Elogio de la templanza (en época de redes sociales)
En el mundo real, cuando uno detecta una opinión estúpida, absurda o simplemente vulgar lo más fácil es desviar la atención hacia otro sitio en vez de revolvernos la bilis: seguimos nuestro camino. En el mundo digital, en cambio, solemos cruzar con facilidad esa línea de prudencia —casi sin darnos cuenta.
La bibliografía sobre el “lado oscuro de Internet” ha crecido a buen ritmo estos últimos años. Pasada la era del entusiasmo, llega la crónica del desencanto: a los libros, más o menos sensacionalistas, sobre la llamada Deep Web y las advertencias sobre la manipulación política en las redes sociales se suman las filípicas, un tanto cansinas, de Jaron Lanier o los profundos análisis de Evgueni Morozov contra el evangelio del buenismo tecnológico.
Agréguese a esta lista un libro ejemplar, no sólo por el nivel de la investigación, sino también por la calidad de su escritura: The Secret Life, de Andrew O’Hagan. El escritor escocés ha juntado, a modo de fábula moderna, tres historias fascinantes: un perfil muy poco complaciente de Julian Assange, el fundador de Wikileaks, quien le encargó su (luego abortada) autobiografía; los resultados de un experimento en que suplantó la identidad de un tal Ronnie Pinn para construir una efectiva máscara virtual, y la detallada crónica del extraño caso de Craig Wright, un programador australiano al que se le atribuye la invención del bitcoin[contexto id=»381724″]. En vez de lanzar sombrías advertencias sobre el futuro, O’Hagan aprovecha el contexto tecnológico para explorar el viejo y, al parecer, inagotable tema de los límites entre verdad y ficción.
Otro periodista, el español Juan Soto Ivars también publicó el año pasado un libro interesante con el título (pésimo) de Arden las redes, dedicado a analizar los mecanismos de una supuesta nueva forma de censura en el mundo virtual, así como sus consecuencias sociales. Es un tema complejo, sobre el que habría valido la pena abundar más.
En todos estos análisis recientes, sin embargo, echo de menos una explicación detallada y convincente del impulso que nos lleva a sustituir una actitud de temperancia racional por la pulsión del debate inmediato y, a menudo, superficial. He visto a las mejores mentes de mi generación, como dice el famoso verso de Ginsberg, enzarzarse en discusiones interminables y ridículas con aguerridos anónimos sobre asuntos que no meritaban que se les dedicase ni el tiempo de su lectura. Sospecho que tras ese abuso de las redes sociales está la gradual conversión de la persona en personaje, con sus indeseables consecuencias morales. En este nuevo reino de la pose, no se trata tanto de tener la razón como de exhibirla con urgencia.
En este nuevo reino de la pose, no se trata tanto de tener la razón como de exhibirla con urgencia
En el mundo real, cuando uno detecta una opinión estúpida, absurda o simplemente vulgar lo más fácil es desviar la atención hacia otro sitio en vez de revolvernos la bilis: seguimos nuestro camino. En el mundo digital, en cambio, solemos cruzar con facilidad esa línea de prudencia —casi sin darnos cuenta. La pulsión más fuerte, la que casi siempre se impone, es provocada por algo que nos irrita. No ponemos el mismo empeño en la admiración, que más bien suele concitar la comodidad de lo tácito, mínimos gestos de coincidencia. ¿Por qué ese defecto humano “de fábrica”, por así decirlo, exacerbado en la inmediatez digital?
Tiendo a pensar que un rasgo de madurez (ese equivalente biográfico del proceso civilizatorio, como ha dicho por ahí Savater) es dedicar más parte del tiempo a admirar que a refutar. Y esto también implica dejar de dar tanta importancia al presente. Porque a cierta edad, en vez de querernos “comer el mundo”, empezamos a intuir su vastedad y el trabajo que cuesta dejar en él alguna marca perdurable. La mejor manera de hacer productiva nuestra vocación crítica, de convertirla en una aventura sensual e intelectual, es construir cierto gusto y tener la capacidad de no desviarse, de evitar todas esas distracciones que la estupidez ajena y nuestra vanidad herida nos proponen en cada esquina.
La mejor manera de convertir la vocación crítica en una aventura intelectual es evitar las distracciones que nos propone la estupidez ajena
Más que una panacea, se trata de una elección estoica. Que tampoco garantiza ninguna “verdad” o privilegio vital: el gusto es mucho más laxo que los impulsos que gobiernan la creatividad o la originalidad. Pensar a contracorriente suele tener mayor atractivo —y más público. Pero tal vez la polémica esté sobreestimada. Tras sus muchos paseos por Venecia, el poeta Joseph Brodsky se permitió definir la belleza como una forma de ataraxia y, al mismo tiempo, de consuelo: «La belleza está donde el ojo descansa». La mirada puede vagar de manera autónoma, dice Brodsky, pero en cierto momento también sentirá el equivalente del instinto de autopreservación y buscará refugio en lo absolutamente inútil. Recuerdo también que Adorno y Horkheimer evocaban la antena del caracol fáustico como símbolo de la inteligencia: ese órgano de «vista táctil» se retira de inmediato ante el obstáculo para regresar a su caparazón protector, donde «vuelve a formar una sola cosa con el todo y sólo con extrema cautela vuelve a aventurarse como órgano independiente». Por supuesto, el hedonismo tiene límites: gustar de algo (esa acción estética que prescinde del obstáculo) produce un placer moderado y efímero, un carpe diem sustituible: donde hoy hay una cosa, habrá mañana otra, y a veces acabamos perdiendo no sólo el interés sino incluso aquel placer que nos movió hacia el objeto gustado.
Pero cuando cruzamos esa línea, cuando mordemos el cebo de interesarnos (incluso por un momento) en algo que primero nos suscitó rabia o disgusto estamos confiando en que nuestra opinión saldrá vencedora del torneo que nosotros mismos hemos creado —como un barón Münchhausen que se intenta sacar del pantano halándose por sus propios cabellos. La mitad de las veces ese ímpetu crítico está provocado por el orgullo, y es muy probable que lo que antes hubiera pasado desapercibido o resultara risible se eleve, con nuestro desafío, a un rango inmerecido.
La verdadera amenaza de las redes sociales no es tanto la cantidad de basura proliferante, incluso cuando uno trata de mantener una lista reducida de contactos, como quien repara un trozo de muralla sin advertir que ya se ha derrumbado varios metros más allá.El peligro real es que esas redes conspiran contra una estrategia básica de la madurez intelectual: escoge bien tus peleas.