THE OBJECTIVE
José María Marco

COVID-19. La tempestad

Danme voces de Seir: Centinela, ¿qué queda de la noche? Centinela, ¿qué queda de la noche? / El centinela respondió: La mañana viene, y después la noche. Si queréis preguntar, preguntad, volved y venid. Isaías, 21: 11-12

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COVID-19. La tempestad

Felipe Dana | AP Images

La fiebre empezó el lunes 23 de marzo. Ya había padecido algún pequeño malestar y varios ataques de tos. Mi hermana Paloma comentó la posibilidad de que estuviera infectado del coronavirus. Aquello, dicho medio en broma, no me sentó bien. El domingo anterior no había tenido fuerzas para levantarme antes de las nueve de la mañana, muy tarde para lo que acostumbro. El malestar iba en aumento. Del lunes por la mañana tengo el primer registro de temperatura, con 36’8º a las nueve y media. Por la tarde, a las cuatro, la fiebre alcanzaba los 38’4º, aunque luego bajó y la situación se normalizó.

Aquel lunes 23 de marzo en Madrid hubo 1.777 infectados nuevos -6.584 en toda España- y 272 fallecidos. Llevábamos en estado de alarma desde el sábado 14 de marzo. Dos días después, el 16, cuando todavía se podía circular por motivos de necesidad, había cogido el coche para ir a la facultad, a Cantoblanco, a recoger unos libros que me iban a hacer falta durante el confinamiento. Ya estaba todo desierto, salvo una auxiliar en un despacho, detrás del mostrador de recepción, y la persona de seguridad que me hizo firmar un registro a la entrada. Recogí el paquete que me habían dejado los bibliotecarios en el despacho, subí al coche, saludé de lejos a la persona de seguridad y a la salida, en vez de torcer a la izquierda hacia Madrid, cogí a la derecha para subir a la sierra. Pasé Tres Cantos, Colmenar Viejo, Soto del Real y llegué a lo más alto del puerto de la Morcuera. Hacía un día fresco y lloviznaba a rachas, bajo un cielo gris recorrido por nubes oscuras y rápidas. En aquella inmensidad, sólo se oía el viento, ocasional, imprevisible. Estaba completamente solo.

El martes 25 volvieron los picos de fiebre. Uno de ellos, que me llegó echado en la cama, por la tarde, fue tan violento que pensé que estaba a punto de fundirme. De pronto, la temperatura bajó y por un momento me sentí liberado. No recuerdo cuándo tomé plena conciencia de que tenía el covid-19, pero debió de ser bastante pronto. Cuando se lo dije a una amiga por teléfono, la voz se le puso blanca. Sabíamos la gravedad de la enfermedad, pero confiábamos –al menos yo lo hacía- en que si nos atacaba la padeceríamos en su forma más benigna. Aquella reacción me hizo comprender que no tenía por qué ser así. Rellené varias veces un cuestionario online del Gobierno regional pero los resultados no eran concluyentes. En una situación parecida, una periodista norteamericana se decidió, después de tres intentos, a contestar afirmativamente a la pregunta de si había tenido contacto con algún paciente. Parece que entonces, por fin, le hicieron caso. No sabíamos lo que hacer. Seguía la tos, pero el cansancio, cada vez mayor, podía ser atribuido sólo a la fiebre. Una noche soñé que me habían llevado al hospital de campaña de IFEMA, que para entonces había empezado a recibir a los primeros pacientes. A las 24 horas me dejaban salir, sin rastro de cansancio, de tos ni de fiebre, eufórico, feliz. 

COVID-19. La tempestad.
Foto: Manu Fernández | AP

El viernes 27 por la mañana la fiebre subió más arriba de los 38º y no bajó en todo el día. Para entonces había perdido el apetito y después de unas horas en las que todo, hasta el alimento más insípido, resultó insoportablemente salado, también había perdido el gusto. Al intentar refrescarme con un poco de colonia, me di cuenta que también había perdido el olfato. Como ocurre en un catarro, pero de una forma más drástica. El mundo parecía retroceder, alejarse de mí.

El sábado continuaba la fiebre, que no había bajado en toda la noche. Llamé al teléfono de la Comunidad, hablé con una persona muy amable pero que no me ofreció ninguna salida. Al mediodía, como seguía alrededor de los 38’5º, llamé a una amiga médico. Me aconsejó que me presentara en Urgencias lo antes posible, en el Hospital de la Princesa, el que me corresponde de la Seguridad Social y donde ella tenía algunos amigos. Hablé con mi hermana, y antes de salir dejé todas las llaves excepto las de casa y cogí sólo una tarjeta de crédito, un poco de dinero suelto, un cargador para el móvil. El Hospital de la Princesa está a dos manzanas de mi casa, pero era incapaz de andar hasta allí. Llamé a un taxi y el taxista, al pararse en la puerta de Urgencias, me regaló un guante cuando vio que llevaba roto uno de los míos.

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Foto: Manu Fernández | AP

Ya en la recepción, una mujer me pidió que no me acercara, que no pusiera las manos encima del mostrador y que le diera los datos de viva voz. Luego me indicó que esperara justo al lado. Al poco rato me llamó un médico joven, que me hizo sentarme en un despacho minúsculo, gastado por el uso, y, mediando una considerable distancia entre los dos, tomó notas en el ordenador mientras yo le contaba lo que me pasaba. Volví a salir, esperé un poco más que antes, ahora ya en la sala de espera de Urgencias, y cuando me volvieron a llamar me informaron que tenían que hacer unas radiografías. Fue allí mismo, en la misma planta. Todos llevábamos mascarilla, guantes y el personal del hospital diversas clases de protectores. Pronto estaban hechas las placas –una lateral y otra de frente-, y otra vez me encontraba en la sala de espera. Esta vez me llamó una médico, también joven. Me atendió en un recodo del pasillo, los dos de pie. Vino a decirme que tenía una neumonía en el pulmón izquierdo, un cuadro serio, y que estaban valorando si devolverme a casa. La alternativa era pasar varios días en Urgencias, sin poder decir cuándo me ingresarían porque no había camas libres. Con un gesto de la mano señaló en dirección de la sala donde yo acababa de estar. Le apunté mi debilidad, la fiebre y la seguridad de que si me iba a casa volvería, y no sabía en qué estado, al día siguiente o a las pocas horas. La médico me miró un momento sin decir nada y me indicó que volviera a esperar. (Entonces yo no sabía nada de los enfermos muertos en su casa tras haber sido devueltos allí desde las urgencias hospitalarias. Tampoco sabía que de los ingresados en los hospitales esos días fallecería el 40%.)

Al rato –no creo que pasaran más de tres horas desde que había llegado- una auxiliar dijo mi nombre en voz alta y pasé a lo que antes era uno de los despachos donde los médicos recibían a los enfermos. Lo habían convertido en un laboratorio con apenas sitio para moverse y dos espacios minúsculos, el del fondo reservado al personal sanitario y el primero, más cerca de la puerta de entrada, con varios sillones. Me sentaron en uno grande, cubierto con papel blanco y me hicieron la primera prueba, un test mediante PCR, metiéndome unos bastoncillos mucho más largos que los habituales, con algo que parecía algodón en la punta, por las dos fosas nasales y la garganta. La operación fue tajante y rápida. En el pasillo, al fondo, se oía una conversación sobre una paciente a la que le habían tenido que repetir la prueba y que no parecía haber salido muy bien parada (nada grave, parecía ser). Luego me pidieron que pusieron el brazo boca arriba y cuando esperaba una extracción de sangre, me clavaron una larga aguja en la muñeca izquierda. Sentí una ligera molestia: apenas hubo algún momento de dolor físico, nunca muy intenso, en todos aquellos días. Me dijeron que era una exudación, y como nunca me lo habían hecho, me habría interesado preguntar lo que era. No tenía fuerzas, ni para preguntar ni para escuchar la respuesta. Luego vino el electrocardiograma y, supongo, aunque no lo recuerdo, la extracción para una analítica. También me pusieron una vía en el recodo del brazo derecho y así entendí que iba a quedarme en el hospital.

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Foto: Gerald Herbert | AP

Volví a la sala de espera y me senté en una silla libre. La sala de Urgencias del Hospital de la Princesa es un recinto alargado, con dos puertas en los lados extremos más estrechos. Entre las dos corre un largo espacio libre, como un pasillo, que la divide en dos zonas, una más ancha que da a la calle, otra más corta y estrecha. Toda la sala es de por sí un lugar de paso. Los grandes ventanales de uno de los lados dan a la calle Maldonado. Cubiertos de un cristal opaco, dejaban filtrar una luz gris. El otro forma un repecho delante de las puertas que dan a lo que eran los despachos de consulta de los médicos de guardia. Allí habían instalado algunos sillones donde se colocarían los enfermos necesitados de oxígeno, que requerían grandes cilindros, muy pesados –los tanques, los llamaban- colocados cerca de cada uno de ellos.

Con el paso de la tarde había ido llegando más gente y aunque no todos los asientos estuvieran ocupados –todavía intentábamos dejar uno libre entre cada uno de nosotros-, la sala parecía saturada. Y aunque inmóvil, la gente sentada en las filas de sillas no parecía quieta, ni en reposo. Se habría dicho que a todos los movía por dentro una fuerza ciega, inhumana. Poca gente hablaba, pero de fondo había un rumor sordo continuo, amenazante de una forma imprecisa, al que contribuía una televisión colgada de la pared, con el sonido muy bajo, que nadie atendía. En su tiempo, tal vez había allí algún símbolo religioso que humanizaba el recinto. 

Entre los que estaban allí, había una mujer joven, de unos treinta años, vestida con un mono de tela vaquera azul salpicada de pintura blanca y las  manos cubiertas de unos guantes verdes, de los de fregar, que se paseaba nerviosamente, sin parar, la mirada desquiciada. Varias veces le invitaron a marcharse, pero otras tantas se negó hasta que no tuviera noticias de su padre. No quisieron forzar la situación y al decirle que iba a contagiarse, respondió que le daba igual. La dejaron -¿qué más había que perder, en aquellas circunstancias?- y siguió con sus paseos. Al lado de la puerta de entrada, de cara a la sala, habían colocado a una mujer mayor, en una silla de ruedas, inclinada sobre las rodillas, con la cara tapada entre las manos. Cuando se acercaban a proponerle algo, movía la mano derecha en el aire sin levantar la cabeza, como si apartara algo insoportable. Se la llevaron en algún momento que no recuerdo.

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Foto: Manu Fernández | AP

Luego trajeron a un hombre mayor, también en una silla de ruedas, lívido, los ojos hundidos, que no supo qué contestar cuando le preguntaron el nombre. Y al pedirle con un poco más de insistencia que dijera su apellido, se le oyó exclamar que qué era eso del apellido. Poco más tarde llegó otro, también en silla de ruedas. Pronto le pidieron la autorización para iniciar el tratamiento experimental al que nos iban a someter y que requería el visto bueno, aunque fuera oral, del paciente. Contestó que preguntaran a su mujer, pero no tenía móvil ni se acordaba del número de teléfono. Una auxiliar lo consiguió a través del Centro de Salud y así logró que hablara con ella, pero al parecer la mujer le respondió que decidiera él. El hombre, sin duda uno de estos hombres mayores que dependen de su mujer para la menor cosa, no sabía qué hacer y así quedó la situación hasta que se lo llevaron. Dos días después, el lunes, llegaría una mujer joven, con su madre en silla de ruedas, las dos diagnosticadas con covid-19 y las dos con sobrepeso. Esta vez la hija, a pesar del trastorno que reflejaba la tensión de la cara, le dijo a una de las auxiliares que ella se hacía cargo de la situación. La madre, por su parte, era incapaz de articular una palabra.

De vez en cuando llegaba gente joven, como un chico de unos veinte años que después de pasar por una de las consultas y salir apretándose un brazo con la otra mano se quedó allí un rato, contemplando con asombro, y se diría que incredulidad, la escena. Detrás de él, antes de que se marchara, había, sentado en la primera fila de sillas, cerca de donde había estado la señora que no levantaba la cara de las manos, un hombre joven, con el mismo gesto que aquella y la cabeza enfundada en la capucha de una sudadera negra. Así se quedó un largo rato hasta que se acercaron a preguntarle su nombre. Tardaron mucho en conseguirlo, porque sólo emitía un gruñido largo, informe. Cuando por fin logró decirlo, le dejaron en paz. De vez en cuando, con un chaleco naranja fosforescente por encima de la sudadera, se paseaba por el pasillo como una fiera enjaulada. Siguió con sus paseos toda la noche: imponía respeto pero nadie parecía tenerle miedo. Varias veces quiso irse, pero los guardas de seguridad lo retenían y lograban tranquilizarlo.

El domingo por la mañana, después de una noche dormitando a ratos en un sillón pequeño, me llamaron a otro de los despachos, contiguo a aquel en el que me habían hecho las pruebas la tarde anterior. Estaba lleno, con unas diez o doce personas sentadas alrededor, algunas todavía dormidas. Me senté en el único asiento libre y me sacaron sangre en una cantidad que nunca había visto -a pesar de una buena salud, también tengo un largo historial médico. Justo enfrente, apenas a dos metros, estaba sentado un chico de poco más de veinte años, con el pelo rizado en tirabuzones cortos, como plantados en la cabeza, y una camiseta negra que llevaba impreso en diagonal y letras gigantes la palabra NOISE. Ya lo había visto la tarde de antes, con los mismos ojos desorbitados. Ahora contemplaba con estupefacción, como si no entendiera lo que me estaban haciendo, los múltiples tubos de colores que se iban llenando de sangre. Fue entonces, me parece, cuando me dijeron que el análisis anterior había dado positivo y que estaba enfermo del covid-19. Volví a la sala grande, y me senté en otro sillón pequeño, más o menos en el centro de la sala, que ahora, por la mañana, parecía un poco más luminosa y menos poblada.

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Foto: Manu Fernández | AP

Ya la noche anterior nos habían distribuido la cena en bandejas que traían una papeleta con nuestro nombre. Ahora nos dieron el desayuno, por el mismo sistema. Traían el carro y el auxiliar decía en voz alta el nombre correspondiente hasta que aparecía la persona, algo que no siempre ocurría de forma automática: había quien se había dormido o se había refugiado en una de las salas pequeñas, y seguramente había también quien se había marchado. Siempre cenamos lo mismo: consomé –y una vez “sopa de lluvia”– puré, compota o algún flan. Estaba muy bien. En una esquina acabaron instalando una mesa pequeña con agua, zumos y frutas. Por la vía me ponían suero y como ocurrió esa misma mañana, cuando llegué otra vez a los 39º de fiebre, paracetamol.

El mismo domingo empecé con el tratamiento al que había dado el consentimiento poco después de que me hicieran las primeras pruebas. Consistía en una tableta de Kaletra (compuesto de lopinavir y ritonavir, dos antirretrovirales utilizados para controlar los efectos del sida), otra de Dolquine (hidroxilcloroquina) y un antibiótico, Zitromax, dos veces al día. Consultados vía whatsapp, los amigos y familiares con conocimientos del asunto me aseguraron que era el mejor tratamiento posible en aquellas circunstancias y que se sabía que estaba dando buenos resultados. En aquella tempestad se había levantado, sólo Dios sabe a costa de qué tensión y qué empeño del espíritu y la voluntad, una forma humana de organización.

Había llegado a tener tanto respeto a los picos de fiebre que cuando una enfermera accedió a ponerme paracetamol por la vía, después de decirme que estaba en casi 38º, le di las gracias tan efusivamente que se echó a llorar detrás de su pantalla de plástico transparente, con la mascarilla puesta. Había visto el estoicismo de los guardas de seguridad y del personal de limpieza y mantenimiento moviendo sillones y tanques de oxígeno en medio de aquella multitud enferma y contaminada. Había visto a enfermeras y auxiliares que no perdían la capacidad de reír, de hacer bromas con los pacientes, provocar y cantar –cantar, sí-, en particular P., arrolladora de vitalidad, y otra muy joven que se había puesto, por encima de toda las protecciones posibles, una corona del Burger King de la esquina. Hasta aquel momento, sin embargo, hasta que aquella enfermera se puso a llorar, no me había dado cuenta de lo que significaba el simple hecho de estar allí y cuidar de nosotros en esas condiciones. Después de los sucesivos anuncios que había tenido que ir comunicando a mi hermana, fue el momento más difícil de aquellos días. Cada tarde, a las ocho, el personal de Urgencias se reunía en medio de la sala y nos animaban y aplaudían con los brazos en alto. Recibían una respuesta amistosa, aunque tibia, sin gran energía. Luego, ya en casa, no fui capaz de salir a aplaudir por la tarde.

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Foto: Emilio Morenatti | AP

El sábado por la mañana tuve una visita. Como habíamos entrado a cuerpo limpio, sin haber previsto lo que iba a pasar, los familiares o los amigos de los ingresados en Urgencias dejaban paquetes en la entrada y lo distribuían luego. Sobre las diez, mi hermana se acercó a la puerta, dejó allí un paquete mientras yo la esperaba dentro. Así pude verla, al otro lado de la calle, al salir a recogerlo ante la mirada muy atenta del guarda de seguridad.

Conforme pasaban las horas y la sala se vaciaba de los pacientes que ingresaban en el hospital o aquellos que devolvían a su casa, los que permanecíamos a la espera del ingreso íbamos moviéndonos hacia el fondo. Allí habían colocado unos sillones más cómodos, de los que se encuentran en las salas dedicadas a hospital de día. Para entonces, se había formado un pequeño grupo de veteranos. Entre nosotros había un muchacho de origen ecuatoriano, delgado, que permanecía recostado en su sillón, como si lo aplastara el peso del mundo entero. Un matrimonio de cierta edad se separaba y se volvía a reunir al capricho de los tanques de oxígeno. Había dos hombres jóvenes que habían recibido ropa de recambio y no habían perdido las ganas de bromear. Otro más joven aún, con gafas y aspecto de profesor, había acabado sentado a mi lado, sin decir una sola palabra, la mirada fija, reconcentrada en algo que sólo veía él. Había una mujer mayor, muy delgada, perfectamente vestida y arreglada –en las muchas horas que pasó allí no se le movió un mechón del pelo blanco-, que se movía como un pájaro, con los ojos extraviados. Estaba sorda y cuando había que entregarle una comida o algún medicamento, siempre había un pequeño grupo de voluntarios que coreaba su nombre. 

Como llamaban a algunas personas para subir a planta, la tensión iba en aumento con el paso de las horas, luego los días. El lunes por la tarde, hubo quien empezó a quejarse porque no entendía el criterio de selección. A una mujer se la llevaron para subirla a una habitación, la volvieron a bajar porque todavía no habían hecho la limpieza, para acabar diciéndole que había habido un error. No había muchas fuerzas para protestar. No sé cómo circulaban las noticias ni de dónde salían, pero entonces se supo que iban a empezar las expediciones a IFEMA. Así fue, y ya de noche leyeron una lista de nombres y distribuyeron a cada uno un hatillo de plástico con medicamentos para varios días. El muchacho de origen ecuatoriano estaba entre ellos y cuando oyó su nombre, sacó de pronto fuerzas y con un peine que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón se arregló le pelo con mucho cuidado. Yo seguía con fiebre y estaba tan débil que el viaje hasta IFEMA me parecía algo infinitamente penoso, fuera de mis posibilidades. Me fui quedando dormido, hasta que sobre la una y media, en la madrugada del martes, escuché mi nombre repetido por mis compañeros y me desperté. Un celador me ayudó a incorporarme, me sentó en una silla de ruedas y tras las despedidas, me condujo por un largo pasillo, subió conmigo en el ascensor y me dejó en una habitación donde, en la cama más próxima a la puerta, descansaba otro enfermo.

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Foto: Manu Fernández | AP

No tenía fuerzas para ducharme, pero me lavé, me acosté y me parece que no tardé  en dormirme. Me desperté varias veces, sobresaltado, y una de ellas, al verme en una habitación silenciosa, con ropa limpia, casi me pongo a llorar. Recé en sueños, algo que no me había pasado nunca, y seguía intentando recordar, sin conseguirlo, como me había pasado en Urgencias los días anteriores, el texto del salmo que habla del guardián de Israel.

Al día siguiente, después de la ducha y del desayuno –el mismo que recibíamos abajo, en la misma bandeja y con la misma pegatina con el nombre correspondiente-, tuve la sensación de estar un poco menos flojo. Entonces volvió la tos, a la que no había prestado mucha atención los días previos. No era tos, en realidad. Era el resultado infructuoso de un esfuerzo por toser, un esfuerzo repetido una y otra vez, sin descanso. Me di cuenta que al pronunciar diez palabras seguidas me quedaba sin aliento. Tratar de ir más allá me costaba un nuevo ataque de tos. Ya me había pasado antes de llegar a Urgencias, pero ahora volvía con mayor intensidad.

Reanudé así la vida en el hospital, pautada, llena de momentos vacíos interrumpidos por los enfermeros, los auxiliares, el personal de limpieza. Cada cuatro horas nos tomaban la temperatura y controlaban el ritmo cardíaco y la oxigenación. Bajar de 93, en este último caso, llevaba a ponerle oxígeno al paciente. Yo nunca tuve muchos problemas con esto y tampoco sufrí dificultades respiratorias importantes. Les preocupaban, en cambio, los pies y los tobillos inflamados, algo que yo me apresuraba a atribuir a la estancia en Urgencias. (Tampoco sabía nada de las complicaciones que el covid-19 acarrea en la circulación de la sangre.) Una noche la tos se volvió tan persistente que me decidí a llamar a enfermería. La enfermera me aconsejó que intentara dormir boca abajo y por lo que oí luego, buena parte de los ingresados pasábamos las noches de esa manera. Unos días después, la misma enfermera me dijo que aquella noche había vuelto después de un rato y que me había encontrado tranquilo, durmiendo con la cara hundida en la almohada.

La rutina hospitalaria, tan estricta, era engañosa. Nadie entraba en la habitación sin gritar desde la puerta: “¡Mascarillas!”, y la exclamación iba cobrando, a medida que pasaban los días, un tono más y más musical, como el arranque de una escena de zarzuela

La rutina hospitalaria, tan estricta, era engañosa. Nadie entraba en la habitación sin gritar desde la puerta: “¡Mascarillas!”, y la exclamación iba cobrando, a medida que pasaban los días, un tono más y más musical, como el arranque de una escena de zarzuela. No había toallas. De pronto faltaban tapones para las vías, o a alguien echaba de menos unas “palomillas” para las analíticas. Tampoco traían agua embotellada y en dos ocasiones desaparecieron los carros, supongo que los de la comida, sin que nadie supiera dónde los podían haber metido. Quizás se los habían llevado de otra sección. También es cierto que siempre había una solución. El material médico acababa apareciendo, en vez de toallas había sábanas y evidentemente se nos estaba invitando a rellenar las botellas de agua en el grifo. Mi compañero de habitación necesitaba oxígeno para respirar, incluso a la hora de ir al baño. La enfermera trajo una alargadera que no funcionó. Le trajeron otra, que tampoco sirvió de nada. Y al probar una tercera que seguía sin arreglar las cosas, cuando todos en la habitación esperábamos que fuera a derrumbarse o a soltar algún improperio, levantó los brazos con la alargadera en las manos y exclamó: “¡Soy McGyver!”

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Foto: Manu Fernández | AP

Esta misma enfermera, M., tuvo a su padre en Urgencias durante unas horas. Al día siguiente contó que le habían mandado a casa y por la cara de satisfacción que lucía, comprendimos que todo iba bien. Una limpiadora me contó que su marido y su hijo estaban en “primera línea”, uno como conductor de autobuses y otro en la Policía Municipal. Añadió que a este último le habían faltado medios de protección pero que mientras ella estuviera aquí, en el hospital, los tendría, seguro. Cada uno llevaba una protección distinta. Había quien usaba máscaras de plástico, de las que protegen toda la cara, otros sólo mascarilla. Una auxiliar lució varias veces un chubasquero transparente de color rosa.  Espero que le fuera útil, alegre sí que era. Por la noche era más frecuente ver a los enfermeros con los monos blancos de protección integral (También los había de día, y era un espectáculo contemplar la limpieza de otras habitaciones de otras plantas, desde la ventana, con el personal enfundado en sus EPIS.) F., un enfermero nacido en un pueblo de Jaén que trataba a los pacientes con una infinita delicadeza, comentó, al indicarle yo los ideogramas que lucía en el pecho, que los chinos, exportadores del virus, andaban ahora haciendo negocio con el material protector.

No se hablaba de eso, claro está, y a todo el esfuerzo realizado se sumaba este, destinado a que los pacientes no conociéramos la dimensión de lo que estaba ocurriendo a nuestro alrededor.

Otra enfermera, V., con la voz casi apagada y la cara tensa de agotamiento, demostró en varios momentos un ojo clínico extraordinario. Con sólo mirarme, detectó un problema con la vía, que después de varios días me molestaba y no me dejaba doblar el brazo. V., que venía de cuidados psiquiátricos, también se encargó de sacarme sangre en dos ocasiones en los que otros auxiliares no conseguían dar con la vena en ninguno de los dos brazos. Siempre se deshacían en disculpas. Me habría gustado hacer más preguntas acerca de la situación, pero seguía sin poder hablar y tenía que limitarme a alguna generalidad. Temprano por la mañana, cuando me interesaba por cómo había sido la noche, me contestaban con alguna exclamación que sugería una situación difícil. Por aquel entonces yo tampoco sabía nada, aunque lo empecé a sospechar, de los empeoramientos inesperados en los pacientes. A la avalancha de enfermos, a la falta de medios y a las exigencias en cuanto al trabajo, a su organización y a las decisiones médicas sobre los pacientes y su tratamiento, se sumaba aquello: la obsesión por las derivaciones imprevisibles de una enfermedad que no conocían y que sólo sabían tratar aproximativamente, sin ni siquiera concebir lo que se podía presentar en cualquier momento. No se hablaba de eso, claro está, y a todo el esfuerzo realizado se sumaba este, destinado a que los pacientes no conociéramos la dimensión de lo que estaba ocurriendo a nuestro alrededor. Nunca he visto tanta cortesía. Sólo en el ejército –en este caso un ejército sin mando, sin medios, sin uniformes, enfrentado a un enemigo que no conocía- es imaginable un grado tal de dignidad y de elegancia.

Una mañana recibí la noticia del fallecimiento de un buen amigo. Llevaba bastantes días en la UCI de otro hospital, donde también estaba ingresada su mujer, que se iba reponiendo. Poco después supe que otro amigo estaba en un hospital, muy cerca del de la Princesa. Así arrancó una letanía interminable de amigos y conocidos enfermos, unos tratados en casa, otros hospitalizados, algún otro fallecido. Varios en residencias de personas mayores y uno en condiciones atroces, como en los primeros tiempos del sida. El viernes, sobre las cinco de la tarde, mis amigos de la radio me dedicaron una canción, The Tide is High de Blondie. 

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Foto: Alvaro Barrientos | AP

Fueron días nublados, con rachas de lluvia y de viento. A mi segundo compañero de habitación le gustaba que abriéramos la ventana para que entrara el fresco. A mí también. Una noche en que se oía el agua golpear el suelo del patio, soñé que caía una lluvia tóxica y que todos, personal y pacientes, quedábamos encerrados, abandonados en el hospital, ese gigantesco edificio de ladrillo, de diez plantas, con patios interiores, que con los años he llegado a conocer tan bien. Nuestro ventanal daba a uno que se abría a la calle Maldonado, la misma a la que daban las cristaleras de la sala de Urgencias. Después de salir, de noche, tuve varias alucinaciones en las que la habitación y la sala de Urgencias se superponían al espacio de mi casa, más reales y más consistentes que este.  

Respondí al tratamiento con rapidez. Me parece que suprimieron primero el antibiótico, luego la cloroquina. El domingo 5 de abril tomé la última dosis de Kaletra. Poco a poco habían ido disminuyendo las “crepitaciones” de los bronquios, que observaban cada vez que me auscultaban. Iban a darme de alta el lunes, pero una subida de potasio, un problema sin mucha importancia, lo postergó. Salí el martes 7 a las 13’30, cuando la situación en Urgencias no era tan tensa e incluso había, según me dijeron, varias camas de covid disponibles. Me despedí de mi compañero de habitación y de V., a la que intenté expresar con reverencias y juntando las manos, como si fuéramos japoneses, el honor y el privilegio que me cabían por haber sido tratado por ella y sus compañeros. Antes había acudido a despedirse la médico, cosa que hicimos en el quicio de la puerta de la habitación, para que ella no tuviera que entrar. No me hacían otra prueba del covid-19, me dijo, porque tampoco las tenían para ellos. Le contesté que no se preocupara.

Cargado con dos bolsas –una de ellas amarilla, de basura- cogí el ascensor, donde un hombre no dejó de mirarme fijamente hasta que llegamos abajo. Había intentado arreglarme, pero no sé qué aspecto tendría. Dejé a mano izquierda la preciosa capilla del hospital, el corazón de todo el recinto, ahora cerrada. Como seguía sin fuerzas, en la misma puerta cogí un taxi que cruzó unas cuantas calles vacías, inundadas de sol. Entré en casa, recién limpiada, tranquila, silenciosa. Volvía al confinamiento. 

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