Santos Juliá. In memoriam
Santos Juliá se había convertido en el historiador español más influyente de las últimas décadas
El 29 de junio de 1975, a las puertas de la desaparición del dictador que había marcado a sangre y fuego la historia reciente del país, fallecía en la ciudad de Madrid el escritor Dionisio Ridruejo. Como es bien conocido, Ridruejo había comenzado su andadura política en las filas del fascismo, como militante de Falange Española. Sin embargo, hacía ya tiempo que Ridruejo había aprendido a hablar un «lenguaje de democracia», y, desde su presencia junto a miembros del exilio en la reunión del Movimiento Europeo de 1962 en Múnich, muchos lo consideraban un símbolo no solo del antifranquismo, sino también de la posibilidad de alcanzar un día la reconciliación nacional, objetivo político oficial desde 1956 también del Partido Comunista. Por todo ello, aún hoy en día no deja de provocar una rabia incontenible que Ridruejo no llegara a contemplar la muerte de Franco.
Desgraciadamente, con la persona que nos contara esta y otras muchas historias de las dos Españas, Santos Juliá, ha sucedido algo muy parecido. Pocos como él defendieron con tanto empeño el conocimiento de nuestro pasado, por su propia importancia y para que aprendiéramos a valorar la joven democracia española, de la que era el mejor de los cronistas. Y, sin embargo, literalmente la víspera de que el maldito dictador dejara, por fin, de proyectar desde el Valle de los Caídos su alargada sombra sobre el sistema democrático, Santos Juliá fallecía también en Madrid, una ciudad que no tenía secretos para él.
Santos Juliá se había convertido en el historiador español más influyente de las últimas décadas
Santos Juliá se había convertido en el historiador español más influyente de las últimas décadas. Admirado por unos y discutido por otros, lo que no ofrece duda es que todos consideraban sus obras un punto de referencia ineludible. Y no es de extrañar, pues a partir de una sólida formación teórica y una compleja visión interdisciplinar, había sabido construir una interpretación tan original como fascinante de las principales problemáticas peninsulares del siglo XX, desde el socialismo de los años treinta hasta el proceso de transición, pasando por las víctimas de la guerra civil y de la dictadura franquista.
A los ojos de cualquier joven investigador, con el doctorado en curso o recién finalizado, Santos Juliá imponía bastante respeto. En la distancia corta podía resultar frío, incluso arisco en ocasiones. En su rostro podías intuir que tenía otra cosa mejor en qué pensar, disgustado por no poder atender todos los frentes intelectuales que tenía siempre abiertos. No obstante, poco a poco se aprendía a conocerlo mejor, algo para lo que, al menos en mi caso, resultaron fundamentales dos foros en los que Santos Juliá era pieza imprescindible. El primero es el Seminario de Historia Contemporánea de la Fundación Ortega y Gasset, un foro que, desde su creación en el año 1995, constituye un rito de paso obligado para cualquier aprendiz de historiador. Inédito por aquel entonces en el panorama académico español, el funcionamiento del seminario es relativamente sencillo. En el momento en el que dispones de un texto que crees preparado para su publicación, lo presentas a los organizadores, que te asignan un comentarista de alto nivel para que proceda a diseccionarlo con precisión de cirujano, un papel que Santos Juliá cumplía sencillamente a la perfección. Allí no tardabas en comprender que, si un reconocido experto había dedicado su tiempo a analizar tu artículo, lo que estabas recibiendo no era una crítica, sino un auténtico regalo que te iba a ayudar a mejorarlo, una muestra de respeto por el trabajo realizado y por la propia profesión. No en vano la profesionalidad excepcional con la que abordaba cada empresa, desde el proyecto editorial más ambicioso hasta un simple comentario, era una de las principales características de Santos Juliá, con su obsesión por el dato preciso, la exactitud conceptual y el cuidado de las fuentes. El segundo foro es la célebre Residencia de Estudiantes, donde cumplía una labor que recordaba poderosamente a la de los antiguos «dones» del institucionismo, una serie de figuras de autoridad intelectual cuya presencia servía de inspiración y guía de conducta. Y era efectivamente en la colina de los chopos, camino de la presentación de un libro o en una de sus charlas sobre esas clases medias urbanas madrileñas que protagonizaron la experiencia democrática republicana, y que tanto le fascinaban, donde Santos te dejaba un comentario al paso, una brillante respuesta a una pregunta en el debate o un consejo sobre una investigación, detalles todos ellos que convertían la Residencia en un lugar donde lo excepcional era vivido de manera cotidiana.
La muerte de Santos Juliá, así como la del historiador del mundo agrario Josep Pujol Andreu, viene a sumarse a las todavía recientes de Manuel Pérez Ledesma y de Josep Fontana
Con todo, si hubiera que recordar un instante en el que Santos Juliá mostrara una satisfacción absoluta, ese sería la presentación de las Obras Completas de Manuel Azaña en noviembre del año 2007. Y es que, al acometer su edición para el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, dirigido entonces tan brillantemente por José Álvarez Junco y Javier Moreno Luzón, dos de sus personas más cercanas, Santos Juliá tomaba a su cargo un trabajo que sin duda cumplía todos y cada uno de los requisitos imaginables: la recuperación de la producción de un presidente del Gobierno, injustamente olvidado y vilipendiado durante los años oscuros del franquismo, una figura inequívocamente democrática, con una escritura llena de matices y referencias culturales, y todo ello de la mano de un proyecto de Estado, que con esa clase de iniciativas podía reclamarse heredero de la «tradición liberal española […] quebrantada por la reacción absolutista y resurgida una y otra vez […] hasta recibir su postrer impulso democrático con la proclamación de la República».
La muerte de Santos Juliá, así como la del historiador del mundo agrario Josep Pujol Andreu, viene a sumarse a las todavía recientes de Manuel Pérez Ledesma y de Josep Fontana. Desaparece toda una generación de maestros, que no solo modernizaron la historiografía española, sino que la hicieron rayar a gran altura a nivel internacional. Sin ellos resulta difícil no sentir una tremenda sensación de orfandad, de vacío a la hora de buscar una opinión original, un análisis certero y profundo del pasado, pero también del presente, pues hicieron de su intervención en el espacio público una exigencia constante, haciendo buena la máxima de Ortega de que «el artículo de periódico es una forma imprescindible del espíritu». Afortunadamente, nos dejan sus libros, desde los cuales, como recordara el propio Santos Juliá a propósito de don Manuel Azaña, «su voz nos interpela a todos con la exigencia de pensar en los muertos y escuchar su lección».