Arcángel de acá para allá
«El Padre montó el primer Nacimiento, como ahora hacemos nosotros cada año, pero Él el de verdad, en Belén, al empezar el año 1»
Leyendo los Evangelios, Jorge Luis Borges se admiraba del talento de Jesús. Sus respuestas y sus pequeñas narraciones, sus matices y sus silencios, son, si se sopesan, geniales también desde un punto de vista literario. Como el talento es contagioso, lo encontramos en los libros que narran su vida, aunque no se sepa bien si atribuirlo a los evangelistas o a Dios Padre, que hizo la historia. D. Enrique Monasterio ha titulado un libro El belén que puso Dios (Palabra, 1995), con la idea de que el Padre montó el primer Nacimiento, como ahora hacemos nosotros cada año, pero Él el de verdad, en Belén, al empezar el año 1. Seamos, ya puestos, salomónicos, y pasmémonos del talento de todos a partes iguales.
Documentándome para escribir aquí de la Navidad, he empezado a leer la narración de San Lucas del acontecimiento y hace días que no paso de las dos anunciaciones. Ya saben: el arcángel Gabriel anuncia a Zacarías que, aunque anciano como su esposa Isabel, tendrá un hijo, al que pondrá de nombre Juan; y luego, el mismo san Gabriel va volando a María y le anuncia la Buena Nueva que celebramos. Bueno, volando…, no. Quizá no quería contaminar el aire y fue andando, ya que tardó algo más de seis meses en recorrer los 147,1 km. que se separan Jerusalén de Nazaret. Las escenas, sin embargo, están montadas con un fundido en negro, en sucesión y casi en paralelo, como en una película de cine, con un ritmo y un manejo de los tiempos y de las referencias cruzadas que ni El Padrino. No sé qué resulta más emocionante, si las constantes coincidencias o sus leves diferencias inconmensurables.
La anunciación de Juan prefigura la de Jesús y ésta ilumina la primera. Es la misma relación que existe entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, aquí rozándose con los dedos, cada uno a su lado de la línea de separación. Zacarías (y hasta Juan) son un trozo veterotestamentario que se ensambla con la Buena Nueva sin necesidad de clavos ni pegamentos, con el perfecto encaje del abrazo embarazado de María a Isabel.
Por eso, para empezar, el viejo Zacarías es viejo, 92 añitos según la tradición islámica que tanto le venera, y sacerdote. Su visión del ángel Gabriel sucede en el Templo, en el corazón de la ciudad santa, Jerusalén, y justo enfrente del sancta sanctorum. El hombre tuvo su momento de duda, recogiendo así la herencia de Sara de Ur, que tampoco estaba en la flor del a edad cuando otros ángeles le prometieron un hijo, y también vaciló con una risa nerviosa. Al arcángel Gabriel que Zacarías no terminase de creerle no le hizo gracia, pero tuvo la gentileza de darle la señal que pedía: lo dejó mudo y, evidentemente, a partir de ese momento Zacarías no le preguntó más. Hecho lo cual, se esfuma casi a la francesa, sin más, y no da un portazo porque los arcángeles nunca pierden las formas.
Antes le había dicho que el niño se llamaría «Juan», le explicó lo importante que sería andando el tiempo y le adelantó, para que nos hagamos cargo de la severidad del momento, que «no beberá ni vino ni licor». Sigue una sugerente elipsis prácticamente cinematográfica: Zacarías vuelve a casa, vuelve mudo, pero vuelve a Isabel, que, «después de estos días», ejem, concibió. Sin entrar en detalles, san Lucas se toma sus cuatro palabras —su espacio y su tiempo— para descartar. Es estimulante, visto desde otro ángulo, comprobar que el matrimonio vivido con la más absoluta normalidad no obsta para la irrupción del milagro.
La Anunciación a la Virgen se parece mucho, lo que sirve para subrayar —con la clara luz miniada de los contrastes— las sustanciales diferencias. Es el mismo arcángel, experto a esas alturas en Anunciaciones. Se diría incluso que, como la de María era tan importante, Gabriel había estado ensayando con Zacarías. Ésta, desde luego, le sale muchísimo más redonda. Con alivio, comprobamos que de vetar el vino aquí no dice san Gabriel ni mu, como tenía que ser, Dios sea loado, chin-chin.
«Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios e ilustrados y las has revelado a los humildes» se ejemplifica con treinta años de adelanto a la perfección
Hay detalles para dar y regalar. A diferencia de la anterior, la Anunciación es a una muchacha jovencísima y en la intimidad de una casa de un pueblo lejano y humilde llamado Nazaret. Ni vetustos sacerdotes ni sacrosantos Sancta Santorum. No por rechazo al templo o al sacerdocio, al revés: resulta que el cuerpo de esa chica tan tímida y tan de pueblo es el Templo por antonomasia y que ella nos sale más sabia y sagrada que el más justo de los hombres consagrados. Lo de «Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios e ilustrados y las has revelado a los humildes» se ejemplifica con treinta años de adelanto a la perfección.
María también pregunta, otro paralelismo, pero no dudando de la palabra del Ángel, otra diferencia, sino apenas por información. «¿Y cómo se hará eso si no conozco varón?» Según los exégetas, aquí va implícito un remate: «ni conozco varón ni voy a conocerlo, porque he ofrecido mi virginidad a Dios». El arcángel, complacido por esa pregunta, por su tono, por su intención y por su valentía, le explica que el Hijo será fruto del Altísimo. María, sin perder un ápice de devoción, ha querido comprender, compaginando fe y razón. Sin entender del todo lo que iba a ocurrir no habría tenido la libertad plena de decisión absoluta que va a ejercer enseguida.
Otra diferencia significativa. Zacarías no ha tenido que consentir con el anuncio, mientras que la Virgen, con un grado de libertad mucho mayor, conforme a su señorío, ha pronunciado su «Hágase», sin el que nada de nada se hubiese hecho nunca jamás. Y detalle sobre detalle: el arcángel entonces «se retiró de su presencia», se especifica. Esa retirada conlleva indudablemente (casi se ve) una reverencia, además de subrayar la sacralidad de la mera presencia de la muchacha, que se impone. Con Zacarías, el arcángel se había esfumado por las buenas como un funcionario en cuanto suena el timbre de la hora.
No quedó muda, en consecuencia. Ni quieta. Informada por el ángel de que su prima Isabel, «a la que llamaban estéril», estaba embarazada, anda hasta Ain-Karin (otros 150 km, que hizo más rápido que el arcángel, casi volando) a visitarla, a echarle una mano. Nada más verla, una vez que el nasciturus Juan ha dado un salto de júbilo en el vientre de Isabel, María entona uno de los poemas más bellos que existen, el Magníficat, como broche de oro a uno de los capítulos más hermosos de los Evangelios.
El Evangelista, con todo, maestro del montaje paralelo, no se resiste a un último tour de force. Zacarías, en cuanto nace el niño y le pone «Juan» como estaba mandado, rompe en otro canto, también profético. Es un broche… de plata. No llega a la altura lírica del de la Virgen, para dejarnos a los estetas una prueba fehaciente de que en la fe también hay clases.
Así Zacarías nos representa. ¿O acaso no nos hemos quedado un poco mudos ante tanta maravilla como vemos en el Belén que puso Dios? Que el viejo sacerdote y nuevo padre rompa, al fin, a cantar es también una obra de caridad, una caricia de la Providencia con nosotros a través de los siglos. A pesar de la edad, de las dudas, de la afonía o la mudez, etc., podemos echar nuestro cuarto a espadas y contarlo y cantarlo a nuestro modo, admirados de los prodigios que se nos anunciaron y se nos anuncian año tras año, cada Navidad.