Por un centro-derecha Frankenstein
«Quien quiera reanimar el espacio político ‘a la derecha de la izquierda’ debe partir de una premisa: todo proyecto político, también el centro derecha, es un constructo artificial, un frankenstein» afirma Ricardo Calleja.
Rajoy acusó a Sánchez de dar vida a un “gobierno frankenstein”, haciéndose eco de un reproche de Rubalcaba. Pero nada ha impedido que un moderno Prometeo –así subtituló Mary Shelley su novela- robara el fuego sagrado al Olimpo de los viejos dioses. La inquietante composición de miembros deslavazados se ha puesto en marche. Nadie ha podido reprimir la admiración ante los primeros pasos de este ente recosido con torso de 84 diputados.
Excepto Aznar, quien -con una puntualidad que no conoce de lutos, con el cadáver político de Rajoy aún caliente- invocó la necesidad de reconstruir el Centro Derecha, esa criatura que dio a luz en los años 90. Rajoy negaba con la cabeza desde su tumba, y ha dedicado sus últimos mensajes a su creador político. Ha declarado que no usará de sus poderes alquímicos para designar sucesor, como sí hicieron con él. Quiere que se alumbre el futuro con la espontaneidad de lo natural -sin las descargas eléctricas del Dr. Frankenstein del cine de los años 30-, pero con la asepsia de una gestación in vitro, sin dolor ni sangre. Veremos si no “nace un muerto” como en la canción de Aute.
Nadie ha podido reprimir la admiración ante los primeros pasos de este ente recosido con torso de 84 diputados… excepto Aznar.
En todo caso, quien quiera reanimar el espacio político “a la derecha de la izquierda” debe partir de una premisa: todo proyecto político, también el centro derecha, es un constructo artificial, un frankenstein. No es ni una mayoría natural, ni una parte inamovible del arco parlamentario, ni una filosofía evidente o un sentido común atávico. En concreto, como intentaré explicar, el discurso ideológico del centro-derecha (el “liberal-conservadurismo”) no es una unidad intelectual totalmente rigurosa, sino un artilugio retórico al servicio de una estrategia política, que requiere actualización.
Reconocerlo tiene una ventaja: lo artificial se puede resetear, mientras lo natural resucita solo por milagro. Ahora bien, para movilizar de nuevo a la criatura es necesaria una nueva síntesis: recoser nuevos miembros que subsanen las deficiencias de la versión anterior, o respondan a necesidades inéditas. E insuflar después la fuerza vital necesaria: fuego sagrado o descarga eléctrica. Procedamos a la disección de los cadáveres disponibles, y veamos cómo encajan las piezas y cómo se tensan las costuras. De los tres planos principales que constituyen un espacio político –el sociológico, el institucional y el ideológico- me centraré en este último.
En los años recientes hemos asistido a dos proyectos políticos –dos frankensteins- que vertebran el centro derecha en España, en sustitución de la criatura de Aznar. El primero es el de Mariano Rajoy, que considero bien descrito en un estudio de Miguel Ángel Quintanilla para la Fundación FAES. Rajoy quiso desideologizar el PP para convertirlo en el partido del “sistema”, haciéndole capaz de ser valor refugio para votantes de un gran espectro ideológico. Era un movimiento análogo y complementario –añado yo- al de Zapatero, que quiso incorporar al PSOE a las fuerzas sociales e ideológicas de la izquierda alternativa y la plurinacionalidad.
Quien quiera reanimar el espacio político “a la derecha de la izquierda” debe partir de una premisa: todo proyecto político, también el centro derecha, es un constructo artificial, un frankenstein.
Se critica de Rajoy este abandono de las ideas y familias clásicas del centro derecha, abandonado a un mero “preservadurismo”. Pero pienso que Rajoy intuyó cuál era la tensión política fundamental en nuestro tiempo, y por eso se sintió muy cómodo cuando apareció su némesis Podemos. En cualquier caso, dejó a muchos huérfanos de representación política, lo que activó el plano sociológico e ideológico del centro-derecha con un tímido florecer de iniciativas en la sociedad civil. Pero la alternativa político-institucional para este desajuste no ha sido otro que Ciudadanos. En Cataluña ha demostrado ser capaz de capitalizar una de las banderas del conservadurismo: la defensa de la nación. Pero es evidente que no es un cuerpo cómodo para un cerebro conservador.
Ante este cisma en el espacio del centro derecha, se ha propuesto de modo explícito –más cínico que ingenuo, me temo- la fusión de los dos partidos. Esta propuesta responde bien a la nueva dinámica polarizadora de nuestro tiempo, que es la tensión entre el “partido” (no necesariamente unitario) o espacio pro-sistema y un “partido” o espacio anti-sistema. Este eje es hoy más decisivo que el ideológico clásico entre izquierda y derecha. En nuestro país esto se ha manifestado de modo decisivo con el proceso independentista, con dos bloques bien diferenciados.
Sin embargo, esta unificación parece ignorar las diferencias ideológicas entre lo liberal-progresista (que caracteriza a Ciudadanos) y lo liberal-conservador (que, se supone, caracteriza al votante del PP), que ponen al conservadurismo ante la tensión de elegir entre “venderse” al sistema –cuyo ADN ideológico mainstream es el progresismo liberal- o “salirse” del mismo –para lanzarse en brazos de una estrategia populista-, como pide la dinámica política del momento. Al socialismo europeo le pasa algo semejante: ve su alma ideológica partida en dos, entre la crítica anti-capitalista al sistema y la reivindicación del liberalismo-progresista, y su espacio político dividido.
Cuando se apela a las ideas liberal-conservadoras, es preciso recordar que el encaje entre lo liberal y lo conservador no es evidente. Aquí me refiero a liberal no en el sentido económico principalmente, sino filosófico e institucional: el individualismo y el constitucionalismo de post-guerra. Hay, sí, un conservadurismo político: moderado, adaptativo y pragmático, que no cuestiona los principios filosóficos más radicalmente liberales, sino que ralentiza ciertos progresos, y por la misma razón los normaliza sin mucho discernimiento. Pero existe también un conservadurismo metafísico, con una visión integral de la persona y del bien común, que choca frontalmente con la filosofía y la agenda individualista del progresismo liberal. Esto no implica necesariamente un rechazo a las instituciones liberales. Hay buenas justificaciones de las mismas en clave metafísica, como por ejemplo en la obra de Joseph Ratzinger. De hecho, la congruencia entre lo metafísico y las instituciones liberales ha estado en el centro de la agenda social de la iglesia católica al menos desde el Concilio Vaticano II, aunque no esté exenta de discusiones sobre la letra pequeña.
El progresismo liberal deja insatisfechas exigencias muy profundas de la persona.
El problema para el orden liberal viene cuando el conservadurismo metafísico tiene la tentación de volverse post-conservador, porque ya no queda nada que conservar y es preciso empezar de nuevo. Para algunos, la estrategia adaptativa que pide respeto en nombre del pluralismo (“nosotros tenemos procesiones, como vosotros tenéis marchas del orgullo gay”) es poco coherente con su visión integral del bien común y a la larga resulta perdedora. Un ejemplo reciente permite hacer las cuentas en una servilleta: en Irlanda se ha borrado la protección de no nacido en la Constitución abriendo la puerta al aborto, mientras que en Hungría se presentaba una reducción de un tercio de los abortos gracias a las políticas pro-familia de Orbán. Convicción que se refuerza cuando en muchos lugares el liberalismo pasa de articularse en torno al concepto de tolerancia y del pluralismo políticos a moverse en la lógica de la conformidad y la imposición de las políticas de identidad. De ahí que -cada vez en más países- el “partido antisistema” toma como fundamento apelaciones a ese conservadurismo metafísico, que se ha vuelto ya reaccionario en su ideología y populista en su estrategia.
Pero este no es un problema puramente intelectual. Más allá de discusiones abstractas, el progresismo liberal deja insatisfechas exigencias muy profundas de la persona tales como –siguiendo los “fundamentos de la moralidad” de Jonathan Haidt- la necesidad de identidad, de estabilidad y de orientación, más allá de las consideraciones sobre los derechos individuales. Estas carencias se agudizan en nuestra coyuntura de globalización, inseguridad y secularización. Y no logran ser satisfechas por la agenda progresista de fragmentación identitaria, liquidez social y emancipación individual. Pero, si no encuentran un cauce dentro de la democracia constitucional, es razonable pensar que crecerá la derecha alternativa, no fruto de razonamientos metafísicos sino de reacciones viscerales.
El problema estriba en cómo articular dentro del “partido” del sistema lo progresista y lo conservador, y dentro de lo conservador, sus diversas almas, cada vez menos compatibles entre sí. No es solo cuestión de juntar órganos y piezas en laboratorio, ya sea en forma de gobierno de coalición, alianza parlamentaria, gobierno en minoría o partido de gran espectro. Es preciso insuflar vida a este frankenstein. Ni tampoco de formular ideas. Hace falta un Prometeo que se lance a recuperar el fuego sagrado, que no vendrá del Olimpo.
Ese Prometeo deberá abordar el eterno conflicto entre eros y logos, entre la pulsión por el poder –que en nuestro tiempo lleva a venderse o a salirse del sistema- y la coherencia de las ideas. Quizá el lector recuerde los trade-offs que plantea El jovencito Frankenstein (Mel Brooks, 1974), que se estrena en noviembre como musical en la Gran Vía. La película paródica acaba cuando el doctor (“se pronuncia Fronkonstin”) intercambia su genial cerebro por el “enorme Schwanzstücker” de su imponente -pero alelado- monstruo, en procaz comercio.
Es mejor un centro-derecha Frankenstein –imperfecto, inquietante e inestable, pero reconocible- que dos centros-derecha Fronkonstin: uno con demasiado cerebro y ningún poder, y otro entregado dócilmente al Schwanzstücker macronista, sin dar respuesta a esas necesidades sociales profundas. Porque además eso a la larga nos ganaría un tercer Fronkonstin bannonista. Ese sí, de derechas y fuera del sistema. Cualquier conservadurismo que se abandone sin cerebro a la erótica de la tensión sistema-antisistema “va a ser muy popular”, como sentencia el chepudo Igor (“Áigor”). Pero dejará tocado de muerte al orden liberal.