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Miguel Ángel Quintana Paz

Steven Pinker, o el feligrés de la diosa Razón

«El remedio que nos receta Pinker es mucha más racionalidad y mucha más fe en el progresismo»

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Steven Pinker, o el feligrés de la diosa Razón

Mikel Landetxea | Flickr

Steven Pinker es psicólogo. Pero hace tiempo que decidió que lo suyo no era diagnosticar a pacientes de carne y hueso. Quien está, a su juicio, de veras necesitado de tratamiento sería nuestro mundo. Y él lleva años prestándose a sanar nuestras dolencias.

¿De qué enfermedad pretende curarnos? A Pinker le sorprende que sus congéneres desdeñemos de continuo la herramienta más valiosa que, a su entender, poseemos: nuestra razón. ¿Cómo podemos ser tan necios? Contra ese mal, el remedio que nos receta Pinker es, reconozcámoslo, un tanto monótono: lo que necesitaríamos para resolver casi cualquier tipo de problema sería más racionalidad, mucha más racionalidad, y más fe, mucha más fe en el progresismo. Si estos dos asertos parecen contradictorios (anhelar más razón y más fe a la vez), Pinker cree haber resuelto tal paradoja en sus últimos libros: Los ángeles que llevamos dentro, En defensa de la Ilustración y el más reciente, Rationality: What It Is, Why It Seems Scarce, Why It Matters. En todos ellos nos explica por qué esa fe progresista y la razón son una cosa y la misma.

Dicho de manera sumaria, Pinker confía en que, si nos parásemos a analizar los logros obtenidos por la racionalidad humana, no podríamos sino caer rendidos ante su poder avasallante. ¡Son tan copiosos los dones que nos ha prestado! Televisores, medicinas, vacunas, cohetes, bombas atómicas… Con solo reparar en ellos, empezaríamos a creer en nuestra razón como vía más segura para seguir progresando ad infinitum (y tal vez más allá) por los siglos de los siglos. Solo se resisten a decir amén a esta evidencia unos pocos retrógrados (a menudo, votantes de derechas; o creyentes en cosas aún más extrañas, como Dios). Pinker, empero, baila cada vez que la razón y el progreso (encarnados en un Joe Biden, mismamente) conquistan el poder.

La paradoja que conmovió a Clemente de Alejandría, a San Agustín y San Anselmo, esto es, la de cómo conjugar razón y fe, queda pues resuelta para este canadiense dicharachero: la fe (en el progreso) y la racionalidad se hermanan a poco que contemplemos lo bien que vivimos. Y cómo ha mejorado todo desde la llegada del pensamiento ilustrado. La Razón y el Progreso son dos dioses dadivosos, y todo el mundo debería rendirse ante esa evidencia. (Y si no te rindes es que quizá no tengas tanta razón como creías, sorry to tell you).

Pese a todo lo escépticos que podamos ser con los análisis de Pinker (y pronto veremos que existen motivos para tal escepticismo), debe concedérsele que en su área, esto es, en psicología, ha sido un autor capaz de sostener tesis bien necesarias. Siempre se le recordará por la bravura con que, hace ya casi veinte años, defendió algo que hoy es aún más polémico que en su día: la tesis de que hay muchísimas cosas que heredamos con nuestros genes, para disgusto de educadores (a los que les gustaría poder cambiar todo con su labor) y de políticos (a los que les gustaría poder cambiarnos del todo con su labor).

El libro con que Pinker rompió en 2002 varias lanzas en pro de la herencia genética se titulaba La tabula rasa, expresión tomada de filósofos como Aristóteles y Locke. Y quizá fue ahí donde se le suscitó el deseo de adentrarse por sendas menos psicológicas y más filosóficas. Craso error, salvo para su cuenta corriente: el recorrido por andurriales filosóficos le ha supuesto, cierto es, cuantiosas ventas (si hay algo que gusta al gran público es que cuando te dicen que te hablan de «filosofía» te lo pongan facilito). Pero también le ha reportado escaso aprecio (eufemismo de desprecio) en las facultades consagradas a tal especialidad.

¿Por qué? Quizá todo pueda resumirse en su disparatada idea, hace poco expuesta en El Mundo, de que «aplicar la razón a las grandes cuestiones de la vida, como el origen del Universo, es una excepción histórica que arrancó en el siglo XVIII». Frase que por sí sola le valdría un suspenso rotundo en Historia de la Filosofía Antigua, Historia de la Filosofía Medieval e Historia de la Filosofía Moderna. (Ojalá alguien le cuente alguna vez una pizca de cuanto se hizo con la razón humana desde Tales de Mileto hasta Descartes o Pascal).

Por otra parte, uno de los datos favoritos que usa Pinker para demostrarnos la gran mejora que hemos vivido merced a la razón ilustrada es el descenso que, a su juicio, se va produciendo en las muertes por violencia a medida que avanza la historia. En este vídeo explica sus estadísticas de modo bien didáctico. Sin embargo, hay quien, como Nassim Nicholas Taleb, ha comparado este optimismo de Pinker al que podría sentir un pavo de Acción de Gracias: durante enero, febrero, marzo, no digamos ya abril, mayo, junio, y aún más julio, agosto, septiembre y octubre, el pavo se las promete muy felices; su dueño lo cuida y alimenta de modo que le permite engordar sin cesar. ¿No es razonable deducir que, si todo va así de bien, seguirá igual en noviembre y diciembre, e incluso unos cuantos años más? La tendencia entera de la vida del pavo así lo parece indicar.

Pero llega el cuarto jueves de noviembre y todo acaba mal para el pavo, bien para los estómagos de sus propietarios. La presunta «tendencia» al engorde no solo se acaba: es que ese final culinario es lo que justificaba que antes se hubiera tratado al pavo tan bien. De igual manera, argumenta Taleb, quizá el descenso (proporcional) en muertes que vivimos hoy día solo sea solo resultado de la amenaza nuclear; y quizá, si esta amenaza algún día se materializa, no solo se vayan al traste las estadísticas de Pinker, sino la especie humana entera, pavos de Acción de Gracias incluidos. (En favor de Pinker hay que reconocerle que, de ser así, no quedaría tampoco ningún Taleb vivo para recriminarle con un «yo ya lo dije» su error; algún malvado dirá, pues, que ahí Pinker juega a lo que los anglos llaman un win-win).

Nassim Nicholas Taleb es estadístico y le ha hecho a Pinker críticas estadísticas; algunos filósofos, como John Gray u Óscar Montalvo, le han criticado sus desatinos (ya citados) al hablar de Historia de la Filosofía o Ilustración. Otros ataques, empero, le han llegado desde la disciplina a la que se dedicaba antes de meterse en veredas filosóficas: la psicología. Aflora ahí una pregunta que es probable que ya se le haya ocurrido al lector atento: sí, es cierto que hemos progresado en esperanza de vida, en riqueza per cápita, en tasa de alfabetizados o en número de automóviles por individuo. Y que todo eso son cosas de no escaso peso para lograr luego la felicidad. Pero, quizá, deberíamos hacernos la pregunta de modo más directo: ¿hemos progresado también a la hora de ser más felices, sin más?

Los datos aquí empiezan a ser menos claros que esos otros que Pinker ama. Aunque es difícil hacer estadísticas sobre nada menos que «la felicidad del mundo», sí las conocemos sobre asuntos que se dirían bien relacionados con ella. Por ejemplo, el uso de drogas (legales o ilegales) no ha dejado de aumentar en todo el orbe durante las últimas décadas. ¿Acaso tenemos vidas más largas, sí, pero también más narcotizadas?

Otro asunto que gente como Pinker tiende a olvidar, pero no así literatos como Dostoievski o Muray, es el tipo de vida del que disfrutamos. ¿Cunden a nuestro derredor las existencias repletas de sentido, de gente capaz de contemplar sus días y decir desde el fondo de su alma «sí, así es, y así lo quiero»? ¿O gustamos más bien de un bienestar bobalicón, de cierta calma chicha, amodorrados por nuestra renta per cápita, nuestros automóviles y nuestra calefacción (o, al menos, la calefacción de que disponíamos antes de este invierno de precios álgidos)? «La felicidad en gente inteligente es lo más raro que conozco», afirmó otro novelista, Ernest Hemingway. De ser eso así, el empeño de Pinker por hacernos más y más racionales andaría algo desencaminado si es que así pretende volvernos más felices también.

Es, en suma, una pena que Pinker desdeñe todo lo que la razón humana cultivó durante los milenios precedentes al siglo XVIII. Si hubiese mirado hacia ellos para algo más que despreciarlos «por no aplicar la razón a las grandes cuestiones de la vida», habría hallado que estas preguntas sobre la verdadera felicidad, sobre su diferencia con el mero bienestar, estos interrogantes sobre la relación entre lo feliz y lo racional o sobre el progreso, vienen dando vueltas a la cabeza humana desde que se inventara la escritura (y probablemente desde antes, aunque no nos hayan quedado testimonios de ello).

«Entonces pensé: ‘Si el tonto termina igual que yo, ¿de qué sirve la sabiduría? ¿Qué he ganado con esforzarme tanto por ser sabio?’. Me di cuenta de que ese esfuerzo tampoco tiene sentido. Pues tanto el sabio como el tonto van a morir y nadie se acordará de ninguno de ellos: vienen por tanto a ser lo mismo». Así reflexionaba el judío Qohélet (autor del libro bíblico del Eclesiastés) siglos antes de nuestra era. Pinker, tan ocupado como anda con sus estadísticas, no nos ha proporcionado aún una respuesta a esa pregunta: ¿de qué sirve el progreso de la humanidad, de qué nos sirve ser racionales, si al final tú y yo, Pinker, estaremos muertos, si al final todos lo estarán, y nada importará ya a nadie? Ni siquiera a Taleb.

Y es que a veces uno tiene la sensación de que Steven Pinker no se ha enterado de eso: de que pronto (casi siempre es demasiado pronto) se va a morir.

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