THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

¿Por qué atacan los pájaros de Hitchcock?

«Los pájaros, que a tantas interpretaciones alegóricas se prestan, bien pueden representar una advertencia sobre la potencia destructiva de nuestras pasiones»

Rancho Notorious
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¿Por qué atacan los pájaros de Hitchcock?

Alfred Hitchcock durante el estreno de 'Los Pájaros'. | AFP

En la nutrida filmografía de Alfred Hitchcock, que llegó a realizar 53 largometrajes, Los pájaros ocupa una posición singular. Recordemos que su despliegue creativo desde el año 1956 había sido asombroso: Falso culpable precede a Vértigo y a esta le siguen Con la muerte en los talones y Psicosis. No es que Hitchcock pudiese contar siempre con el aplauso incondicional de prescriptores y espectadores; sin ir más lejos, a Vertigo le fue mal en ambos frentes. Tal como ha demostrado Robert Kapsis, de hecho, el prestigio de Hitchcock como artista no se consolida hasta los primeros años 70, una vez que las tesis de los críticos de Cahiers sobre el auteur han terminado de calar entre quienes escriben en los periódicos. Y eso que Hitchcock había promovido desde el principio de su carrera la idea de que él era quien daba forma a su obra, incluso cuando su contrato con la productora de David O. Selznick decía justamente lo contrario.

Entrevistado por François Truffaut entre 1962 y 1963, aunque el libro que resume sus conversaciones no aparecería hasta 1966, la obra de Hitchcock empieza a «intelectualizarse» en aquellos años; el MOMA le dedica una retrospectiva en 1963 y la ambiciosa Los pájaros abre el Festival de Cannes… recaudando luego 11 millones de dólares tras haber costado poco más de tres. En la prensa, sin embargo, abundaron los críticos que le reprocharon dejarse influir por las nuevas olas europeas y le recomendaron volver al thriller marca de la casa que había bordado en Con la muerte en los talones.

Es sabido que la controvertida y formidable Marnie sería rechazada por la crítica y el público, confirmando con ello que los 60 no serían la mejor década de su autor (ni para Hollywood en su conjunto, todo hay que decirlo). Si Cortina rasgada es una de sus peores películas, a pesar de alguna escena notable, la infravalorada Topaz no despertó el entusiasmo de nadie y hubo que esperar a Frenesí —ya en 1972— para encontrar un renacimiento crítico y popular del director londinense.

Desde luego, que Los pájaros figure en su filmografía justo después de Psicosis atestigua la vitalidad creativa y el amor por los desafíos que aún caracterizaban a un realizador nacido en 1899: Hitchcock no deseaba anquilosarse y el mayúsculo éxito de Psicosis le animaba a ello. En ese sentido, conviene recordar que se trataba de una película arriesgada en la que se prescinde de la música —Bernard Herrmann supervisó los sonidos electrónicos que hacen las veces de banda sonora— y no se ofrece ninguna explicación acerca de la conducta de los pájaros. Por añadidura, Hitchcock acusa la influencia de las narrativas modernistas que venían de Europa —admiraba a Antonioni— y se complace en introducir novedades en su puesta en escena; hay más tiempos muertos y un considerable grado de abstracción.

Eso no significa en absoluto que la película sea menos «hitchcockiana» que otras, pues contiene numerosos ingredientes y motivos que son típicos de su autor: el humor y la ironía, la madre posesiva, la amenaza existencial al orden cotidiano. Se trata de un suspense a la vez concreto (¿cuándo y cómo atacarán los pájaros?) y metafísico (¿por qué atacan los pájaros?). Pero basta recordar la soberbia secuencia en la que Lydia Brenner descubre el cadáver del granjero Dan, devorado por los pájaros en el interior de su dormitorio, para encontrar algunas de esas innovaciones: vemos sus ojos vaciados por los picotazos por medio de tres planos cada vez más cercanos que hacen las veces de un zoom y luego a Lydia salir de la casa gritando en silencio, sin que oigamos nada durante más de un minuto. 

«Hitchcock tenía interés por hacer una película sobre una naturaleza que se revuelve contra los seres humanos»

Tal como relata Patrick MgGilligan en su biografía del director, Hitchcock tenía interés por hacer una película sobre una naturaleza que se revuelve contra los seres humanos. Después de leer un relato de ciencia-ficción de Fredric Brown sobre un alienígena hostil que visita la Tierra, decidió adaptar Los pájaros, cuento de Daphne du Maurier del año 1952 que él mismo había incluido en una antología publicada en 1959. A la escritora británica, londinense como él, la había llevado a la pantalla en Rebeca (la mejor de sus colaboraciones con Selznick) y en Posada Jamaica (plúmbeo drama decimonónico donde Charles Laughton incurre en sus habituales excesos interpretativos).

Claro que la fidelidad a las fuentes literarias no distinguía precisamente a Hitchcock, que aquí vuelve a llevar a su terreno una historia que en el cuento original solo trata del ataque de unos pájaros sobre Cornualles visto desde la perspectiva de una familia de granjeros. Aunque en esta ocasión y contra su costumbre Hitchcock solo trabajó con un guionista, Evan Hunter, que debutaba con él y quien también escribiría Marnie, ambos desarrollan una trama bien distinta en la que juega un papel fundamental la historia de amor entre la rica socialite Melanie Daniels y el guapo abogado Mitch Brenner.

Se ha escrito mucho sobre este film extraordinario cuyos efectos visuales se nos antojan un poco anticuados, pese a la dificultad que tendría hoy asimismo representar de manera realista el ataque de las aves sobre la población de Bodega Bay. Además de un diseño de producción impecable, que incluye el vestuario de la sofisticadísima Melanie Daniels —debut de una Tippi Heddren cuyas evidentes limitaciones actorales no restan mérito a su performance— y el habitual tino del realizador para identificar los mejores escenarios, entre ellos la casa de los Brenner y el diner donde los comensales discuten sobre la naturaleza de los ataques, Hitchcock domina el tempo narrativo y recurre con su sabiduría habitual al montaje, ya sea silencioso (la famosa secuencia en la que los cuervos se agolpan detrás de Melanie Daniels), ruidoso (la secuencia en la que Daniels sufre el ataque de los pájaros en la buhardilla, que recuerda el acuchillamiento de Psicosis) o polifónico (la mencionada conversación entre Melanie, el camarero, el borracho que proclama el fin del mundo, la ornitóloga aficionada, el viajero que está de paso y la madre angustiada por sus hijos).

La rivalidad femenina es explorada por el director mediante una rigurosa planificación visual: la cámara no deja de fijarse en Lydia Brenner, posesiva madre de Mitch interpretada por la elegante Jessica Tandy, cuando le presentan a Melanie y ella percibe la amenaza que supone; más tarde, un plano del salón nos la muestra en primer plano hablando por teléfono, mientras al fondo Melanie y Mitch se comportan con enamoradiza familiaridad y terminan sentados en los dos extremos de la habitación… separados en la imagen por la silueta de la madre recelosa. Por su parte, la maestra local Annie Hayworth —interpretada por Suzanne Pleshette— decide aliarse con Melanie pese a seguir queriendo a Mitch y haber sido derrotada por Lydia años atrás.

«En pocas películas de Hitchcock se muestra con tal crudeza el conflicto en torno a un hombre deseado por más de una mujer»

Y es que en pocas películas de Hitchcock se muestra con tal crudeza el conflicto en torno a un hombre deseado por más de una mujer, si bien el tema reaparecerá en Marnie cuando veamos a la ex cuñada de Sean Connery —morena como Annie Hayworth— luchar contra una rubia que aparece de la nada. Tiene indudablemente su simbolismo perverso que Annie, habiendo perdido la batalla del emparejamiento por partida doble, primero ante la madre de Mitch y luego al verse reemplazada por una candidata más potente, termine la película muerta. Pero hay matices: Melanie fue abandonada por su madre a los 11 años y sigue dolida por ello; si parece ganar la partida a Lydia, es también porque ha ocupado su lugar a ojos de Cathy, hermana menor de Mitch. Irónicamente, habiendo invadido el hogar de los Brenner como los pájaros se lanzan sobre Bodega Bay, Melanie termina la película en brazos de Lydia y traumatizada por el ataque de los pájaros: la suya es una amarga victoria.

Este equívoco desenlace no cancela sin embargo la apuesta que Hitchcock hace una vez más por la superior fuerza del superior capital erótico, aunque en ocasiones lo haya localizado en el varón (en el Cary Grant de Con la muerte en los talones) o nos haya contado la inverosímil historia del hombre que se resiste a casarse con Grace Kelly (en La ventana indiscreta). Sobre este particular ha llamado la atención Camille Paglia en su estudio sobre Los pájaros, llamando la atención sobre la secuencia en la que Melanie Daniels telefonea al periódico de su padre para pedir que identifiquen la matrícula del hombre con el que se ha encontrado en la tienda de pájaros, ingeniándoselas a continuación para conseguir dos periquitos de urgencia y depositarlos en el salón de los Brenner después de atravesar la bahía en un fuera borda de alquiler: «Lo que me encanta de esta escena es la manera veraz en la que describe cómo las mujeres hermosas se las apañan para salirse con la suya en este mundo». Es, dice Paglia, como la fuerza de la atracción sexual suspendiese las reglas morales. Y así suele ocurrir.

En cualquier caso, la pregunta sigue en pie: ¿por qué atacan los pájaros? Desde luego, nadie lo sabe; el propio Hitchcock se resistía a dar una respuesta y alegaba no tenerla, quitando importancia al asunto pese a que llegaron miles de cartas a su oficina de la Universal preguntando al respecto. Tampoco quiso desvelarlo el escritor británico Arthur Machen —autor incluido por Borges en su famosa Biblioteca Personal— en su novela corta El terror, donde también se habla de una naturaleza que se rebela contra el ser humano y, pasado un tiempo, se aquieta de nuevo. El final de Los pájaros, que Hitchcock hubiera querido situar en un Golden Gate Bridge lleno de pájaros, es abierto: nadie sabe si las agresiones han cesado o se reanudarán, en cuyo caso, al menos de acuerdo con las cifras que ofrece la ornitóloga local, el dominio humano sobre la Tierra parecería llamado a su fin. Ya lo dice el borracho en el diner: «¡Es el fin del mundo!».

Desde luego, esta es una de las posibles interpretaciones —por si hicieran falta— de la conducta de las aves: el mundo animal o una parte del mismo se levanta contra una especie humana que se dedica a matar o capturar a otras especies con una eficacia incomparable. Al fin y al cabo, la película comienza en una pajarería donde innumerables aves de distintas especies —de gorriones a tucanes— pasan su existencia detrás de unos barrotes. Y, como señala Paglia, la opulenta figura de Melanie Daniels simboliza el dominio humano sobre la naturaleza: ataviada con joyas, con el pelo recogido hacia atrás de manera elaborada y las uñas largas pintadas, ataviada con un abrigo de pieles.

«El ataque de los pájaros sobre Bodega Bay tendría connotaciones apocalípticas y sirve como cifra de la extinción de nuestra especie»

Melanie sufre el primer ataque cuando está a punto de atracar el fuera borda y una gaviota cae sobre ella, produciéndole un corte en la arte alta de la frente; Hitchcock inserta entonces un plano extraordinario: el guante de cuero ocupa toda la pantalla y la sangre mancha su dedo índice, como si la protección de que el ser humano se dota para combatir su precariedad en este mundo hubiera empezado a desmontarse. Desde este punto de vista, el ataque de los pájaros sobre Bodega Bay tendría connotaciones apocalípticas y sirve como cifra de la extinción —hoy segura pero lejana— de nuestra especie.

Mi hipótesis, sin embargo, es otra. A saber: que la película trata sobre el amor y, en concreto, sobre la peligrosidad del amor. O, mejor dicho, sobre el enamoramiento y los riesgos que trae aparejado. Hay que tener en cuenta que la protagonista de la película es Melanie Daniels; con ella empezamos y con ella terminamos. A ella es a quien Hitchcock dedica una atención preferente, pues la mayor parte del film está contado desde su punto de vista; la única salvedad se encuentra en esos momentos en los que el narrador se fija en Lydia, quien precisamente reacciona ante la presencia de Melanie.

¿Y qué sabemos de Melanie Daniels? Además de ser una mujer hermosa, es hija de un magnate local y está acostumbrada a salirse con la suya; su frivolidad aparente queda luego en parte desmentida cuando le cuenta a Mitch que hace obras de caridad y está matriculada en «un curso de semiótica general en Berkeley», pero sobre su frivolidad pasada no queda ninguna duda: Melanie es una habitual de las gossip columns y el propio Mitch le pregunta sobre su etapa hedonista en la Roma de los paparazzis —no se mencionan, pero en 1963 se estrena también La dolce vita de Federico Fellini— y sobre el baño que según los tabloides se dio desnuda en una fuente de la capital italiana.

A estos efectos, la primera secuencia es —como mandan los cánones— reveladora. Melanie acude a la pajarería donde ha encargado dos aves exóticas y, cuando se encuentra acodada en el mostrador escribiendo una nota, un cliente recién llegado la confunde con la dependienta y le pide ayuda. Ella se siente inmediatamente atraída por él y le sigue el juego; el hombre la pone a prueba y enseguida comprendemos que él ya sabe que ella no trabaja en la tienda. Melanie lo averiguará cuando, tras escapársele un canario y sobrevolar alocadamente el establecimiento, él lo atrape con su sombrero y, devolviéndolo a su sitio, diga: «De vuelta a tu jaula dorada, Melanie Daniels». Ella se indigna, desacostumbrada a semejante trato; él reconoce que le ha gastado una broma y se marcha con gracia del lugar… no sin haber despertado el interés de Melanie, quien como se ha dicho ya obtiene de los empleados de su padre la información necesaria para perseguir a su presa.

«La película nos cuenta que el verdadero enamoramiento crea en nosotros una dependencia que puede hacernos daño»

Ocurre así que la niña mimada, habitual protagonista de escándalos morales y acostumbrada a salirse siempre con la suya, se ha enamorado de verdad; no por casualidad, se trata de alguien que se le resiste; alguien a quien tendrá que seducir. Y lo que la película nos cuenta, a la manera de una alegoría, es que el verdadero enamoramiento crea en nosotros una dependencia —un anhelo, un deseo— que puede hacernos daño; a diferencia de la vida frívola que ha llevado hasta ese momento, cuyos signos externos se despliegan ante nosotros como el plumaje de un ave del paraíso, los verdaderos sentimientos de Melanie Daniels se ponen en juego a raíz de su encuentro con Mitch Brenner. Los sucesivos ataques de los pájaros, que empiezan con su llegada a Bodega Bay y conocen un primer episodio cuando ella regresa en barca de casa de los Brenner, terminarán por destruir a Melanie Daniels: igual que las pasiones amorosas y eróticas genuinas pueden destruirnos.

Porque enamorarse es una apuesta que puede salir mal y rara vez deja de cobrarse algún tributo; Melanie parece no saberlo y se dispone —sin querer— a averiguarlo. Por el camino, perderá a picotazos la compostura: tras haberse refugiado en un coche y quedar después atrapada en una cabina de teléfono, los pájaros rasgan su elegante traje de chaqueta verde en la buhardilla, haciéndola sangrar y conduciéndola al más completo de los aturdimientos. Nuestra heroína abandona de los Brenner la casa en estado catatónico, privado su rostro ya del maquillaje que lo adornaba. Lo que sucede en pantalla es así para ella un proceso de aprendizaje que, a diferencia de lo que sucede con el Roger Thornill de Con la muerte en los talones, no culmina con ella convertida en adulta sino en su destrucción por unas fuerzas —las pasiones que ha despertado su encuentro azaroso con Mitch— superiores a las suyas. Recordemos esa secuencia prodigiosa en la que los personajes se acurrucan en los rincones del salón mientras los pájaros se abalanzan sobre la casa cerrada a cal y canto; como si cada uno de ellos agitara las manos para espantar sus miedos.

Así que los pájaros de Hitchcock, que a tantas interpretaciones simbólicas o alegóricas se prestan sin por lo demás necesitarlas, bien pueden representar una advertencia sobre la potencia destructiva de nuestras pasiones; unas pasiones a las que Melanie Daniels se había creído inmune debido a su fortuna y su belleza. Y si bien esta lectura de Los pájaros puede considerarse un exceso hermenéutico, pues la película no dice abiertamente nada de eso ni necesita de hipótesis semejantes para subyugarnos y sobrecogernos, tampoco se inventa nada: entra dentro de las posibilidades alegóricas contenidas en aquello que se nos narra y es coherente con la naturaleza del personaje principal, esa Melanie Daniels que sale de su jaula dorada y pierde la batalla contra el mundo.

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