THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Vidas ocultas

«Nadie permanece indemne a su propia época»

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Vidas ocultas

Niels Steeman | Unsplash

Cuenta Gregorio Magno que san Benito, tras el intento de envenenamiento que sufrió en Vicovaro, decidió retirarse a la soledad del yermo y llevar una vida oculta. Deseaba “habitar consigo” y encontrarse a sí mismo en el seno de su intimidad. Se trata de un impulso muy antiguo, que hallamos en todas las culturas y religiones. El mundo ofrece el reino de los sentidos, al igual que la política –y el poder– ofrece el dominio de la mentira, pero es en la vida recogida donde se transparenta una realidad más honda y también más alta. En su maravilloso ensayo Lost in Thought. The Hidden Pleasures of an Intellectual Life, Zena Hitz, profesora del St. John’s College, reflexiona sobre el evidente arco de tensión que se tiende entre lo social y lo personal, entre lo externo y lo interno, entre la gravedad acuciante del tiempo y las verdades últimas.  

San Agustín –explica Hitz– distinguía entre dos tipos de lujuria o, si se prefiere, entre dos tipos de amores. Es importante saber qué amamos realmente, porque el hombre entrega su libertad a lo que ama, ya sea la familia, el prójimo, la poesía, el poder o el dinero. Adaptando la conocida frase joánica, se podría decir que no sólo Dios es amor, sino que el amor es Dios o, al menos, nuestro dios particular. Así, para el obispo africano, la curiositas se refería a la “lujuria de los ojos” –la pasión de los sentidos–, mientras que la studiositas representaba la “lujuria del saber”. Hitz actualiza el lenguaje agustiniano y traduce ambas locuciones como “amor al espectáculo” y “amor al saber”. La deducción lógica es que la sabiduría exige no tanto someterse a la tiranía de los sentidos como aprender a mirar desde el recogimiento.

No creo tampoco que vivamos tiempos muy distintos a los de Agustín de Hipona o a los de Benito de Nursia. Hoy como ayer, rige una cultura del espectáculo que ha suplantado el cuidado exigente por la exacerbación de las pasiones y la lógica moralista de la ira. Hoy como ayer, la lujuria inconsciente de las imágenes y la vulgaridad de los relatos demagógicos permean el lenguaje de la política, como un torbellino que gira sin control propiciando la sobrexcitación del pueblo. Nos agrade o no, es un espectáculo en el que todos participamos de algún modo, unas veces como espectadores pasivos, otras de forma más activa. Nadie permanece indemne a su propia época.

Pero no cabe olvidar que nada es nuevo y que la humanidad reside en el fruto que da, es decir, que depende del altar en donde uno deposita su amor. No es lo mismo amar la verdad que amar la mentira, como no es lo mismo recrearse en el placer de la superficialidad que esforzarse por alumbrar lo elevado. No es lo mismo que un gobierno se dedique a halagar a los votantes, confundiendo sus caprichos con la voluntad soberana, que tratar a los ciudadanos como adultos y exigirles su responsabilidad. No es igual una escuela que enseñe la lengua de los reyes –ese empeño de la república francesa, según explica Pierre Manent– a otra que utilice una neolengua ideológica o que aplauda la chabacanería y la vulgaridad. No, no es lo mismo.

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