Exiliados: con un pie en lo desconocido
«A miles y miles de aquellos intelectuales europeos emigrados tras las distintas contiendas, aquel éxodo interminable los acabaría consumiendo por completo»
«Habíamos puesto un pie en lo desconocido, sin saber cuánto tiempo duraría ni qué consecuencias tendría para nuestro propio destino y el de la humanidad entera», comentará en su Diario Monika, la hija de Thomas Mann, nada más llegar a la primera parte del exilio de todos ellos, en la Provenza francesa. Corría el año 1933, Hitler acababa de llegar al poder y aquel inmediato y desasosegante desarraigo, considerado inicialmente como un incierto episodio, un paréntesis de por sí inquietante pero no apocalíptico como realmente sucedería, fue adquiriendo poco a poco un carácter definitivo. Para españoles, para alemanes y austríacos, para rusos exiliados tras el 1917, la separación de la patria duraría demasiado tiempo. Dejó heridas profundas, inconsolables y para muchos no existió jamás el regreso a la tierra abandonada.
En concreto, a miles y miles de aquellos intelectuales europeos emigrados tras las distintas contiendas, tras pavorosas persecuciones y guerras de destrucción y exterminio, aquel éxodo interminable los acabaría consumiendo por completo. Otros cuantos escogidos, más resistentes o cuya suerte atravesada por los innumerables recodos del camino sería más benevolente, seguirían creando y escribiendo con renovada energía. La creatividad no tenía por qué detenerse. Muy al contrario, el mensaje dirigido directamente a los verdugos, a los tiranos y liberticidas de aquellos días tenía que ser más nítido que nunca. La libertad era un bien imposible de abatir. En esa lucha sin cuartel no cabían las derrotas. El combate se presentaba eterno y jamás tenía que decaer.
Como todos aquellos refugiados del nazismo, Monika Mann añadiría a la historia de todos ellos sucesos propios especialmente desgraciados. Una vez huidos de Alemania, ella se dirigiría a Florencia a estudiar música y allí conocería a un brillante intelectual judío, refugiado húngaro, Jenö Lányi. Debido a las leyes raciales de carácter antisemita dictadas en Italia, ambos tuvieron que partir para Inglaterra en 1939, donde se casaron. En 1940 obtuvieron un visado para emigrar a Canadá, pero en la travesía entre Liverpool y Quebec, en el barco Ciudad de Benarés, la nave fue torpedeada por un caza alemán. Su marido murió ahogado junto a 258 personas, entre ellas 90 niños judíos enviados por familias europeas para refugiarlos en Canadá. Monika sería rescatada y llevada a Estados Unidos, donde sus padres ya estaban viviendo.
Conforme iba escribiendo mi libro Sin tiempo para el adiós (exiliados y emigrados en la literatura del siglo XX), cientos de historias personales de aquellos exiliados, historias muchas veces de carácter desgarrador, o bien citas fatales con el destino y encuentros sorprendentes que sobrevenían en los recodos más insospechados de aquellos infinitos caminos del éxodo bíblico emprendido, me saltaban de repente, emocionándome. Unos encuentros, unos diálogos en las mismas puertas del Infierno, o en Paraísos eventuales por fin encontrados, que se interferían unos con otros. Que conversaban y enunciaban futuros sin cesar. Desde instantes muchas veces fugaces hablaban con la elocuencia de las grandes lecciones dejadas a un porvenir que sería capaz por fin, un día, de entenderlas y dotarlas del trágico significado que ellos, los que huían, apenas tenían tiempo de reconocer, escapando y salvándose siempre, sin apenas detenerse. Sin tiempo para las lágrimas ni para ardientes despedidas o adioses improvisados. Más tarde, la memoria de los sobrevivientes devolvería aquellos instantes vividos como una exhalación a un lugar de la historia, de la gran e imborrable Historia escrita con mayúsculas, que los custodiaría para siempre. A veces se trataba de palabras ásperas, groseras, dichas con la soltura y arrogancia propia de unos tiempos bárbaros y brutales. Palabras que eran casi escupidas a honestos representantes de un humanismo entonces en fuga. «Dígame, francamente ¿Por qué esta saña contra mí?», le pregunta en algún momento a un funcionario francés del Gobierno de Vichy el joven y valiente héroe americano Varian Fry, responsable de una mítica red de salvamento en Marsella, durante la Segunda Guerra Mundial. El oficial fascista de nombre aristocrático Maurice Rodellec de Porzic le mirará desdeñoso y le responderá secamente: «Porque usted protege a los judíos y a los antinazis».
«Para Stefan Zweig Europa fue siempre lo más parecido a una fe, a una religión irrenunciable»
Poco antes, este pretencioso representante de «la nueva Francia», encargado de la prefectura de Marsella en el año 1941 —un rasgo, la arrogancia, que era común a todos estos entusiastas colaboracionistas del terror nazi que se había extendido a lo largo y ancho de Europa— este vanidoso servidor público que le estaba invitando a Fry a abandonar el territorio francés, le había dicho con cinismo: «Sé que en Estados Unidos apoyan aún la vieja idea de los derechos humanos. Pero acabarán por compartir nuestros puntos de vista, es solo cuestión de tiempo».
Dos mundos: el mundo libre y el mundo sojuzgado, aliado al totalitarismo, que en aquellos momentos, el momento en el que Fry y el oficial francés estaban hablando en el despacho de este último, se habían comenzado a agrupar y enfrentar en dos alianzas militares, los Aliados y las Potencias del Eje. Unos bandos, dentro de una nueva guerra mundial europea, de consecuencias aún terribles y desconocidas, por espantosos que fueran ya los presagios vividos día a día con la Ocupación nazi de Francia, que en aquellos momentos aún no se habían acabado de definir. Al mismo tiempo, y paradójicamente, lo mejor de la fortaleza de los entonces supuestamente débiles y vencidos renacía una u otra vez. Es decir, la rebelión humanista contra la barbarie. La eterna lucha de Calvino contra Castellio, del despotismo contra la libertad, como dejó escrito en su ensayo memorable Stefan Zweig, para quien Europa fue siempre lo más parecido a una fe, a una religión irrenunciable.
Débiles, cansados, perseguidos y sojuzgados sin piedad. Cansados de huir en tantos casos. Escapando de una y otra guerra, guerras que se darían mortalmente la mano, como sucedió con tantos españoles que emprendieron el camino del exilio y nada más pasar la frontera se vieron encerrados en crueles campos de concentración, al aire libre, en pleno invierno, en playas del sur de Francia como Argelès. O demócratas alemanes y austriacos que al ser atrapados en la trampa mortal de una Francia colaboracionista donde un día creyeron estar a salvo, se vieron igualmente encerrados de un día para otro en humillantes centros de internamiento. Eso sucedió con Walter Benjamin, Hannah Arendt y tantos otros.
Un día antes de que el ejército alemán entrara en París, el 13 de junio de 1940, Benjamin había dejado la capital, yéndose a Lourdes. Desde allí partió a Marsella y finalmente llegó a Port-Vendres, en el sur de Francia, con la intención de huir a España. Al llegar a este pequeño pueblo costero de los Pirineos Orientales, se dirigió inmediatamente al contacto que se le había facilitado: Hans y Lisa Fittko, dos alemanes de la resistencia antinazi que había conocido anteriormente y que podían pasarlo a través de la frontera. Walter Benjamin tenía en ese momento 48 años, sufría de múltiples patologías, entre ellas una ciática crónica y, sobre todo, de una miocarditis en el corazón.
Lisa Fittko, calificada durante mucho tiempo como «héroína invisible de la Resistencia», lo mismo que podría aplicarse al joven Varian Fry, dejaría escritos unos apasionantes recuerdos de aquella etapa trascendental de su vida como «pasadora de frontera». En ellos le dedicaría un afectuoso y triste capítulo («El viejo Benjamin») a la muerte de su amigo reencontrado y perdido poco después. Un emocionante encuentro que ella jamás olvidaría y que, muchos años después, a lectores como yo nos empujaría a escribir la memorias de aquellos «instantes robados». De aquellas citas con el destino «y el de la Humanidad entera», como decía Monika Mann. En aquellos momentos, era el 25 de septiembre de 1940 y todo sucedía en una estrecha buhardilla de Port-Vendres. Hacía un par de horas que Lisa se había acostado cuando llamaron a la puerta. Al abrir, vio que se trataba de uno de sus amigos de Berlín, Walter Benjamin, que como tantos otros, se había refugiado en Marsella cuando los alemanes invadieron Francia. Las palabras pronunciadas por el «Viejo Benjamin» como ella lo llamaba, no hicieron más que asombrarla: «Estimada señora —le dijo Benjamin, representante en aquel momento de un universo de antaño— le ruego que perdone la molestia, espero no haber llegado en un momento inoportuno. Su señor esposo me ha explicado cómo podía encontrarla. Me dijo que usted me llevaría a España cruzando la frontera». Fittko no salía de su asombro: el mundo se estaba hundiendo, pero la cortesía de Benjamin permanecía inalterable.
Para decirlo de otra forma, se trataba de nuevo, y eternamente, de dos mundos que se daban cita: ese combate enunciado por Stefan Zweig en su novela El jugador de ajedrez, alegoría pesimista del nazismo, con una fuerza bruta y un implacable avance de la estupidez destructiva enfrentados sin piedad al fulgor de mentes brillantes e inteligentes, con respeto a las formas humanas de otros tiempos. O, si se prefiere, el mundo de Calvino contra Castellio, el de despotismo contra humanismo, que se daba la mano simbólicamente en dos instantes del infortunio. Por un lado, la arrogancia y desprecio con el que el funcionario colaboracionista de Vichy interpelaba brutalmente al joven héroe, enviado del mundo libre, Varian Fry y, por otro lado, la cortesía con la que Walter Benjamin, envejecido, cansado de huir, delicado y exquisito con las formas, le preguntaba, educadamente, a su «pasadora» de fronteras, si no la importunaba en ese preciso momento y a esa hora tan inadecuada. «La vieja idea de los derechos humanos», como ahora sabemos, gracias a aquellos espíritus libres que le hablaban al futuro, saldría de nuevo triunfante.