The Objective
Manuel Arias Maldonado

Estrellas y actores: en la muerte de Robert Redford

«Era un icono de la cultura popular de la que además ha formado parte —como su amigo Paul Newman— en calidad de varón carismático de belleza insuperable»

Rancho Notorious
Estrellas y actores: en la muerte de Robert Redford

Ilustración de Alejandra Svriz.

En cuanto se supo que Robert Redford había fallecido en su rancho de Utah a los 89 años de edad, las redes sociales se llenaron de comentarios y los periódicos sacaron de la nevera sus obituarios. A diferencia de lo que sucedió con David Lynch, placer de inmensas minorías, Redford era una estrella con mayúsculas: un hombre de incomparable atractivo que filmó numerosos éxitos durante la etapa post-clásica de Hollywood y se las apañó para engrandecer su leyenda fundando el Festival de Sundance y defendiendo un buen número de causas progresistas.

Por desgracia, los aficionados al cine llorarán sin pausa durante los próximos años: además de intérpretes que llegaron a trabajar en el Hollywood de los años 50, como Kim Novak y Eva-Marie Saint, son ya vigorosos ancianos Francis Ford Coppola, Brian de Palma, Martin Scorsese, Robert de Niro, Jack Nicholson, Clint Eastwood o Al Pacino. ¡Spielberg tiene 78! Pronto nos quedaremos solos y la muerte de Claudia Cardinale —maravillosa actriz que nos ha dejado a los 87 años— nos lo ha vuelto a recordar.

Ahora bien: los realizadores y actores norteamericanos que acabo de citar cuentan con una sólida reputación  artística; el debate sobre su larga carrera se limitará a los matices o será objeto de reproches menores. Sin embargo, el caso de Robert Redford permite abrir una discusión interesante. Porque Redford ha sido un actor conocido universalmente, encarnando a personajes protagonistas en filmes extraordinariamente populares: baste citar Memorias de África para evocar suspiros de sobremesa en hogares de medio mundo. En otras palabras, Redford ha sido actor de cine y estrella de Hollywood o viceversa; un icono de la cultura popular de la que además ha formado parte —como su amigo Paul Newman— en calidad de varón carismático de belleza insuperable.

Y de ahí que introdujese sin remedio en sus películas un elemento de fantasía: todos sus personajes padecían un problema de verosimilitud derivado de su gran atractivo. Se ha recordado estos días que Mike Nichols le hizo saber que no podía interpretar al protagonista de El graduado: jamás podría encarnar de manera creíble a un perdedor con las mujeres. Naturalmente, el espectador de cine ha aprendido a lidiar con la superabundancia de varones atractivos en pantalla: de Valentino a Clooney. Aunque eso no significa que todos ellos sean actores de la misma calidad, ni que todos hayan exhibido el mismo talento interpretativo. Pero la preferencia de Hollywood por los más guapos no ha cambiado mucho a lo largo de las décadas: difícilmente hablaríamos de la «fábrica de sueños» si no hubiéramos podido disfrutar, en la paradójica intimidad de la sala de cine, del superior atractivo de las estrellas.

Además de una estrella, Redford era un actor; quería ser un actor y no solamente una estrella. Pero ¿qué clase de actor era? Y, sobre todo, ¿al servicio de qué películas puso el enorme poder de decisión que le proporcionaba su condición estelar? Recordemos que una estrella cinematográfica se distingue por su capacidad para atraer grandes masas de espectadores. Y dado que el cine hollywoodense ha solido necesitar de tales masas para el sostenimiento de la industria, la estrella goza de una considerable influencia; lo que no significa que pueda decidir por sí solo qué cine se hace o deja de hacerse.

«Hay en su filmografía filmes notables, así como muy populares y proyectos interesantes, pero no abunda en grandes películas»

De hecho, la estrella interesada en hacer proyectos personales que se diferencien del puro vehículo comercial habrá de buscar aliados, en especial productores dispuestos a financiar esos filmes y realizadores que compartan su visión artística. Más a menudo, es el realizador quien atesora esa visión y establece alianzas con intérpretes de prestigio: Scorsese con De Niro, Coppola con Al Pacino, Paul Thomas Anderson con Leonardo Di Caprio. Si nos remontamos al periodo clásico, tenemos al Capra que trabaja con Gary Gooper, al Hitchcok que se alía con Cary Grant y James Stewart, la serie de westerns que este último hace con Anthony Mann o las colaboraciones entre John Ford y Henry Fonda o John Wayne; en Europa, por ejemplo, Delon fue habitual de Melville y Belmondo de Godard.

Ahí es donde el caso Redford se vuelve controvertido, ya que su carrera no abunda en grandes películas. Hay en su filmografía películas notables, así como filmes muy populares y proyectos interesantes. Pero nos engañaremos si aplaudimos El golpe, Tal como éramos o Dos hombres y un destino como obras de categoría superior; aunque naturalmente se pase con ellas un buen rato y ejemplifiquen un tipo de producción que Hollywood, lamentablemente, parece haber descuidado en los últimos años. Tal vez yo me equivoque; habrá quien sostenga que Tal como éramos es un melodrama formidable o que Dos hombres y un destino debe ser considerado un western superlativo. Pero no parece fácil encontrar criterios objetivos con arreglo a los cuales decidir al respecto; en materia de gusto, solo cabe presentar argumentos y entablar debate. Y huelga decir que uno puede disfrutar de esas películas sin por ello considerarlas magistrales o sobresalientes; igual que se puede disfrutar de Redford sin verse obligado a aplaudir todas sus interpretaciones. Sin introducir matices, estamos perdidos.

En todo caso, hay debate. Richard Brody, crítico del New Yorker, ha escrito que la sostenida voluntad de Redford de hacer películas valiosas contrasta con su gusto al elegir los proyectos en los que se embarcaba. Y añade: «Su filmografía no está a la altura de sus intenciones. ¿Ha habido algún otro gran actor que haya trabajado con tan pocos grandes directores?». En esto, no parece faltarle razón: Redford trabajó ante todo con Sidney Pollack, participando además en dos películas de George Roy Hill y otras dos de Michael Ritchie; hizo una con Alan J. Pakula, Jack Clayton, Arthur Penn, Stuart Rosenberg, Abraham Polonsky, Tony Scott o David Lowery.

Es llamativo el contraste con su amigo y compañero de generación Paul Newman, quien pese a algunas querencias discutibles —su apego a Martin Ritt o al mencionado Stuart Rosenberg— se las apañó para rodar con Alfred Hitchcock, Otto Preminger, Robert Altman, Robert Rossen, Martin Scorsese, John Huston o David Mamet; aunque tampoco la suya es una filmografía deslumbrante. No fue culpa de ninguno de los dos que el cine estadounidense de los 60 sea, con las debidas excepciones, más bien flojo. Pero el caso es que Redford permaneció ajeno al Nuevo Hollywood —nutrido de actores como De Niro, Pacino, Nicholson o Hackman— y optó por una versión «higienizada» del séptimo arte donde su aguda conciencia social progresista rara vez desembocaba en filmes moral o formalmente arriesgados.

«Cuesta imaginar a Redford sufriendo penurias en ‘Midnight Cowboy’ ‘o enganchándose a la heroína en Needle Park’»

Aunque se trate de criaturas distintas, Redford nunca se la jugó a la manera de Brando en El último tango en París, pese a que también este último provenía del Holywood clásico; quizá porque, como le dijo Nicholas a cuenta de El graduado, su genuino atractivo —menos salvaje que el de Brando— limitaba el tipo de personajes a los que podía encarnar. Cuesta imaginar a Redford sufriendo penurias en Midnight Cowboy o enganchándose a la heroína en Needle Park; enamorar a Barbara Streisand en Tal como éramos, donde el espectador disfruta de una genuina química entre ambos intérpretes pese a la implausibilidad de la trama, se nos antoja más apropiado. Y no es casualidad que hiciera pareja con Hoffmann en Todos los hombres del presidente, impulsada por el propio Redford: dos reporteros irresisitibles hubieran conducido la película hacia el terreno del artificio, como sucede con El golpe o Dos hombres y un destino, convirtiendo su glamurizada idealización del oficio periodístico en algo ya difícilmente soportable.

Mis películas favoritas de Redford son Los tres días del cóndor, un thriller conspirativo que se hubiera beneficiado de una dirección menos atildada; sus desencantadas incursiones en el mundo del deporte (Downhill Racer) y la política (El candidato) de la mano de Michael Ritchie; y esa irónica elegía final que es The Old Man and the Gun, dirigida por David Lowery. También brilla en dos westerns tan distintos como Jeremiah Johnson, lectura edulcorada del aislamiento montaraz de un solitario, y El valle del fugitivo, regreso al cine de Abraham Polonsky tras su defenestración a manos del macartismo que, pese a sus obvios defectos, presenta una visión descarnada del viejo Oeste y denuncia el racismo sin convertir al indio en un sujeto necesariamente agradable.

Es verdad que Redford está casi siempre bien, aunque raras veces deslumbre. A menudo le fallan unas películas que suelen encuadrarse dentro de una cierta tradición del cine americano donde la «calidad» es sinónimo de acomodamiento. Su virtud era también una limitación: Redford, como señalaba Pauline Kael a la altura de 1970, era reacio a cualquier «inflación sentimental» y de ahí que evitase esos movimientos «actorales» que buscan impresionar al público más impresionable; la contrapartida de su apuesta por la presencia frente a la gestualidad es una ocasional falta de expresividad y una cierta rigidez que parece incompatible con el humor.

Decía Kael ese mismo año que Redford se había convertido en una estrella sin haber tenido aún un solo buen papel; en su famoso diccionario biográfico, David Thomson opina que esa promesa temprana nunca llegó a realizarse. Y escribe: «Hay una cierta contención en Redford que se resiste a la exploración del humor o la cólera e incluso el sexo, desafíos que parecen estar a su alcance». Al buen cine que Redford dirigió —Gente corriente o Quiz Show— le sucede algo parecido: suele ser competente y solo a veces resulta atrevido o brillante. Pero entiendo que haya quien lo tenga en mejor consideración y, en todo caso, hay que aplaudir un cine que explora genuinos conflictos humanos pese a dirigirse al gran público.

«El cine es inconcebible sin sus intérpretes. Y los actores son con frecuencia los mismos una y otra vez: Redford hizo 115 películas»

Pero la muerte del actor nos pone asimismo delante de un interrogante difícil de responder: ¿qué es un buen actor? El crítico y realizador francés Luc Mollet escribió un libro titulado La política de los actores —publicado en España por Athenaica— donde defiende que la politique des auteurs es incompleta si no se reconoce que también los actores, y no solo los directores, son «autores» de sus películas. Tiene razón: a diferencia de lo que sucede cuando leemos una novela, donde el personaje carece de una encarnación concreta, el cine es inconcebible sin sus intérpretes. Y al igual que sucede en el teatro, los actores son con frecuencia los mismos una y otra vez: Redford hizo 115 películas.

Así que el espectador debe aceptar que Redford sea tan pronto un periodista aguerrido como un sheriff desganado y esa recurrencia termina por convertirse en uno de los placeres del cine, arte popular por excelencia, ya que disfrutamos reconociendo al actor aun cuando lo separamos del personaje ¡sin poder disociarlos del todo! De ahí que haya un star-system; que haya un star-system en cualquier país. Y eso pese a que lo más «natural» sería que cada nueva película fuese protagonizada por actores desconocidos, a fin de reforzar la verosimilitud del mundo representado en ellas. Pero no es así como funcionan las cosas y solo un puñado de directores de renombre han tomado ese camino; explicar a un productor que se desea hacer un film protagonizado por un sujeto anónimo será considerado por este como un insulto o una broma.

Hablar con detalle de actores e interpretaciones, sin embargo, no es sencillo. Rara vez decimos que un actor está mal; la mayoría de ellos nos parecen competentes. Y solo cuando alguien está verdaderamente mal, porque carece de talento o se le ha asignado un papel inapropiado, su fracaso salta a la vista. Asunto distinto es que tengamos querencia por intérpretes particulares que nos gustan especialmente cuando los vemos en pantalla, ya sea por el tipo de películas que hacen o por la época en que se hicieron o porque poseen un atractivo que nos resulta irresistible o por todo ello a la vez: de John Wayne a Lino Ventura, de Ingrid Bergman a Catherine Deneuve.

Porque cada intérprete tiene su maniera, una forma de interpretar su papel o simplemente estar en pantalla que guarda relación con su aspecto físico y deriva de su manera de moverse, hablar o gesticular; pensemos en Sterling Hayden o Philip Seymour Hoffmann, en Bette Davis o Shelley Duvall. ¿Acaso no puede decirse que todos los actores, de alguna manera, hacen siempre de sí mismos? Es difícil ser otro.

«Redford se inscribe en la tradición de la sobriedad que tiende a la naturalidad; y hace bien»

Por lo demás, la contención expresiva suele funcionar mejor que el histrionismo en la gran pantalla, a pesar de que el gran gesticulador se lleva con frecuencia los galardones. Moullet sugirió con agudeza que el underplaying es dominante en el cine norteamericano debido a la cualidad tardía del teatro nacional en ese país: el estilo de actuación en el cine americano de la época clásica está basado en la sobriedad, con excepciones como el John Barrymore de Twentieth Century, cosa que cambiará con la introducción del famoso «método». Redford, sin embargo, se inscribe en esa tradición de la sobriedad que tiende a la naturalidad; y hace bien. Claro que no todos los personajes tienen el mismo grado de dificultad; lo que diferencia al gran actor del actor mediocre es su capacidad para interpretar de manera convincente al personaje que le toca en suerte: sugiero que no debemos pedir más. Y cuanto más complejo sea el personaje, mayor será la dificultad a la que el actor —o actriz— se enfrente.

Por otro lado, es obvio que no basta con ser guapo, aunque el tipo de carisma que se traduce en screen presence puede convertir en icono de masas a un intérprete que posea pocos registros. Siempre y cuando este sepa evitar el tipo de papeles que lo dejarían en evidencia: pocas películas sobreviven a un grave error de casting. Sobre todo, condenamos la artificiosidad del actor que nos recuerda —sin querer— que solo es un actor interpretando a un personaje; aunque en ocasiones la culpa sea del guionista que inventa un personaje imposible o del director que demanda una actuación que el actor no lleva dentro: si Redford hubiera hecho de Hoffmann en El graduado. De ahí que Ritchie lo use tan astutamente en El candidato: el político ya es él mismo una imagen fabricada y la película relata la progresiva disolución en ella del individuo idealista que quiere cambiar el mundo y comprueba que el mundo lo ha cambiado a él.

Nuestros juicios sobre los actores suelen ser superficiales, en fin, porque no pueden ser otra cosa: actuar es sacar a la superficie unos sentimientos inexistentes a través de la técnica mediante una expresividad que debe mucho a la presencia que el actor comunica con su aspecto exterior. En suma: nos gustan algunos hombres y mujeres que actúan; nos gustan los personajes que interpretan en películas que nos gustan. Y por eso podemos ver una mala película si en ella aparece uno de nuestros actores predilectos, a quien incluso perdonaremos que encarne a un personaje inverosímil. Pero si los actores que nos gustan —y no solemos ser los únicos— filmaron grandes películas a las que contribuyeron decisivamente con su presencia y talento, mejor todavía; sigamos discutiendo sobre su legado en la triste hora de su desaparición.

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