Los libros después del virus
«Se comparta o no el componente ideológico de su diagnóstico, la reflexión es necesaria si se quiere evitar que esta crisis, inminente, indudable, sea la crisis definitiva del libro y la lectura»»»
Queríamos tiempo para hacer cosas. Queríamos tiempo para leer los libros pendientes, porque no hay tantos veranos ni tan largos. La maliciosa epidemia, además de muerte, ruina e incertidumbre, ha traído tiempo en abundancia. ¿Qué hemos hecho con él? Se ha cocinado mucho, se ha horneado pan, la harina en ruptura de stock en el supermercado, resultados casi profesionales. Se ha entrenado en el salón, tutoriales de YouTube, tutoriales en Instagram, garrafas a modo de mancuernas, los pies separados al ancho de las caderas, le he dado like, me ha dado un tirón, estoy como nunca. Hemos entrado en un bucle de comunicación constante, videollamadas, televermús, tu bulo favorito, ese meme es genial. Actualización permanente del estado invariable. El masaje digital tonifica la materia reptiliana. Tocamos la pantalla para no tocarnos la cara, que de repente es el gesto más peligroso. Y al caer el sol me duele la cabeza: no es un síntoma vírico, es la sobredosis de luz azul.
El lector es por naturaleza una persona insatisfecha, en el horizonte inmediato de su propia librería demasiados libros que nunca llegará a leer.
Pero leer, al parecer, se ha leído poco. Los lectores sistemáticos han sido los primeros en reconocer que su rutina se ha resentido. La perplejidad ante la proteica crisis del virus[contexto id=»460724″] dificulta la concentración. Confinados, el estado de alarma es un estado de distracción. Los coaches de guardia se apresuran a tranquilizarnos: no quiera hacer más, no quiera hacer tanto. Tiene derecho a estar paralizado. Pero el lector es por naturaleza una persona insatisfecha, en el horizonte inmediato de su propia librería demasiados libros que nunca llegará a leer. Era el momento de las Memorias de ultratumba y ahí siguen, intonsas.
En el decamerón por seis del Covid-19, seis siglos después de Boccaccio, los cuentos de esta epidemia nos han llegado a casa empaquetados en streaming. En esto sí ha habido una vocación general de ponerse al día. Hemos visto muchas series. Las plataformas han aumentado su demanda en torno al 250 por ciento, frente a un crecimiento estimado, y optimista, del 50 por ciento en las ventas de e-books. Abandonarse a la adictiva cadencia de la ficción por entregas, del folletín audiovisual, ha sido parte de la terapia.
Un espectador momentáneamente lúcido repara en algo. Incluso cuando recrean el pasado o imaginan el futuro –o a la inversa–, las series reflejan el presente. Y en las series ya no hay libros. De clase a la disco y viceversa, los talluditos estudiantes de Élite se dejan caer de vez en cuando por la biblioteca de su exclusivo colegio, pero sólo para tramar el penúltimo e insospechado giro de una de sus tremendas conspiraciones. Su discurrir errático y autosuficiente sólo se apoya en la etérea realidad paralela de su aplicación de mensajería. Es la vida virtual, la vida de hoy.
Hubo un tiempo en que había libros en las series. En Mad Men, que es en sí misma un gran homenaje literario, un largo y exuberante brindis por Cheever y otros relatores del espejismo del American way of life, la aparición de un título entre las manos de un personaje –en la cama, en un bar, en la oficina– apuntalaba la cronología de los acontecimientos o definía un estado de ánimo. El autor de Mad Men, Matthew Weiner, venía de Los Soprano, otra serie donde no faltan los pildorazos librescos. La aventura amorosa de Carmela Soprano durante su separación de Tony tiene lugar con Madame Bovary sobre la mesilla. Su hija Meadow anestesia una depresión estival en la piscina sumergida en Mary Higgins Clark. Un trabajo escolar sobre Billy Budd pone a Anthony Jr. en la pista del homoerotismo literario y descubre La muerte en Venecia, y en el contexto de su no muy convincente intento de suicidio está el influjo –«los mejores no tienen convicción, y los peores / rebosan de febril intensidad»– de “El segundo advenimiento” de Yeats.
Los libros eran un elemento reconocible, un hábito inteligible para un porcentaje relevante de los espectadores
Había libros en las series porque quienes las hacían leían, e incluso escribían, libros. Pero sobre todo porque los libros eran un elemento reconocible, un hábito inteligible para un porcentaje relevante de los espectadores. Y el del libro un negocio prestigioso y deseable: el más desalmado womanizer del primer capítulo de Sexo en Nueva York es un prometedor ejecutivo de una prestigiosa casa editorial neoyorquina.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Para el mundo del libro, como para el de la prensa, la (pen)última crisis económica fue una y trina: crisis de demanda, de formato y de sentido. La prosperidad del decenio anterior se fue repentinamente por el desagüe. La acelerada digitalización de la vida parecía hacer obsoleto el artefacto libro, y ni siquiera las pegajosas reivindicaciones sentimentales –la insustituible experiencia del tacto y el olor del papel, como si no hubiéramos padecido esas pulpas baratas que más apestan cuanto más amarillean y que erosionan los dedos del sufrido lector– eran capaces de detener la inexorable jibarización del sector, la progresiva desaparición del libro de las polémicas y los debates públicos, de los medios de masas, de la televisión, de la conversación.
Pero casi al mismo tiempo, impulsado precisamente por las nuevas facilidades tecnológicas, surgió en España un pujante y voluntarioso contingente de pequeñas editoriales que demostraron que había esperanza y lectores, pocos pero suficientes, para sostener proyectos genuinos. Era la revancha del oficio frente a la arrogante estrategia de algunos grandes grupos que, empeñados en hacer incompatibles calidad y viabilidad, habían sacrificado a sus editores en los despachos de los ejecutivos comerciales. Sin comprender que una industria cultural que renuncia a las ideas apuesta por su autodestrucción.
Y al mismo tiempo el libro de papel, analógico, autónomo, desenchufado, se mantenía, contra las predicciones de los gurús, como el formato por excelencia. Pero los libros han seguido perdiendo batallas en el vertiginoso escenario mediático de la segunda década del siglo XXI, incapaces de retener el interés de los sobreestimulados usuarios digitales, consumidores de redes y datos que agotan su menguante capacidad de atención ante las pantallas de sus terminales. Algunas empresas editoriales han tratado de recuperar a esos lectores secuestrados por los nuevos hábitos contando seguidores y likes o rastreando trending topics para hacer sus encargos, otorgar sus premios o decidir sus fichajes. Previsiblemente, los resultados se han movido entre el bochorno y la melancolía.
Y así ha llegado el virus, violento reactivo de muchas de las transformaciones profundas que veníamos experimentando. Y un sector en el alambre como el del libro ve que de un día para otro todos sus problemas se han agigantado. Las estructuras demasiado grandes para un negocio decreciente, las ineficiencias de una cadena de valor esclerotizada e insostenible, la falta de una política de Estado de largo recorrido que defienda el valor social y cultural de los libros y no tanto la viabilidad de sus empresas, que ese sería en todo caso el virtuoso resultado de una política de fondo. Ya hay editores pertenecientes a ese florecimiento independiente de hace una década, como los de Errata naturae, que cansados de condenar títulos al olvido o la guillotina, de estar presos de un endiablado circuito de devoluciones y novedades sin demanda, han decidido parar y llamar a la reflexión. Se comparta o no el componente ideológico de su diagnóstico, la reflexión es necesaria si se quiere evitar que esta crisis, inminente, indudable, sea la crisis definitiva del libro y la lectura.
Y ahí sigue, en el estante de imprescindibles pendientes, la edición en papel biblia de las Memorias de ultratumba, publicada por Cátedra en su Biblioteca Áurea en mayo de 2010, hace ahora diez años. «Como no me es posible prever el momento de mi muerte, y como a mi edad los días concedidos al hombre son días de gracia o, más bien, de castigo, voy a explicarme». Quizá nos dé tiempo antes de que esta tregua mortal acabe.