Las dos caras del nacionalismo
«El catalanismo fluctúa entre el discurso de la superioridad cultural, económica y hasta genética, y el del sufrimiento de un pueblo oprimido por el imperialismo»
El nacionalismo, esa inflamación narcisista de la identidad, dejó hace mucho de ser el pasatiempo anacrónico de poetas borrachos de sí mismos para convertirse en un asunto, ese sí, transversal a la izquierda y la derecha. Es el gran problema de nuestro tiempo, qué duda cabe, y si algo faltaba para demostrarlo ahí está la guerra de Ucrania, un delirio atroz detonado por sueños revanchistas antioccidentales y la mitificación de una supuesta unidad espiritual de rusos, bielorrusos y ucranianos. Porque sí: los sospechosos habituales pueden recelar de Occidente y culpar a la OTAN o a Estados Unidos de la virulenta reacción de Rusia, pero basta con leer los ensayos de Putin para saber que la divisoria influencia que estaba ejerciendo en Ucrania la cultura latina y occidental era, en su opinión, «equiparable en sus consecuencias al uso de armas de destrucción masiva».
Lo grave de este problema es que está lejos de agotarse en Putin. El nacionalismo gana terreno en países que parecían haber asimilado sus nocivas consecuencias, y ahora se usa como un efectivo comodín que le permite a fuerzas políticas marginales, outsiders y renegados de todo tipo, dar el salto de la marginalidad al centro de la actualidad política nacional. Lo hacen, claro, con las armas del populismo, que tiene el poder de desdoblar el nacionalismo en dos para llegar a sectores más amplios de la población.
Me explico: el populismo explota de forma simultánea las dos fuentes de las que se nutre el nacionalismo, la fortaleza y el victimismo, el anhelo de grandeza y el impulso liberador, la visión de un destino glorioso y la amenza del colonialismo. Un buen populista –pensemos en el maestro de todos, Juan Domingo Perón- juega esas dos cartas al mismo tiempo. Al nacionalista de derechas le ofrece una imagen de autoridad y fuerza, de orden y dominio, y al nacionalista de izquierdas le promete la emancipación de las potencias imperiales, además de paternalismo e inclusión de los marginados. Las dos cosas al mismo tiempo, insisto, de manera que sectores muy distintos de la sociedad, que pueden llegar a detestarse entre sí, encuentran en el gran caudillo un símbolo de afirmación nacional.
Sin llegar a los extremos del peronismo argentino, que se escindió en la Triple A fascista y los montoneros guevaristas, el nacionalismo catalán también tiene sus versiones derechista e izquierdista, y fluctúa entre el discurso de la superioridad cultural, económica y hasta genética, y el del sufrimiento de un pueblo oprimido por una España reaccionaria e imperialista. La ultraderecha que defiende la pureza nacional de las olas migratorias también oscila entre la superioridad y el victimismo, y mientras desprecia al inmigrante denuncia el imperialismo de la Unión Europea. Trump mitificó la grandeza estadounidense e hizo creer a muchos que luchaba contra las fuerzas oscuras de la élite y del Deep State, y hasta Putin usó el mismo comodín liberacionista, la lucha contra el nazismo, ni más ni menos, para justificar su invasión a Ucrania.
Que la derecha xenófoba sea nacionalista no sorprende del todo. En cambio, que la izquierda se pliegue hoy con docilidad al imperativo identitario y deje atrás, olvidada entre las brumas posmodernas, la honrosa lucha por la universalización de los derechos y la superación de todos los prejuicios raciales y sexuales, sí genera desconcierto. Porque ha sido su renuncia al proyecto ilustrado occidental lo que ha terminado por legitimar el populismo. Ocurrió cuando sus metas iniciales, la igualdad y la justicia, fueron reemplazadas por el reconocimiento y la inclusión. Si las primeras intentaban borrar las diferencias para que ni la raza ni el sexo determinaran el destino de los seres humanos, los otros dos valores remitían directamente al hecho identitario. Esa misma escisión entre la izquierda marxista y la izquierda indoamericanista ya se había dado en América Latina en los años veinte del siglo pasado, y el resultado había sido el triunfo arrollador del nacionalpopulismo. Ahora lo mismo ocurre en el resto de Occidente.
Desde la izquierda y la derecha se ha llegado al mismo punto, a la nación, al pueblo, al nosotros: a la identidad. Y los avispados agitan sus dos caras, la vigorosa y la victimista, para enloquecer a las sociedades y ver si con suerte también conquistan el poder.