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Las dos caras del nacionalismo

«El catalanismo fluctúa entre el discurso de la superioridad cultural, económica y hasta genética, y el del sufrimiento de un pueblo oprimido por el imperialismo»

Zibaldone

Oriol Junqueras y Carles Puigdemont en una foto de archivo. | Europa Press

  • Doctor en antropología y ensayista. Autor, entre otros libros, de El puño invisible y Delirio americano.

El nacionalismo, esa inflamación narcisista de la identidad, dejó hace mucho de ser el pasatiempo anacrónico de poetas borrachos de sí mismos para convertirse en un asunto, ese sí, transversal a la izquierda y la derecha. Es el gran problema de nuestro tiempo, qué duda cabe, y si algo faltaba para demostrarlo ahí está la guerra de Ucrania, un delirio atroz detonado por sueños revanchistas antioccidentales y la mitificación de una supuesta unidad espiritual de rusos, bielorrusos y ucranianos. Porque sí: los sospechosos habituales pueden recelar de Occidente y culpar a la OTAN o a Estados Unidos de la virulenta reacción de Rusia, pero basta con leer los ensayos de Putin para saber que la divisoria influencia que estaba ejerciendo en Ucrania la cultura latina y occidental era, en su opinión, «equiparable en sus consecuencias al uso de armas de destrucción masiva».

Lo grave de este problema es que está lejos de agotarse en Putin. El nacionalismo gana terreno en países que parecían haber asimilado sus nocivas consecuencias, y ahora se usa como un efectivo comodín que le permite a fuerzas políticas marginales, outsiders y renegados de todo tipo, dar el salto de la marginalidad al centro de la actualidad política nacional. Lo hacen, claro, con las armas del populismo, que tiene el poder de desdoblar el nacionalismo en dos para llegar a sectores más amplios de la población.

Me explico: el populismo explota de forma simultánea las dos fuentes de las que se nutre el nacionalismo, la fortaleza y el victimismo, el anhelo de grandeza y el impulso liberador, la visión de un destino glorioso y la amenza del colonialismo. Un buen populista –pensemos en el maestro de todos, Juan Domingo Perón- juega esas dos cartas al mismo tiempo. Al nacionalista de derechas le ofrece una imagen de autoridad y fuerza, de orden y dominio, y al nacionalista de izquierdas le promete la emancipación de las potencias imperiales, además de paternalismo e inclusión de los marginados. Las dos cosas al mismo tiempo, insisto, de manera que sectores muy distintos de la sociedad, que pueden llegar a detestarse entre sí, encuentran en el gran caudillo un símbolo de afirmación nacional.

Sin llegar a los extremos del peronismo argentino, que se escindió en la Triple A fascista y los montoneros guevaristas, el nacionalismo catalán también tiene sus versiones derechista e izquierdista, y fluctúa entre el discurso de la superioridad cultural, económica y hasta genética, y el del sufrimiento de un pueblo oprimido por una España reaccionaria e imperialista. La ultraderecha que defiende la pureza nacional de las olas migratorias también oscila entre la superioridad y el victimismo, y mientras desprecia al inmigrante denuncia el imperialismo de la Unión Europea. Trump mitificó la grandeza estadounidense e hizo creer a muchos que luchaba contra las fuerzas oscuras de la élite y del Deep State, y hasta Putin usó el mismo comodín liberacionista, la lucha contra el nazismo, ni más ni menos, para justificar su invasión a Ucrania.

Que la derecha xenófoba sea nacionalista no sorprende del todo. En cambio, que la izquierda se pliegue hoy con docilidad al imperativo identitario y deje atrás, olvidada entre las brumas posmodernas, la honrosa lucha por la universalización de los derechos y la superación de todos los prejuicios raciales y sexuales, sí genera desconcierto. Porque ha sido su renuncia al proyecto ilustrado occidental lo que ha terminado por legitimar el populismo. Ocurrió cuando sus metas iniciales, la igualdad y la justicia, fueron reemplazadas por el reconocimiento y la inclusión. Si las primeras intentaban borrar las diferencias para que ni la raza ni el sexo determinaran el destino de los seres humanos, los otros dos valores remitían directamente al hecho identitario. Esa misma escisión entre la izquierda marxista y la izquierda indoamericanista ya se había dado en América Latina en los años veinte del siglo pasado, y el resultado había sido el triunfo arrollador del nacionalpopulismo. Ahora lo mismo ocurre en el resto de Occidente.

Desde la izquierda y la derecha se ha llegado al mismo punto, a la nación, al pueblo, al nosotros: a la identidad. Y los avispados agitan sus dos caras, la vigorosa y la victimista, para enloquecer a las sociedades y ver si con suerte también conquistan el poder.

5 comentarios
  1. enrique25

    Permítanme una metáfora mutando el tiempo y el espacio..
    Imaginen que Cataluña es la judea del siglo 0 ; que el ejercito español son las tropas romanas invasoras.
    Imaginen que un nucleo duro de nacionalistas radicales emplea todas sus fuerzas en luchar contra » el invasor «, es decir: los fariseos y los saduceos. O Esquerra ,Junts,etc.
    Imaginen que aparece un personaje celestial que predica la paz y el amor, y se niega a satanizar a los romanos ( al Cesar lo que es del César)
    Este personaje estorba, diluye , distrae de la tarea nacionalista y hay que eliminarlo.
    Por fin entendí por qué los fariseos odiaban a Jesús.

  2. SUASORIAE

    Muy interesante (y los comentario)

  3. Alabanda

    Magnífica la primera línea con la definición del nacionalismo. El resto, me parece bien como texto «de combate», pero quizá algunas cosas deberían matizarse. El nacionalismo es una patología de la vida colectiva, pero algún resorte real «toca», cuando ha tenido y tiene tanto éxito. Quizá la ventaja del nacionalismo es que es aparentemente concreto, contra la abstracción desnuda de la ilustración. Ésta significó un admirable e irrenunciable producto de la civilización, bello en su propia sofisticación. Pero a veces parece que olvidamos que lo que es evidente para nosotros, porque lo hemos parido (con sangre) a lo largo de nuestra historia, no es evidente sin más y para todo el mundo, ni siquiera entre nosotros mismos. La mera asociación libre de los individuos aún no es una comunidad política. Tener en cuenta el elemento asociativo es fundamental para evitar los integrismos que ahogan la libertad. Pero no asumir que los compromisos solo formales no bastan para la vida social, significa prescindir de la realidad.

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