De Bucha al Po: Rossellini y las guerras del cine
«Nadie es más importante que Rossellini, cuya trilogía sobre la II Guerra Mundial sigue brillando con luz propia»
Cadáveres con las manos a la espalda abandonados a la intemperie en las calles de Bucha, Ucrania, tras el paso por la ciudad de los soldados rusos: las imágenes son aterradoras y tristemente elocuentes. Nos ilustran sobre la brutalidad de Putin; nos recuerdan el salvajismo del que son capaces quienes ocupan militarmente una tierra extranjera. Y aunque la historia del último siglo está llena de masacres civiles, lo que yo he recordado al ver esas fotografías es el final una película de ficción, más concretamente la secuencia que cierra el último de los episodios de Paisá, la película que Roberto Rossellini rueda en Italia en 1946. Se nos cuenta ahí la peripecia de los partisanos que luchan contra el ocupante nazi —junto con un puñado de soldados americanos— en las marismas de la desembocadura del Po, sometidos a las inclemencias del tiempo bajo la amenaza constante de las balas alemanas. Durante esos conmovedores 20 minutos los vemos moverse de un lado a otro, ya sea recuperando el cadáver de un compañero que los nazis han puesto a flotar en el río, ayudando a unos pilotos británicos cuyo avión ha sido abatido en el mar o contemplando los efectos de la matanza que los nazis perpetran contra una familia que daba cobijo a los resistentes. Tras una feroz ofensiva del enemigo, sin embargo, los partisanos son capturados; a la mañana siguiente, mientras los presos americanos e ingleses son vigilados por los soldados nazis, a los italianos se los alinea de pie en la cubierta de un barco: tienen las manos atadas a la espalda y, tras comprobar un soldado alemán de manera metódica que las cuerdas están en su sitio, son empujados al agua. Rebelándose ante los verdugos, los soldados americanos se levantan y corren hacia ellos en vano; son abatidos a bocajarro. Rossellini no oculta nada: los últimos planos de la película muestran la superficie del agua y los cuerpos de los partisanos que caen en ella y en ella se hunden.
Ni que decir tiene que la guerra, deprimente realidad humana, ha sido uno de los temas del cine desde sus mismos orígenes. Ya en El nacimiento de una nación, la obra fundacional de D. W. Griffith, hay escenas que transcurren en la guerra civil norteamericana; tan pronto como en All Quiet on the Western Front, de Lewis Milestone, los horrores del frente son mostrados de manera descarnada para los estándares de la época. ¿Y qué decir de Men in War o Casco de acero, donde Anthony Mann y Samuel Fuller ponen en escena la angustia casi metafísica que sienten quienes tienen delante a un enemigo al que apenas logran ver y que sin embargo los amenaza mortalmente? En La condición humana, Masaki Kobayashi nos regalará la imagen espeluznante de una multitud de presos chinos que, una vez abiertas las puertas de los vagones donde el ejército japonés los transporta durante la ocupación de Manchuria, avanzan como zombis sedientos en dirección a ninguna parte. Andando el tiempo, llegarán obras en las que el caos y la violencia inherentes a la experiencia bélica se muestren sin ambages: de Apocalypse Now a Salvar al soldado Ryan, pasando por esa exhibición de atrocidades que es Ven y mira, la película de Elem Klimov sobre el tránsito nazi por Bielorrusia.
Pero nadie es más importante que Rossellini, cuya trilogía sobre la II Guerra Mundial sigue brillando con luz propia: la serie que conforman Roma cittá aperta, Paisá y Germania anno zero posee una fuerza inaugural que no admite comparación. Me referiré principalmente a las dos primeras, que abordan la ocupación nazi de Italia, la resistencia y la posterior liberación; la tercera es un desolador testimonio de la destrucción física y espiritual de Alemania a través de los ojos de un niño que malvive entre escombros y acaba suicidándose: una desgracia infantil con la que el director quiso expresar el dolor que la causó la muerte de su primogénito, Romano, a los nueve años de edad.
Una de las paradojas de esta trilogía es que la más importante película del antifascismo europeo —Roma cittá aperta— fue rodada en condiciones precarias por un joven cineasta que venía de hacer cortos propagandísticos para el régimen fascista bajo la supervisión del hijo del Duce. Consciente este último de la importancia del cine como medio de comunicación de masas, había nombrado a su hijo Vittorio presidente de la Alianza Cinematográfica Italiana, encargada de impulsar el desarrollo de la industria nacional. En esa capacidad, Vittorio Mussolini trabajó con realizadores de brillante futuro entre los que también se contaban Fellini —quien colabora con Rossellini en Roma y Paisá— o Antonioni. En una entrevista incluida en un documental realizado para Criterion, el hijo del dictador describía al Rossellini de entonces como un tempista capaz de moverse con habilidad en la dirección oportuna; por eso pudo hacer cine contra el fascismo después de haber trabajado para el fascismo. De todos modos, el énfasis de Roma y Paisá no está en el fascismo —representado principalmente por el jefe de policía en la primera y por unos francotiradores urbanos en la segunda— sino en el ocupante: los nazis que tras colaborar con Mussolini van a ocupar Italia durante algo menos de un año, antes de sucumbir ante el avance de unas tropas aliadas que penetran por primera vez en el continente europeo a través de Sicilia. Se trataba con ello menos de ocultar un pasado compartido por casi todos los italianos que de preparar la reconciliación nacional necesaria para superar los años de dictadura y guerra: cuando Rossellini y sus colaboradores preparan la primera de estas dos películas, Roma acaba de ser liberada y la derrota alemana puede darse por segura. Son películas que, de distintas maneras, miran adelante: hacia el futuro que representan esos niños que asisten con dolor al fusilamiento del sacerdote en Roma o que malviven en las cuevas napolitanas de Paisá. Haciendo del nazi un enemigo común, los italianos podían reencontrarse en un país que necesitaba del esfuerzo de todos para cobrar nueva vida.
Es sabido que Roma, cittá aperta fue producida en condiciones de gran escasez; el grano de la imagen, que presta a la película buena parte de su tonalidad documental, obedece a la falta constante de película y a la necesidad de echar mano de lo que podía encontrarse. Todos los interiores están rodados en un pequeño estudio romano, de donde salen milagrosamente el camerino de la corista, los salones de la Gestapo, el despacho del comandante nazi y las mazmorras donde se encarcelaba y torturaba a los presos; la artificialidad del set no puede ocultarse al espectador. A cambio, Rossellini se aseguró el concurso de dos actores muy populares a los que condujo de la comedia al drama: Aldo Fabrizi y Anna Magnani. Junto a ellos participaron toda clase de actores semiprofesionales y amigos de la familia, incluyendo a prisioneros alemanes que hicieron de extras; siguiendo la costumbre de la industria italiana, muchos actores fueron doblados por otros colegas. De manera heroica, la película se rueda entre enero y junio de 1945 —la ciudad había sido liberada en junio del año anterior— a partir de un guión que refleja la experiencia directa del escritor Sergio Amidei, obligado a esconderse en plena ocupación, igual que el ingeniero comunista de la resistencia con cuya huida por los tejados de la ciudad se pone en marcha la trama. El título del film alude a las distintas acepciones del adjetivo «abierto» tal como se emplea en este contexto: designa a una ciudad que no puede ser bombardeada, donde puede rodarse en exteriores y que se abre al porvenir tras haber sido ocupada por el invasor. Adriano Arpá ha destacado que la película es respetuosa con la geografía de la ciudad, a diferencia de lo que sucede con la más tramposa Ladrón de bicicletas.
Incurriendo en una cierta coquetería, Rossellini consideraba la película excesivamente tradicional. Comparada con sus grandes logros junto a Ingrid Bergman, lo es; de hecho, su propuesta es más sentimental que la de Paisá. El director se refería en particulr al momento en que los niños silban cuando el sacerdote está a punto de ser ejecutado por los nazis y lamentaba recurrir a esa clase de «seducción». En esos momentos, queda claro que el llamado «neorrealismo» constituye una forma de construcción dramática y visual; no es el resultado de plantar una cámara oculta en el centro de una ciudad, ni la representación inmediata del mundo. Pero no deja de ser cierto que el realizador italiano alberga aquí un propósito verista, que se realiza en el uso abundante de exteriores y en la recreación de personajes e historias nacidas de la observación directa. Decía Rossellini: «Yo no quiero persuadir, no quiero seducir; quiero ofrecer». Y esa vocación testimonial incluye, como estas dos obras dejan claro, la presentación ante el público de una realidad desagradable. En ese aspecto, la larga secuencia en la que los nazis torturan al ingeniero comunista con un soplete en presencia del sacerdote constituye una renuncia explícita a cualquier voluntad de entertainment y por eso Serge Daney la juzgaba clave para el inicio del cine moderno: en lugar de embellecer u omitir, muestra sin ambages la crueldad humana. Podemos discutir a dónde conduce, andando el tiempo, esta ruptura del tabú visual en torno a la violencia; su gratuidad sobrevenida es a menudo una renuncia a la sutileza expresiva. En todo caso, Rossellini descorrió el velo que separaba al cine —a una parte del cine— del mundo: porque de hecho se torturaba y se mataba en las prisiones de la Gestapo.
Esa secuencia simboliza la unidad de católicos y comunistas ante el agresor nazi: cuando el ingeniero expira sin haber confesado, el sacerdote maldice a sus ejecutores y estos —de nuevo la seducción— retroceden asustados por un momento. Cuando llega el momento de acabar con la vida del cura, el pelotón de fusilamiento formado por soldados italianos disparará al suelo —gesto para la reconciliación nacional— y habrá de ser un oficial alemán quien le dispare a la cabeza. Es el mismo que, en plena borrachera, se había atrevido a decir a sus colegas la verdad sobre el nazismo: la presunta raza superior solo sabe sembrar las semillas del odio y se niega a aceptar que la gente quiere ser libre. Por su parte, el ingeniero comunista invoca «el camino justo» por el que pelean los miembros de la Resistencia: libran la larga batalla por algo «que va a venir, que tiene que venir». En ese sentido, Roma cittá aperta es una película sobre el sacrificio heroico y sus desgarros: el célebre asesinato de la mamma a la que da vida con singular intensidad Anna Magnani ha alcanzado —música y movimientos de cámara mediante— un estatuto legendario. Cuando recordamos su carrera tras el camión donde se llevan a los presos y la ráfaga de ametralladora que la derriba mientras suena la música, olvidamos a menudo lo que sigue: su hijo corre llorando hacia ella, el sacerdote la sostiene en brazos formando una pietá y las medias con liguero que pueden verse bajo su falda sirven de contrapeso carnal a la espiritualidad trágica de la estampa. Pero la película proporciona con frecuencia un sentido religioso al sacrificio; no solo se fusila a un sacerdote, sino que la postura corporal del ingeniero mientras le torturan remite directamente al Cristo crucificado. Recordemos que Rossellini dedicó una película a Francisco de Asís y siempre mostró un gran interés por la religión católica, aunque él mismo rehusase presentarse como creyente. Nada de eso quiere decir que los personajes de Roma sean moralmente incólumes: la película empieza con el asalto de los romanos a una panadería y el ingeniero mantiene un romance con una joven italiana que, a fin de sobrevivir a la ocupación, colabora con los nazis y consume las drogas que estos le proporcionan.
Pese a su mayor fama, sin embargo, Paisá es superior a Roma cittá aperta: en la primera se refina la promesa que hace la segunda y Rossellini da un paso definitivo en la consagración de su estilo. La película está compuesta de seis episodios independientes, una novedad que el cine italiano aprovecharía en las dos décadas posteriores, vinculados entre sí por un tema común. Este no es otro que la liberación gradual de Italia, que empieza en Sicilia y acaba en el norte; como ha señalado Arpá, cualquier italiano repara inmediatamente en los ecos garibaldianos del recorrido. Y, desde luego, es fácil imaginarse el impacto cultural que la exótica presencia del ejército estadounidense produce en un país que había estado encerrado en sí mismo. Ocurre que la liberación no es el único tema de Paisá, que como su título indica lidia con del problema que representa el extraño en todas sus formas: aquel con el que hemos de entendernos aunque no sepamos cómo. Por lo general, ese extraño es el soldado norteamericano; pero también tenemos a los franciscanos que recelan del protestante y del judío que acompañan al capellán militar católico que ha querido visitarlos en su convento y toda la diversidad ideológica y lingüística de los propios italianos. A lo largo de la película, la comprensión recíproca va de menos a más: el recelo inicial ante el extraño, que conduce al malentendido (la pueblerina Carmela es erróneamente identificada por los soldados americanos como la asesina de su compañero, cuando en realidad ha entregado su vida para vengarlo) o causa horror (el soldado negro sale huyendo de la cueva napolitana a donde le conduce el niño al que ha pillado robando y al que ingenuamente preguntaba por qué roba, horrizado ante la pobreza de los italianos), es finalmente reemplazado por la solidaridad de los soldados norteamericanos que luchan junto a los partisanos (aun comprendiendo la distinta naturaleza de su lucha: «Ellos no combaten por el Imperio Británico, sino por sus vidas»). Pese a todo, la fe de Rossellini en la comunicación humana no es plena: en el cuarto episodio, el egoísmo del florentino que busca a su familia provoca la muerte de un partisano y este, moribundo, revela a la mujer que lo sostiene en brazos que su líder ha muerto en combate, sin saber que esa mujer era su amante y lo andaba buscando. Todos somos paisanos, pero no siempre logramos entendernos: ¿qué mejor prueba de ello que la guerra misma?
En la génesis de Paisá se encuentra un libreto de Klaus Mann, hijo de Thomas Mann, que fue posteriormente retocado con el concurso de escritores distintos para cada episodio. En uno de ellos se advierte la participación de Alfred Hayes, soldado del ejército americano que llegaría a convertirse en un excelente escritor. Hayes trata aquí un tipo que él mismo abordó en The Girl on the Via Flaminia (1949), tercera de sus novelas: la joven italiana que se prostituye para salir adelante en la Roma ocupada por los americanos. Rossellini usa un flashback —técnica a la que casi nunca recurría— con objeto de mostrarnos el contraste entre el júbilo inocente del día de la liberación y el desgaste cínico de la posguerra: el mismo soldado al que había conocido cuando las tropas americanas entraron en la ciudad es arrastrado por ella a su dormitorio sin que él logre reconocerla. «Sí, Roma está llena de chicas como yo», dice ella amargamente. Pero también para él ha habido un cambio: «Las chicas eran felices, sonreían, estaban llenas de color y belleza; ahora, todo es diferente». Cuando el soldado se duerme a causa de la borrachera, ella deja a la madame el recado de que acuda a verla al día siguiente: quizá aquella primera emoción pueda recuperarse. No es el caso: el episodio termina con el soldado junto al Coliseo, esperando a sus compañeros antes de abandonar la ciudad.
Hay que señalar que Paisá fue rodada con materiales de primera categoría tras el éxito en París —contagiado luego a Italia— de Roma cittá aperta. De nuevo, Fellini fue ayudante de dirección y filmó su primera escena: aquella en la que los vecinos de Florencia usan una cuerda para pasar una garrafa de una calle a otra sin riesgo de ser abatidos por los francotiradores alemanes. El uso de las localizaciones es prodigioso en este episodio: atravesamos la maravillosa ciudad toscana, llena de ruinas y cascotes, mientras realidad y ficción parecen fundirse ante nuestros ojos. De hecho, cada sección del film está precedida por imágenes documentales que contextualizan la trama con ayuda de una voz en off y ayudan a proporcionarle verismo. Como ha señalado Colin McAbe, Paisá es «más real que la realidad» por la sencilla razón de que el «realismo» de Rossellini no es una simple transcripción de lo real, sino la yuxtaposición de sus elementos ante la cámara: actores no profesionales, escenarios reales, episodios ficticios basados en historias verídicas, empleo de los dialectos italianos. Esto último tenía sus complicaciones: mientras que el monasterio franciscano donde se rodó el tercer episodio estaba cerca de Salerno, donde se habla napolitano, la película lo resitúa en el norte del país y los actores de doblaje hubieron de usar el dialecto romano. Pero sería un error identificar a Rossellini con una concepción estrecha del «neorrealismo», fórmula de la que pronto se distanciaría; la suya es una forma de aproximarse al mundo a través del cine que quiere ser respetuosa con el primero sin renunciar a los medios expresivos que ofrece el segundo. En su importante libro sobre el director italiano, el difunto José Luis Guarner se expresaba en los siguientes términos:
«Paisá se presenta ante todo como un simple reportaje, pero desde ahora se puede comprender ya fácilmente que expresa un punto de vista tan personal como el de una película de Hitchcock. No obstante, no obliga al espectador a identificarse con los personajes, sino a contemplar los acontecimientos desde lo más cerca posible y con la mayor atención».
Como ha dejado claro en sus distintos film-ensayos, también Godard admira a Rossellini por su singular sensibilidad hacia la historia como escenario de las pasiones humanas. Y si bien el propio director francés ha hecho a menudo un cine preocupado por la historia, quisiera terminar esta pieza sugiriendo una posible conexión entre ambos a través de dos secuencias —una de Godard, otra de Rossellini— separadas entre sí por 18 años. Quiero empezar por la última: la famosa carrera de los amigos parisinos de Bande à part por los pasillos del Louvre, sin más objeto que divertirse en un lugar que parece invitar a la solemnidad. Estamos en 1964 y las costuras de la Europa tradicional han empezado a saltar; los niños de la posguerra llegan a la adolescencia. En 1946, mientras ellos venían al mundo, esa misma Europa empezaba a despertarse de la pesadilla totalitaria —aunque los habitantes de la parte oriental del continente habrían de esperar otro medio siglo antes de ser liberados— tras cinco años extenuantes de guerra sin cuartel. Ese mismo año se rueda otra escena localizada en un importante museo: resulta que la enfermera americana que busca a su amante partisano y el hombre italiano que quiere reencontrarse con su familia en el cuarto episodio de Paisá quieren a atravesar Florencia cruzando las líneas enemigas y solo hay un camino seguro que los ocupantes nazis desconocen: la Galleria Uffizi. Así que ambos la recorren a toda velocidad de un extremo a otro, observados por la cámara desde el fondo del ancho pasillo, mientras a su lado se ven las paredes desnudas del museo: sus obras inmortales han sido descolgadas a la espera de un mejor momento ara la contemplación del arte. Rossellini y Godard: podemos ver una secuencia detrás de la otra y comprobar el largo camino que va de la Europa devastada donde se corre para salvar la vida y la Europa del bienestar en la que los museos se atraviesan por diversión. Pero conviene recordar que no son lugares distintos, sino que una hunde sus raíces en la otra: como los ucranianos tienen la desgracia de constatar, hay ocasiones en que la libertad tiene que defenderse con la vida. Y nadie dejó mejor testimonio fílmico de aquel sacrificio que Rossellini, quien todavía encontró muchas cosas que decirle a su época en la década de los 50. De eso hablaremos otro día: la ciudad abierta del cine nunca termina de visitarse.