THE OBJECTIVE
Arman Basurto

La princesa y Europa

«Es hora de que los europeístas volvamos a la batalla de las ideas»

Zibaldone
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La princesa y Europa

Paramount Pictures

Fue en el año 1953. En el noveno verano de la posguerra, la princesa Ana (por entonces heredera, promesa y sueño de renovación para uno de los linajes más antiguos de Europa) realizó una importante gira de buena voluntad por el viejo continente, que la llevó de viaje por sus principales capitales. París, Ámsterdam, Atenas… hubo tiempo incluso para realizar una breve visita de menos de tres días a la ciudad de Roma, antes de dirigirse a la capital griega. Y fue precisamente en Roma donde la joven princesa tuvo la oportunidad de dirigirse a la prensa internacional, para así tornar su figura menuda en un icono familiar para millones de personas en todo el mundo. En la monumental galería del Palazzo Colonna (joya del barroco en el corazón mismo de Roma), periodistas y reporteros de todo el mundo se congregaron para escuchar las palabras de la joven princesa. A pesar de su aislamiento secular, España estuvo representada por partida doble: Julián Cortés-Cavanillas, del ABC de Madrid, y el reputado Julio Moriones, de La Vanguardia de Barcelona, estuvieron presentes, y pudieron disfrutar de la compañía de la jovencísima princesa, que no tuvo reparo en acercarse a saludarlos personalmente.

A lo largo de la recepción ofrecida por Su Alteza, los periodistas y corresponsales allí congregados pudieron agasajarla con sus preguntas, más propias de un certamen de belleza que de una acción diplomática. Hubo, sin embargo, una pregunta que hoy parece destacar sobre las demás, como una nota disonante:

—¿Cree Vuestra Alteza que la federación sería una posible solución para los problemas económicos de Europa? —preguntó un corresponsal norteamericano—.

—Estoy a favor de cualquier medida que conduzca a una mayor y más estrecha cooperación en Europa —respondió por su parte la princesa—.

La respuesta, desgraciadamente, no difiere demasiado de las vagas apelaciones constantes a la unidad a las que nos tienen acostumbrados los líderes europeos actuales, pero es la pregunta la que destaca en este caso. Podría afirmarse que resulta incluso anacrónica.

Pero para la Europa que comenzaba a asomar tímidamente bajo las ruinas de la que por muchos años fue la última guerra en Europa, la aspiración a una suerte de unión política no era algo en absoluto novedoso. Desde los famosos Estados Unidos de Europa anunciados por Víctor Hugo hasta las propuestas más audaces del movimiento europeo, la idea de una unión política del continente llevaba décadas presente en los horizontes de los intelectuales más cosmopolitas. Quizá desde nuestra perspectiva actual resulte chocante oír hablar de una federación europea cinco años antes del Tratado de Roma, pero entonces no lo era en absoluto. Fue la necesidad de hacer frente al sinfín de problemas prácticos que conllevaba la integración lo que condujo a que el idealismo y el debate en términos histórico diese paso a un enfoque más práctico.

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Firma del Tratado de Roma. | Foto: Wikimedia Commons

Llegados a este punto del texto, me veo obligado a hacerles una confesión: las dudas respecto a la necesidad de una federación para salir del impasse en el que se hallaba Europa son el único elemento real de la historia que les he narrado en los párrafos anteriores. Eso, y la existencia de los dos corresponsales españoles, Cortés-Cavanillas y Moriones, magníficos testigos de una época difícil, y cuyo recuerdo lucha ahora por no ser arrastrado al ámbito de la ficción por culpa de la magia de William Wyler. Lamento confesarles que la bella princesa, verbigracia, es también una invención, hecha carne en una adorable Audrey Hepburn (para más inri nacida en el corazón europeo de Bruselas), y que su viaje de buena voluntad por los viejos y orgullosos Estados no es más que el marco sobre el que se asienta la estupenda trama de la célebre Vacaciones en Roma.

Si, tal y como se escucha estos días, Europa se halla en una encrucijada que puede conducir a una federación con un presupuesto efectivo y una deuda común, resulta llamativo que no exista en esta hora decisiva un debate profundo en torno a las posibilidades y horizontes de dicha federación; y que la pregunta que formuló un periodista a una princesa ficticia en un film de William Wyler nos resulte chocante tras más de sesenta años de integración ininterrumpida.

De hecho, es posible que ninguno de los líderes europeos actuales se haya enfrentado a la pregunta de si la federación es positiva para hacer frente a los desafíos pendientes, y es muy probable que ni siquiera nos la hallamos hecho a nosotros mismos: ¿Es la federación una solución viable? ¿Sería deseable? ¿Existe una identidad europea que sea la base de la solidaridad requerida en toda federación? Y, de ser así, ¿en qué se basa dicha identidad?

En la actualidad, la conversación pública de masas en torno a la política europea (es un decir) se halla circunscrita a cuestiones tan concretas y a desafíos tan inmediatos, que las preguntas sobre el ser mismo de Europa o acerca de su identidad común han quedado sepultados por el uso metonímico de la palabra para referirnos a su estructura política. De la misma forma que la princesa Ana debe renunciar a su pretensión de vivir sin ataduras bajo el sol de Roma y acepta el corsé de sus obligaciones, la visión naïf del Movimiento Europeo en los años cuarenta y cincuenta hubo de aceptar el dogal del desarrollo administrativo de las Comunidades. Sin embargo, la magnitud del salto que la Unión se dispone a adoptar hace preguntarse si acaso no es necesario recuperar aquella discusión en torno a significantes más profundos, y si no es esa la causa de que la mención a la palabra federación en una película de hace más de seis décadas resulte tan poderosa.

Hay en el cine (no solo el americano) de los años cincuenta y sesenta una cierta visión de Europa, aderezada por supuesto con una fascinación muy particular por la ciudad eterna. Pareciera incluso que la síntesis entre la historia particular de cada vieja nación y una visión de conjunto estuviese mejor ensamblada en las grandes producciones de aquella época de lo que lo está en la actualidad. Tanto en los films de William Wyler como en los de su cuasi-tocayo Billy Wilder (ahí está la divertidísima como Un, Dos, Tres) vemos cómo esa síntesis entre el viejo mundo (y su acerbo cultural) y las imposiciones de la Guerra Fría nos regala una imagen reconocible de lo que era Europa, ya fuese a través de las vivencias de un periodista en Roma o de un ejecutivo de Coca Cola en Berlín Occidental. El mirar de otro haciendo que descubramos en lo que creíamos ajeno un elemento que nos es profundamente familiar. Cuando la perspectiva que informaba la cultura dominante pasó a ser norteamericana, el hecho de que se tratase de una visión externa hizo más fácil que a Europa se la percibiese como a un todo con algunos elementos comunes ya perfilados. A Wyler ni le hizo falta especificar el reino del que Anna era princesa heredera para que su historia nos resultase plausible, y vive Dios que esa indefinición hubiera resultado impensable tan solo veinte años atrás.

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Fotograma de ‘Uno, dos, tres’ (Billy Wilder, 1961) | Foto: United Artists

Y así, en la visión confusa y algo desenfadada del genio es posible encontrar un sustrato de Europa desde el que se pueda pensar en una federación. Y eso, en un momento en el que la necesidad económica nos impele a dar un enorme salto adelante, es fundamental. Sin una base conceptual sólida, sin un verdadero debate y una asunción de qué es Europa y de qué nos hace europeos, resultará imposible que cualquier federación futura encuentre el sustrato que la lleve a germinar. Es hora, pues, de que los europeístas volvamos a la batalla de las ideas.

Felipe González solía decir en sus entrevistas que para entender lo que era España era necesario mirarla desde América Latina. Y quizá, tras el caos y la destrucción de las dos grandes guerras, para comprender cuál es la base de esta Unión cada vez más estrecha sea necesario que nos miremos a través de los planos de cineastas como Wyler y Wilder. Norteamericanos, sí, pero huidos en los tristes treinta del corazón mismo de ese viejo continente.

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