La pregunta -todavía- de Dios
Toda religión hace referencia a algo que sucedió antes del tiempo y que puso en marcha el tiempo.
Toda religión hace referencia a algo que sucedió antes del tiempo y que puso en marcha el tiempo. Al cabo, ese acontecimiento toma forma de relato, de mito, y su fuerza es tan poderosa, su onda expansiva tan duradera, que influye no sólo en la comunidad que ese acontecimiento ha fundado, sino en los destinos de cada hombre, a los que determina con la instauración de reglas, modelos, costumbres, etc.
La religión es y será siempre, desde el principio hasta el final de la Historia, algo omnipresente, algo que no podemos evitar, de lo que no podemos desprendernos a la hora de observar e interpretar el mundo y a nosotros mismos. Por eso, para alguien nacido en una comunidad determinada salir de las coordenadas que la religión impone a dicha comunidad es una tarea inútil e irrealizable, una pura ilusión.
En buena medida, gran parte de la violencia verbal, de la agresividad, que genera hoy el cristianismo procede de esta incapacidad para escapar de él.
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En los libros sagrados la prohibición de pronunciar el nombre de Dios, de nombrar a Dios, remite a la imposibilidad de encerrar en una definición o en un concepto lo fundamental de toda experiencia religiosa.
«Para el hombre no hay escapatoria: si quiere acercarse a Dios, tiene que haber matado antes a muchos dioses».
La palabra Dios es un sustantivo que elude cualquier predicado. En verdad, la palabra Dios sólo nos sirve para hacernos la ilusión de comprender, de saber lo que decimos. Pero de Dios no se puede decir nada. Ni siquiera lo que es determinante para cualquier realidad: que existe. Porque si Dios existiera no sería Dios, ya que Dios está más allá de la existencia. Dios es lo que hace que todo esto –hombre, naturaleza, sociedad…- exista. Pero Dios, estrictamente, no existe. Dios es y su forma de ser es entregarse a escondidas, retirarse para que ascendamos en amor y experimentemos la libertad. Para que concluyamos la Creación.
Si la música sólo dice de esa experiencia cháchara y ruido, cuánto más esa palabra, Dios, que tan rastreramente hemos utilizado, aprovechado, manchado.
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En último término, Dios vendría ser esa oscuridad con la que el hombre forja sus dioses. Por eso, en toda religión es inevitable que haya muchas mentiras, pero flotando en la mismísima verdad. Una verdad que es ese misterio de fondo, esa plenitud muda e interrogante que a veces nos sobrecoge en cualquier momento, cuando sentimos que todo parece envuelto en una misericordia anterior al mundo y cuando el amor que nos inflama resulta tan desconocido y loco, que sólo podría contentarse con lo inconcebible.
El hombre se siente, a veces, ahí, al borde de Dios, y cuanto más cerca está de ese misterio, más se le revela como entrega y huida, como un deber que se le impone, no en virtud de su omnipotencia, sino de su fragilidad.
Sólo desde esta experiencia, que es renuncia de uno mismo y de sus pasiones, que es sentir el centro de uno mismo en Otro y en los otros, puede levantar el hombre un orden moral con garantías, una ciudad.
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El hombre es esencialmente un negador de Dios. Desde siempre y en toda época. Si esto le puede parecer insostenible a cualquier historiador, a cualquier sociólogo, es porque la manera más habitual en que el hombre ha ejercido esta negación ha sido creando un dios a su medida.
«Creer en Dios debería ser siempre la consecuencia de haberse buscado a uno mismo».
Hay quien cree en Dios porque no puede admitir -y por tanto soportar- la inmensa responsabilidad de ser hombre, el misterio y el silencio que pesa sobre nosotros. Y cree para protegerse de Dios, para poder respirar. Son los que creen que creen. Los que para no tener que mirar la cruz -el sufrimiento humano en toda su enormidad y horror que significa la cruz- se hinchan de aire o se limpian bajo aspersores de agua bendita.
El hombre que siente la llamada de lo religioso como algo irrenunciable, siempre, a lo largo de los tiempos, se ha visto obligado a vivir una doble soledad: la de sentirse sólo ante Dios y la de sentirse solo en un mundo que ha prescindido de Dios.
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El desengaño, que muerde en cada una de las aspiraciones sucesivas con que el hombre se mantiene, es la constatación de que todos sus deseos y anhelos son mentira; que es Dios lo que el hombre busca y persigue en todo, creyendo que busca y persigue otras cosas.
Para el hombre no hay escapatoria: si quiere acercarse a Dios, tiene que haber matado antes a muchos dioses.
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Creer en Dios debería ser siempre la consecuencia de haberse buscado a uno mismo.
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Dios es la única pregunta que, sin tener respuesta, actúa como respuesta.
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Dios es eso que, al ser extremadamente puro, extremadamente… humilde, renuncia a afirmarse, renuncia a expresarse por sí mismo; y sólo en un acto de generosidad absoluta nos concede, a veces, la palabra: se deja expresar mediante la belleza.
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Cuando Dios está cerca, se sabe que la muerte no es nada. Que lo terrible es todo aquello –abstracciones, estructuras, divinidades sin amor- que en esta vida lo remedan.