THE OBJECTIVE
Armando Pego

'Otra' Navidad

«A Occidente le obsesiona saberse todavía cristiano. Aunque haya perdido la fe, seguirá ensayando de modo compulsivo las diversas maneras de extirpar el órgano que lo ha configurado»

Zibaldone
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‘Otra’ Navidad

Carlos Tischler | GTres

«Roda el món i torna al Born». Este popular refrán catalán podría adaptarse a las fechas que se aproximan. Varias generaciones de españoles en los últimos cuarenta años han estado marcadas por la música de aquel eslogan publicitario: «Vuelve, a casa vuelve, por Navidad». Como el turrón; como el encendido del alumbrado navideño con motivos cada vez más abstractos; como esas comidas de trabajo de las que es de buen gusto abominar y a las que casi nadie acaba faltando; como el abrumado sarcasmo sobre las previsibles discusiones en las celebraciones familiares con el «cuñado», más este año con las vacunas; como el consumismo contra el que solemos clamar mientras casi nadie renuncia a consolarse con que la economía debe tirar adelante; como el obligado recordatorio al que nos obliga nuestra mala conciencia sobre la contradicción entre la fiesta de la paz y la solidaridad que se dice celebrar y la simultánea situación de guerras y pobreza que asuela a gran parte de la humanidad, incluso dentro de nuestras ciudades; como tantas otras cosas que demuestran que continuar celebrando el Nacimiento de un Niño hoy en día en Occidente se ha convertido en una fiesta difícil de integrar en el tipo de sociedad que se quiere construir y que todavía no ha cuajado.

Durante las últimas semanas se ha comentado con profusión la recomendación de la Comisión de Igualdad europea de evitar felicitar la Navidad no sólo para no ofender, sino también para fomentar la inclusión de las minorías. Ha hecho oficial la tendencia cada vez más acentuada a felicitar las fiestas sin ningún tipo de referencia religiosa. En lugar de «Merry Christmas», se extiende el lánguido e insulso «Happy Holiday Season». Mientras, nuestros Ayuntamientos volverán a sorprender a la ciudadanía con Pesebres o con Cabalgatas de Reyes que pretendan resignificar el sentido de las fiestas cristianas para dar también visibilidad a los nuevos modelos sociales y familiares.

Los análisis se multiplican, se repiten argumentos o se fijan diversos enfoques sobre la crisis de Occidente, cuando no del suicidio que supone renunciar a mantener las señas de reconocimiento de su pasado. Aunque no pase de ser una obviedad afirmarlo, es un síntoma de que a Occidente le obsesiona saberse todavía cristiano. Aunque haya perdido la fe, seguirá ensayando de modo compulsivo las diversas maneras de extirpar el órgano que lo ha configurado.

En diversas ocasiones George Steiner insistió que la conciencia occidental está herida por dos muertes que no habría conseguido superar: la de Sócrates y la de Jesús. ¿Debería sorprender que, junto con los signos religiosos, la filosofía (y la cultura clásica) se vean cada vez más arrinconadas, por no decir asediadas, en cuanto índices de una intolerable vocación de buscar la verdad a cualquier riesgo? Parece como si Atenas y Jerusalén deban ser destruidas, no por separado sino simultáneamente. Tal vez entonces, sobre sus ruinas sepultadas y confundidas, lo transhumano pueda empezar a construir en firme su mundo.

A fin de cuentas, ¿qué celebra la Navidad? ¿Acaso el Nacimiento de Jesús no proclama todo aquello que nuestras sociedades consideran evitable, cuando no solucionable? ¿No es absurdo reconocer que la salvación llega envuelta en lo imprevisible y lo imprevisto, en la fragilidad y en la gloria escondida de la existencia cotidiana con todas sus pesadumbres? Jesús llega una familia que no lo había esperado y nace en el momento más inoportuno, en medio de un viaje al que se había visto forzada por un edicto de los poderes de este mundo. La vida, tan difícil a veces, se entreteje con la sencillez de acoger lo imprevisto. En medio de las atenciones de quienes se acercaron a ver al bebé, su madre «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,18).

Es consustancial al cristianismo la defensa de que la dignidad de una persona no se mide ni por su salud, ni por su duración, ni por su coste; en suma, no por sus posibilidades, sino simplemente por ser. En ella sigue brillando el asombro de contemplar una y otra vez al recién nacido que fue, como si fuese el primer hombre. Modelado con arcilla, como no había hecho con ninguna otra criatura de la Creación, a su imagen y semejanza Dios le insufló su aliento vital.

Apagar una vida, en nombre de cualquier criterio legal o social, es entonces arrancar lo que de divino hay entre nosotros. Aun tan emotivista como implacable, quizás la nuestra sea una época más cercana de lo creeríamos a la que S. Robert Southwell en el siglo XVI plasmó en el poema «The Burning Babe»: «Alas, quoteth he, but newly born in fiery heats I fry, / Yet none approach to warm their hearts or feel my fire but I!». A fin de intentar combatir esa indiferencia que nos va congelando el corazón, como cada Navidad contemplaré la reproducción de un icono, releeré un auto dramático y escucharé unos villancicos.

En el centro de La Natividad del Señor, de Andrei Rubliev, dentro de una gruta, la Madre de Dios tiene detrás al Niño recostado en una cuna-sarcófago. Como explicaba el jesuita Tomáš Špídlik, será la ocasión de no olvidar que «la luz que aparece en ella debe ser recibida, pero también será rechazada […] Por otro lado, la tristeza nunca debe vencer en los iconos. Si hay dolor, en ellos deben verse el objetivo y el fin: toda la composición indica la paz paradisiaca restituida, que es la finalidad de la encarnación».

Tal vez nada supere en nuestra época la esperanza del Nacimiento que la ingenuidad escéptica de esos cuatro pastores, a medias virgiliano y a medias sayagueses, que Juan del Enzina retrató en la Égloga de las grandes lluvias (1498). Conversando entre ellos sobre su actualidad, dice Juan, un trasunto del autor, que «Ogaño Dios a destajo / tiene tomado el llover» hasta el punto de que «las casas todas caídas / y las vidas / puestas en tribulación». Preocupados por un futuro en apariencia nada prometedor, entretienen el mal clima cuando aparece el ángel para anunciarles el Nacimiento. Tras la perplejidad inicial y hasta cómica de confundir al «salvador» con un «saludador», los amigos deciden agasajar al recién nacido con sus mejores viandas. Como exclaman Miguellejo y Rodrigacho, «¡Vamos, vamos / antes, antes que más llueva! // ¡Preguntemos bien la nueva / porque lo cierto sepamos!». No todo, por descontado, son fake news.

Así que, en su camino, aun bajo el diluvio, me volveré a demorar esta Nochebuena en la melancólica urgencia del villancico que nos recuerda que «La Nochebuena se viene, tururú, / la Nochebuena se va. / Y nosotros nos iremos, tururú, / y no volveremos más». Contra el desengaño de haber dejado atrás la irreparable infancia, ¿desaparecerá de nuevo como entonces la sensación de frío con el calor que desprende «Les dotze van tocant»? Cuidar, estar juntos, pese a no pocas inclemencias, no deja de transformar la vida:

La mare i el fillet

estan mig morts de fred.

Josep tremola.

Josep a poc a poc,

encén allà un gran foc.

Els àngels canten.

Per això van tots cantant:

«Ja és nat el Déu infant,

fill de Maria».

Tradicional, permítanme que concluya estas líneas deseándoles unas… ¡felices Pascuas!

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