Contra la defensa (gremial) de la filosofía
«La buena filosofía, aunque por desgracia ocupe en muchas librerías los mismos estantes que algún que otro género fraudulento, no funciona como la autoayuda»
Seamos claros desde el principio: la filosofía no te hace más feliz, ni mejor persona. Mi madre, sin ir más lejos, jamás ha leído a un filósofo, ni falta que le hace. No necesita haberse devanado los sesos con Kant y Aristóteles para ser una de las mejores personas que conozco. Probablemente, la filosofía no te ayude –a la hora de la verdad– a saber cómo educar de la mejor forma a tus hijos, ni a afrontar la muerte de un ser querido, así como tampoco a elegir pareja o amigos. En definitiva, es posible que no te dé las respuestas que necesitas en los momentos más importantes de tu existencia. O peor, puede incluso que te las dé pero te dejen indiferente.
Siento defraudar a aquellos que pensaban, desde fuera, que la filosofía podía ayudar a todas esas cosas –claro que entonces no se comprende por qué no han entrado ya en sus fauces; quizá no se lo tragan del todo, y hacen bien, no como los que caímos en la trampa como bobos–. La (buena) filosofía, aunque por desgracia ocupe en muchas librerías los mismos estantes que algún que otro género fraudulento, no funciona como la autoayuda. Te he ahorrado muchas, muchísimas horas de tu vida, así que puedes dejar de leer aquí. No hay de qué.
Si todavía no te he convencido y sigues leyendo esto, quizá se deba a que aún conservas algo de esperanza. O, tal vez, no estás en absoluto de acuerdo con lo anterior, y crees que la filosofía verdaderamente satisface esas necesidades vitales. Eso dependerá, por supuesto, de cómo entendamos la disciplina, lo que nos conduce a una pregunta importante: ¿qué demonios es la filosofía? Pues bien, para poder responder a esa cuestión será necesario, ya de partida, llevar a cabo un ejercicio filosófico. Y siento decepcionarte de nuevo, pero no existe una única y definitiva respuesta. Sucede que cada filósofo tiene su propia idea respecto de qué es, qué problemas aborda y de qué manera. Heidegger, Ortega y Gasset, Gustavo Bueno, Deleuze, Guattari, Agamben, Hannah Arendt, Feinmann o Bunge, por mencionar algunos, tienen todos ellos un libro titulado, precisamente, «¿Qué es la filosofía?».
Llegados a este punto, imagino que la confusión será enorme. Si cada filósofo tiene una definición diferente, entonces estarás tentado a razonar lo siguiente: «Si entre ellos mismos no se ponen de acuerdo, quiere decir que aquello que concierne a la filosofía, empezando por su propia noción, tiene un carácter relativo, es decir, que todo vale, y que por lo tanto también lo que pueda pensar yo sobre ese asunto. Así que para qué adentrarme en esa disciplina tan oscura que ni si quiera puede dar una respuesta definitiva a en qué consiste». ¡Error! Resulta que, aunque no lo sepas, del mismo modo que había que filosofar para saber qué es, al decir eso también estás haciendo filosofía, sólo que de una manera burda.
Permíteme esta grosera analogía: estarías adoptando el papel del cuñao’ que te dice con un exceso de confianza, pero sin tener ni idea de lo que está hablando, que eso (sea lo que sea) él lo solucionaría en un periquete así o asá. Vamos, que intentando huir de ella acabarías por abrazarla, pero torpe y malamente. Así que, como tantas veces se ha dicho ya, no existe la posibilidad de darle la espalda a la filosofía, sino que, al ignorar su historia y también sus planteamientos actuales, se estará siendo un mal filósofo. Tan pésimo, seguramente, como el cuñao’ solucionando tus problemas de boquilla. La filosofía no es necesaria, como tantas veces se dice a modo de eslogan. Al menos no en el sentido que le quieren dar algunos, es decir, el de beneficiosa; si la filosofía es necesaria lo es en un sentido más escolástico, esto es, el de inevitable.
¿Y qué pasa entonces con el problema que tenemos encima de la mesa estos días, sobre si Filosofía y Ética deben o no estar en las aulas de la ESO y Bachillerato? (Recordemos que el PSOE ha incumplido el pacto del Congreso en el que aseguraba que se recuperarían las horas lectivas de estas asignaturas en el ciclo educativo). En esto hay que ser también honestos y abandonar la ingenuidad a la que algunos acuden como trinchera. La defensa del gremio de profesores de secundaria, del todo lícita y, aquí sí, recomendable, no debe confundirse con la defensa de la filosofía en general. De hecho, aunque pueda sonarte extraño, una cosa y la otra tienen muy poco que ver.
El estudio de la historia de la filosofía, con esa lista de nombres lejanos, no asegura ni mucho menos la buena salud y la fecundidad de la disciplina. Que a un jovencito confuso le dé clases un Merlí no quiere decir que después vaya a convertirse en un gran ensayista, ni que vaya a escribir un tratado que aporte algo sustancial a la historia del pensamiento. Es más, muchos de los grandes filósofos no fueron profesores, sino que se dedicaban a cualquier otra cosa –Spinoza a pulir lentes, Voltaire a traficar con esclavos (ya advertíamos al principio que ser filósofo no te hace necesariamente buena persona)–, y desarrollaban sus teorías en el ámbito privado, al margen de la academia.
Sería conveniente preguntarse cuántos de los profesores que pretenden defender la filosofía lo hacen realmente, más allá de querer conservar sus empleos. Es decir, cuántos se toman en serio el contenido que imparten, cuántos se dedican a seguir estudiando una vez han obtenido su plaza, cuántos tratan de aportar ideas originales a su presente. Pues ya te lo digo yo: muy pocos. Cómo quieren despertar el interés entre los alumnos que van al instituto, cómo quieren defender la filosofía, si después cuando terminan de dar una clase se olvidan del quehacer filosófico.
Los que tengan algún interés particular en la materia, por su parte, estarán ya hartos de elogios que subrayan la belleza de la inutilidad de la filosofía, su carácter excepcional y precioso en un mundo que funda su ética, estética y antropología en el desdén mercantil a lo valioso. A lo que nos hace –dicen– realmente humanos, atentos a los parámetros de la vida buena. A menudo, estas loas (acertadas en el fondo) cargan su poesía de un aire de funeral, como quien destaca las virtudes de un recién fallecido en el día de su entierro.
La razón por la que este discurso no convence más que a los que ya estaban persuadidos seguramente sea que el sentido común percibe una disonancia entre su letra y la realidad de la filosofía académica, que sin duda no agota el territorio total de esta disciplina (que se caracteriza, precisamente, por ocuparse del todo). Hay quien ha distinguido entre problemas de la filosofía y problemas de filósofos. Los primeros, por lo recién dicho, conciernen a todos; los segundos no importan a –casi– nadie. Convendría entonces preguntarse si la filosofía administrada en los centros educativos, al orillar a esos segundos problemas, ha convertido la crisis de la filosofía en un problema gremial.
En definitiva, las malas noticias para la filosofía pueden empujar a la necesidad de una reflexión crítica que dote de un nuevo impulso a la disciplina y la coloque en el lugar que por naturaleza sólo ella puede ocupar: la de un saber no especializado que, en conversación con las técnicas y las Artes, las dote de sentido y las coordine, como saber imprescindible en un tiempo de disrupciones, riesgos e incertidumbres.
La defensa puramente negativa de la filosofía seguramente sea baldía aunque, a la vista de la alternativa, más que convincente. Y es que es mucho más provechoso estudiar una somera lista de autores a vuelapluma que conformarse con conocer los designios de un único pensador: el Ministerio del Interior y un coro de técnicos diletantes que elevan sus prejuicios y deseos a filosofemas. El equilibrio que se impone es, por tanto, esbozar una defensa autocrítica pero no autodestructiva que señale al tiempo la necesidad de la filosofía y su estatuto privilegiado respecto de la barbarie de la especialización y el pensamiento escrito en páginas del BOE.
«Lo cierto es que el punto crítico para la enseñanza de la filosofía en el que nos encontramos se da tanto en el instituto como en las universidades»
Lo cierto es que el punto crítico para la enseñanza de la filosofía en el que nos encontramos se da tanto en el instituto como en las universidades. Sin duda, hemos caído en dinámicas viciosas que alejan el espíritu filosófico de las aulas. A la vista de este escenario, se necesita, en primer lugar, recuperar la discusión. La filosofía no puede seguir explicándose sin dejar hueco (el principal) a la exposición argumentativa, puesto que su ejercicio se lleva a cabo, fundamentalmente, en el diálogo. Y ese diálogo sería mucho más fructífero si, en vez de plantear la disciplina como un acrítico barrido de autores –jamás se cuestiona por qué entran unos y no otros– se discutiesen temas en particular. De ese modo, los argumentos de los diferentes pensadores podrían ser utilizados por los alumnos como herramientas con las que construir sus propios razonamientos.
En la universidad, donde se presupone un mayor interés por parte del alumnado, lo suyo sería discutir desde la lectura de los textos fundamentales. No podemos, evidentemente, abarcar todos los grandes pensadores en cuatro años. Eso no es lo importante; se debería, por el contrario, capacitar a los estudiantes para que ellos mismos puedan enfrentarse a los pensadores que elijan. Para que sean filósofos creativos que hagan uso de la historia del pensamiento y puedan razonar en la actualidad, recuperando, como apuntábamos, el diálogo socrático y la antigua disputatio.
Ese diálogo, por supuesto, una vez adquirido y trabajado podrás ejercerlo allá donde vayas, te dediques a lo que te dediques. Porque, entre otras cosas, lo bueno que tiene la filosofía es que opera en todas partes. Este debería ser el sentido que le diésemos a ese otro eslogan, el de «sacar la filosofía a la calle». No el de dar clase a la intemperie, como hemos visto que hacen algunos profesores de instituto recientemente por el día mundial de la filosofía, confundiendo el significado literal con el alegórico, y condenando a los chavales a sentarse en el suelo, a pasar frío y a coger un constipado. Que a nadie le extrañe después el aborrecimiento de los alumnos y la fama de lunáticos que se ganan a pulso algunos docentes.
«Para decidir qué es lo mejor, si incluir o no la filosofía en el programa educativo, deberás saber primero qué es la filosofía y, además, tratar de esclarecer qué es lo más conveniente tanto para ti como para tus hijos, para el prójimo o también (si nos ponemos estupendos) para el mundo en su conjunto»
Cuando salgas del trabajo, de ese puesto utilísimo –qué duda cabe– con el que te ganas la vida, tal vez te veas obligado a rellenar el tiempo de alguna manera y te encuentres así con algún artículo puñetero como este, que problematice cuestiones de tu presente. Si, pongamos por caso, tienes hijos (o piensas tenerlos), no podrás negar que el asunto del contenido de la enseñanza obligatoria te toca de lleno. Para decidir qué es lo mejor, si incluir o no la filosofía en el programa educativo, deberás saber primero qué es la filosofía y, además, tratar de esclarecer qué es lo más conveniente tanto para ti como para tus hijos, para el prójimo o también (si nos ponemos estupendos) para el mundo en su conjunto.
Siento decirte que una vez te hayas preguntado por esas cuestiones y hayas tratado de darles respuesta te habrás convertido, quizá sin darte cuenta, en filósofo. Seguramente en uno mucho más avezado que antes de alimentar esos quebraderos de cabeza. No hay duda de que entonces ya no te resultará indiferente descubrir respuestas, porque no esperarás recibirlas pasivamente, como quien acepta un consejo barato de un libro de autoayuda. Ahora serás tú quien las encuentre, hallando también con algo de suerte buenas dosis de sentido.
Es bueno preguntarse si necesitamos o no conocer desde temprano lo que puedan enseñarnos Kant, Aristóteles o personas como mi madre, pero a sabiendas de que cada posible respuesta requerirá una sólida defensa filosófica.