido de Sonny o, en fin, porque las familias mafiosas de la ciudad le siguen pidiendo dinero. Ante sus hijos, Michael insiste: todo lo que hacemos es legítimo. Pero su trato con el Vaticano le enreda en un mundo de complicidades entre la iglesia y la política —el suave Luchesi parece salido del Todo modo de Sciascia— que tendrá terribles consecuencias para él: «Cuando parece que he salido, vuelven a arrastrarme dentro». Su conclusión es amarga y sistémica: «Toda mi vida he intentado ascender en la escala social; cuanto más asciendo, más podrido está todo». Bajo esta óptica, que el recién ungido Juan Pablo I sea asesinado resultaba predecible: «Es peligroso ser un hombre honesto». Y tal vez Michael se engañe, pensando que este razonamiento es aplicable a él mismo.
El retorno de Michael a la actividad criminal, que entiende como puramente defensiva tras ser traicionado al alimón por el Vaticano y Don Altobello, acarrea otras consecuencias. Una de ellas es la entronización de Vincenzo: Michael está cansado y Coppola lo muestra saliendo teatralmente de escena junto a Connie después de nombrar heredero a su sobrino. Es un mutis veloz, pero significativo. Sin embargo, la eterna repetición de la lógica criminal arruina también su intento por reconciliarse con Kay, quien tras saber de la muerte de don Tommasino se limita a murmurar con resignada exasperación que «esto no tiene fin». Y, sobre todo, la hija común de ambos muere de un disparo a la salida de la ópera en la que ha debutado triunfalmente su hermano Anthony. Toda la secuencia final es asombrosa y se sitúa cuando menos a la altura de los montajes paralelos que cierran los dos films anteriores: la familia Corleone se venga una vez más de sus enemigos a los sones de la Cavalleria Rusticana de Mascagni, cuya obertura emplea también célebremente Scorsese —cuya simpática madre tiene un cameo en este Padrino III— en los créditos de Toro salvaje. La sangre llama a la sangre: la inocente Mary muere en la escalinata del palacio de la ópera y su padre lanzaun desgarrador grito silencioso en la noche palermitana. El montaje es sublime: Michael grita largamente sin que parezca respirar, como sucede a veces con los niños, mientras sus acompañantes —Connie, Kay, Vincenzo— lo miran sobrecogidos. La tragedia de Michael, sobre quien no ha dejado de cernirse en ningún momento la sombra de la muerte de Fredo, es ahora completa: el sueño de la respetabilidad no puede tener un final más cruel. Y como ha señalado Richard Brody, la muerte de Mary es la dramatización de la desgracia que sufrieron Coppola y su esposa Eleanor con el fallecimiento de su hijo Gian-Carlo en 1986; acaso la oportunidad de abordar este horrible suceso sea la razón íntima por la que se hace esta secuela.
Esta tercera parte constituye además una oportunidad para el reencuentro con un universo fílmico que, como se ha dicho al principio, parece tener realidad propia y sin embargo se nutre de sí mismo. En ella recuperamos a Al Neri, lugarteniente de Michael; conocemos al hijo de Tom Hagen; una vez más Johny Fontane vuelve a cantar para la familia; recobramos a Enzo, el pastelero que ayuda a Michael a salvar a Vito Corleone en el hospital, y también a Carlo, el guardaespaldas siciliano que no traicionó a Michael; también don Tommasino sigue en la brecha. Cuando Anthony canta una canción popular a su padre, este rememora a Apolonia con lágrimas en los ojos: hemos estado allí, igual que él, muchas veces. Más aún: durante la recepción inicial en la que Michael es condecorado, la orquesta toca imposiblemente el celebérrimo tema de Nino Rota que hasta hoy identificamos con la saga. La imposibilidad es obvia: el tema musical no pertenece a la realidad diegética construida en los dos primeros Padrinos, sino que forma parte de la banda sonora de esas películas. Pero no hay que protestar: a estas alturas, realidad y mito se han fundido; la melodía de la banda sonora es ahora parte de la melodía del mundo. Y está bien que así sea.