George Steiner, la devoción racional
George Steiner es probablemente el último gran representante de un tipo de figura intelectual que ya difícilmente tiene verdaderos continuadores
Escribimos demasiados libros sobre libros, en un vicio circular que no se produce en otras regiones de la creatividad. Es como si los cineastas estuvieran rodando continuamente documentales sobre cámaras de vídeo, confundiendo el medio con el mensaje, el objeto con el contenido… Y, sin embargo, lo cierto es que en el libro hay un proceso metonímico extraño: hablar de los libros es, en efecto, hablar de todo eso a lo que los mejores libros están entregados: por una parte la felicidad, la pura vida, la memoria, los sueños, la imaginación, los deseos, los miedos, la libertad, el mundo interior, el silencio. Pero, por otra, al tratarse del vehículo de cultura más perfecto que la humanidad ha logrado inventar, un fenomenal corte de mangas al olvido, un ultraje al paso del tiempo (al menos a medio plazo…), hablar de libros es hablar por extensión de la cultura, de la inteligencia, de la sensibilidad, de la curiosidad que hizo posible que estemos escribiendo y leyendo esto. Otros libros nos hablan desde el origen del Espacio hasta el Brexit[contexto id=»381725″], pero en los libros sobre libros hay siempre implícita (y a menudo explícita) una reflexión sobre la civilización, la Antigüedad, la filosofía, Occidente, Europa como posible patria principal de la cultura (por ser, precisamente, el lugar donde nació la imprenta). Hablar de libros es hablar de lo que los libros hablan, igual que hablar del lenguaje es hablar del pensamiento. La civilización pende de un libro.
George Steiner, que falleció el lunes, decía que allá donde hubiese una buena mesa, cafeína suficiente y algunos libros él ya se sentía en casa. Es muy fácil estar de acuerdo con él, y aunque no todos sus textos, ni mucho menos, compartían ese tono cercano y bienhumorado, y a menudo era oscuro y hostil, vehemente en opiniones bastante duras, en su sonrisa permanecía siempre algo de esa picardía inteligente, ese gusto por la soledad activa y laboriosa, ese apego a uno mismo que, al cabo, explica nuestro amor por la lectura. Fue Proust quien escribió que “cada lector, al leer cualquier cosa, se convierte en lector de sí mismo”, y hay que añadir esa certeza a lo de arriba para entender esa clara vocación por la alegría que, salvando extrañas excepciones, caracteriza de una forma más o menos visible a todas las auténticas personas cultas.
Es cierto que, con tanto leer (y por tanto, con Proust, con tanto leerse a sí mismo, entenderse a uno mismo, reflexionar sobre uno mismo), y leyendo tan bien, se puede caer en la egolatría, en la vanidad de la propia agudeza, en el arrobo ante los propios conocimientos… Creo que todos los escritores del mundo, lejos de enorgullecerse, deberían preocuparse seriamente el día en que les proponen que un retrato suyo reciente figure en la cubierta de su nuevo libro: eso no es una consagración, sino una degradación, el momento en el que alguien ya no es un escritor sino que se acerca a la figura del símbolo, del paradigma de algo, de portavoz de muchos… Hace muchos libros que George Steiner, que ha muerto con noventa años, nos sonreía desde las cubiertas, y eso disuadía un tanto de leer a quien tanto nos deslumbró en opúsculos anteriores, o que tanto ayudó a los lectores de The New York Times durante casi cuarenta años de trabajo crítico, muchas veces temible. El problema no es la posibilidad de repetirse, sino la posibilidad de verse reducido, de ser convertido en ídolo (esto es, en caricatura), y verte así, y sin ninguna necesidad de que le leyeran, participar de esa vulgarización del mundo contra la que tanto alertó. En ese sentido, si hubiera sabido que la noticia de su muerte iba a estar durante muchas horas varios centímetros más abajo en el periódico de la actuación de Shakira y Jennifer López en la Superbowl, o que el divorcio de Pamela Anderson a los doce días que la boda…, probablemente se hubiera alegrado un poco de despedirse ya de este mundo, que, en lo que respecta a las llamadas “Humanidades”, él entendió como pocos.
George Steiner es probablemente el último gran representante de un tipo de figura intelectual que ya difícilmente tiene verdaderos continuadores
No en vano hablaba varios idiomas, escribió sobre fenómenos literarios y lingüísticos muy dispares, no admitía lecturas supersticiosas de la mitología, entró a saco sin complejos en un concepto tan sospechoso para la Contemporaneidad como “la verdad”, verdadero objetivo de la ciencia y de la cultura, o explicó mejor que nadie por qué preferir a Tolstói sobre Dostoievski o viceversa implica, mucho más que un determinado gusto literario, una verdadera filosofía espiritual, maneras de ver el mundo bastante irreconciliables, volcadas hacia la luz o hacia la angustia, tendentes a lo abierto o retorcidas en lo angosto…
Que la palabra “verdad” sea tan antipática para nuestro tiempo hace de nuestro tiempo algo muy antipático. George Steiner es probablemente el último gran representante de un tipo de figura intelectual que ya difícilmente tiene verdaderos continuadores, el maestro sabio que tiene muchos discípulos, sí, pero que sabe que éstos ya no van a tener sino lectores, comentaristas, merodeadores más o menos talentosos pero ya demasiado ocupados en otras cuestiones, condicionados por la actualidad y disueltos en ella. Yo mismo estoy escribiendo sobre Steiner sin haber leído, me temo, ni el 10% de su obra, pero a Steiner nos lo han explicado nuestros propios maestros directos, y no tanto su modo de sobrevalorar las cafeterías antiguas como templos de la cultura (una idea indigna de su inteligencia, aunque es verdad que no estaba hablando del Café Gijón o de cualquiera de esos otros sitios de tertulias tan perfecta y radicalmente irrelevantes –si no contraproducentes– para el talento y la creación) sino lo que se ha ido apuntando arriba: entender y saber explicar que la sangre de Europa es la tinta. Que “lo tribal” en Europa es el cristianismo, sí, pero también la Razón, y que, aunque la Enciclopedia se elevase en cierto modo gracias a la guillotina (y no a una guillotina para papel, precisamente), somos herederos y deudores de una tradición dura y fuerte a la que debemos no sólo respeto (algo que está vigente, como se comprobó cuando ardió Notre-Dame) sino un apego que no es incompatible con un punto irracional, casi fanático, por esas conquistas. La magia en la que creemos esas tribus que formamos Europa ha de ser la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Nuestra principal fe ha de ser la democracia, lo sagrado es el pensamiento individual e independiente y el derecho a manifestarlo. Y, como todo mantra, siempre es buen momento para recordarlo, para repetirlo incesantemente.