Todos somos Herralde
«La última vez que bailé aquí fue el día de mi boda y ahora, cuando levanto la mirada desde el suelo de la madurez más y más miope, solo puedo sonreír al descubrirme acompañado de muchísimos de los amigos que desde entonces he sumado a mi vida»
Baila mal. Mal, pero muy mal. Al menos el adversario –el maldito escritor que ha escrito algunos de los puñeteros libros que yo soñaría escribir– baila rematadamente mal. Es un consuelo y me lo repito y lo consigno aquí como quien imagina la peor de las calumnias, pero en realidad no paso de ser la penosa víctima de una envidia descarada que no consigue ser ni vil. A medianoche una mujer de rojo, tan elegante como jovial, baja las escaleras del salón principal y llega a la sala de baile que está en el sótano del local. Controla la situación con una mirada rápida mientras sigue arrastrando, con seguridad matriarcal y empresarial, al escritor y lo clava en el centro de la pista. Todos atentos. Empiezan a bailar. Y por suerte, porque ya sería el colmo, él solo sabe agitar las extremidades sin mucho estilo y no logra coordinarlas con el ritmo de la canción. Emmanuel Carrére —lo he releído, lo he plagiado, lo he enseñado— baila como un pulpo.
Estoy por dejar la última copa en la barra, subir las escaleras saltando peldaños de alegría e ir al extremo de la sala donde desde hace un par de horas los cortesanos hemos ido a rendir pleitesía al último mohicano. “Vale, Carrére es muy bueno, pero Lali baila mejor”. No me atrevo porque, claro, he malbaratado ya los instantes que el Capitán, feliz, concedía a cualquiera que se le acercase. Algunos se sentaban a su lado y la mayoría manteníamos la conversación con él de pie. Es un mago. Para todos tenía un detalle personal, espolvoreado con esa ironía mordaz con la que se burla de ti y al mismo tiempo logra convertirte en cómplice de su galaxia de felicidad. Y ni hoy perdona. Le digo que me ha conmocionado El colgajo, pero él recuerda la reseña del libro que publiqué el sábado y, ya ves, quiere que conste en acta que la leyó y que busco algún adjetivo calificativo descomunal en el texto y que no lo encontró.
Me quedo bailando como hacía años que no bailaba. ¿A quién le importa lo que yo haga? La última vez que bailé aquí fue el día de mi boda y ahora, cuando levanto la mirada desde el suelo de la madurez más y más miope, solo puedo sonreír al descubrirme acompañado de muchísimos de los amigos que desde entonces he sumado a mi vida. Jordi, Luis, Isabel, Nacho… Compañeros de viaje. Nunca había bailado con ellos hasta hoy y, mientras pasan los minutos y se encadenan las melodías, me entra el pánico de sufrir una sobredosis de felicidad. “I jo em vull morir”, canta Jaume Sisa —que está aquí y que acaba de publicar todos sus textos en dos volúmenes galácticos—, “que no deu ser bo de ser tan feliç”. Tengo que irme.
Al despedirme le doy un par de besos a Ada Colau, me presentan a un librero de Pamplona que quiere charlar conmigo sobre Gaziel (¡no sabe, pobre, los minutos que le esperan!), Miguel Aguilar ya deja de reñirme, Kiko Amat se vuelve a cachondear de mí y nos abrazamos con mi editor, Juan Cerezo. Veo cómo me mira, sigiloso, como si fuera otro adversario, mi vecino Ignacio Martínez de Pisón. “Amat, vas a ser muy importante”, me dice, “llegarás a President de la Generalitat”. El sigilo se transforma de inmediato en su desbordante ironía y estoy a punto de proponerle, para salvar al país, que organicemos una candidatura de partidarios de la felicidad. Aquí encontraríamos decenas de militantes. Tengo lema de campaña: “Todos somos Jorge Herralde”. El programa nos lo dan al salir: es el catálogo de Anagrama. Duerme l’Eixample. El invierno postnuclear ha terminado.