Ni ingrato ni mentiroso
¿Cómo le sabe la vida a quien ya sabe de qué va?
La pregunta asume que la vida posee un sabor propio y distinto de las cosas particulares que se encuentra uno en ella. Y sugiere que, dada su esquiva y difusa naturaleza –vida como totalidad de la experiencia humana en perpetuo devenir-, no basta un ejercicio ordinario del gusto para captar su sabor, sino que se requiere un sentido más afinado, artísticamente educado, que sólo el paso del tiempo concede. Cuando todas estas circunstancias concurren, entonces el sabor de la vida se convierte en un saber.
La conciencia se asoma al mundo a través de cinco ventanas: vista, oído, tacto, gusto y olfato. Vemos, oímos, palpamos, saboreamos, olemos: las sensaciones nos suministran noticias del mundo exterior y nos informan de las propiedades que poseen las cosas que lo pueblan. Pero cuando la información se va acumulando, registrando y catalogando en la conciencia, ésta destila un conocimiento que trasciende el objeto concreto y que remite a un saber más general, abarcador de la realidad en su conjunto. Una cosa es oír y otra tener oído para la música; una, oler y, otra, tener olfato para la vida; una, degustar un plato y, otra, tener buen gusto para elegir objetos bellos o conducirse con elegancia; una, tocar un objeto y, otra, tener tacto para maniobrar en el mundo social; una, es ver y, otra, tener una visión o ser un visionario. Nótese el deslizamiento: desde el tener un sentido (sensual) para las cosas hasta que las cosas tengan o no sentido (simbólico). Los segundos elementos de cada uno de estos pares –ese tener gusto, tacto, olfato, oído o visión- nacen de una habilidad, un sentido no sensualista sino comunitario, en suma, un arte sobre cómo comportarse con acierto y oportunidad -¡con buen sentido!- en las sutilezas de la vida, tras haber depurado un conocimiento educado sobre su funcionamiento.
«El sabio por excelencia sería un maestro perfumero que ha cultivado un sentido espiritual para captar la esencia invisible de las cosas.»
El descrito deslizamiento de la sensación sensitiva hacia sabiduría abstracta ya se obra en la ambigüedad misma de la palabra “esencia”, que pertenece al reino físico de los olores exquisitos al mismo tiempo que al reino metafísico del ser. Designamos con “esencia” tanto un aroma muy concentrado que halaga nuestro olfato –esencia de un perfume- como, también, la naturaleza permanente y paradigmática de un objeto –la esencia de una mesa o de un triángulo-, aprehendida mediante un proceso intelectual que redunda en un conocimiento científico y culmina en una definición lingüística. Desde esta perspectiva, el sabio por excelencia sería un maestro perfumero que ha cultivado un sentido espiritual para captar la esencia invisible de las cosas.
Un deslizamiento paralelo de lo sensible a lo invisible es advertido por Ortega y Gasset en el sentido del gusto. Observa lo siguiente en una nota a pie de página de su gran libro La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva:
“La vida es una realidad de mil nombres y lo es porque consistiendo originariamente en un cierto sabor o temple -lo que Dilthey llama Lebensgefühl y Heidegger Befindlichkeit-, ese sabor no es único sino precisamente miriádico. A lo largo de su vida le va sabiendo su vivir a todo hombre con los más diversos y antagónicos sabores. De otro modo, el fenómeno radical “vida” no sería el enigma que es”.
Degusto algunas cosas, otras me producen disgusto y todas me dejan un cierto regusto cuando ya he dejado de gustarlas. El universo del sabor admite conjugaciones análogas: saboreo algo sabroso en tanto que lo que no lo es me parece insípido o deja resabios en mi paladar. El lenguaje permite un salto de significados desde las cosas particulares a los dominios de la experiencia humana: se dice que un negocio va a su sabor si progresa conforme al gusto del interesado mientras que en caso contrario el mencionado acumula sinsabores que le dejan mal sabor de boca.
La nota orteguiana añade a lo anterior dos matices. El primero, que también la vida en general –la totalidad de la experiencia, no ya cosas o experiencias particulares- segrega un saborcillo reconocible para el paladar artísticamente entrenado para percibirlo. Así, hablamos de “la dulzura de vivir” o de “la sal de la vida”. El segundo, que ese sabor emanado por la vida no permanece siempre el mismo, sino que muta en las sucesivas edades del hombre y de la mujer, a quienes no les sabe la vida igual a los quince que a los cincuenta.
Y, fuera ya de la nota orteguiana, se añade ahora de propia cosecha una tercera precisión: esa sucesión de cambiantes sabores que va dando la vida a través del tiempo deja en la persona de muchas experiencias el poso de un cierto “sabor de boca” final, un sabor de sabores que constituye un auténtico saber. Los sabores múltiples se purifican como a través de un filtro y, así decantados, dan como resultado una sabiduría quintaesenciada: el saber de la experiencia de la vida.
La experiencia de la vida confirma a su poseedor y le hace sentir con un escalofrío el imperio de la muerte sobre los vastos paisajes del mundo sublunar, que sufre la injuria del tiempo. Todo, todo lo viviente sin excepción, degenera más tarde o temprano, tocado por un principio de corruptibilidad universal. Aquí reside la más importante diferencia entre la primera lectura del Libro de la Vida allá en la temprana juventud y su relectura a partir de los cincuenta, cuando uno ya se ha informado sobradamente del “sucio secreto”. La primera lectura estuvo empañada por la patética de los anhelos y por el horizonte de un manantial de tiempo disponible aparentemente inagotable. Ahora, en la relectura, el lector se halla demasiado persuadido de que la vida, en sí misma, no tiene sentido, un sentido que perdure, porque el que quisiera darle sería tan corruptible como él mismo. Ahora, el lector, en fin, no sólo es más consciente que antes de la muerte sino que se sabe más cerca de ella. Nacemos sin saber nada y cuando envejecemos, tras muchas experiencias, sólo alcanzamos a saber un poco sobre la Nada.
«Los sabores múltiples se purifican como a través de un filtro y, así decantados, dan como resultado una sabiduría quintaesenciada: el saber de la experiencia de la vida.»
La vida no tiene sentido pero sí tiene dignidad. La muerte destruye la vida humana pero, al mismo tiempo, paradójicamente, hace brotar en su seno todos los bienes que hacen la vida digna de ser vivida. La conciencia de nuestra naturaleza efímera, vulnerable y menesterosa, permanentemente amenazada por una muerte inexorable, despierta en nosotros un deseo primario de supervivencia y libera unas irresistibles energías creadoras puestas al servicio de la construcción de una segunda naturaleza (simbólica) que perfecciona la primera (material), en perpetuo peligro, haciéndola más bella, más justa, más significativa, en suma, más humana. He aquí el origen de la cultura: la invención de una naturaleza mejor al abrigo de la muerte, una naturaleza civilizada a imagen de la dignidad humana, ese diamante indestructible, que recuerda a los hombres su elevada condición moral y, con la evidencia luminosa de lo excelente, les exhorta a dignificar su vida. De modo que quien tiene experiencia de la vida porque ya ha sido testigo de la acción deletérea de la muerte sobre todas las cosas se halla en mejor posición que antes para comprender el origen último y la verdadera razón de ser de la cultura, que no es calmar la sed de entretenimiento y de espectáculo, sino servir de espejo de una dignidad diamantina que no envejece.
¿Cómo le sabe la vida al que ya sabe cómo funciona? Sabor a diamante y a ceniza, como la vida misma, que fluye entre las orillas de la corrupción y la dignidad. ¿Qué decir, en último término, de la vida en general? Lo que a la vuelta de Rusia contestó Diderot tras ser preguntado sobre Catalina La Grande:
“Sería un ingrato si hablara mal de ella, un mentiroso si hablara bien”.