En busca del pan
«Los de cucharilla de plata y cojín de terciopelo consumían menos pan. Les bastaba con un panecillo de flor de harina por la mañana y otro más para la cena aunque, eso sí, debidamente acompañados»
Pedían el pan de cada día en sus oraciones, hacían una cruz sobre las hogazas antes de cortarlas y también las besaban cuando las recogían si, por accidente o torpeza, se caían al suelo. Los españoles del Siglo de Oro se alimentaban sobre todo de pan. Fray Juan Martínez, confesor de Felipe IV, lo dijo claro: «La más gente de Castilla y mucha de Andalucía se sustenta con solo pan y algunas hierbas» y los del campo, cada día, «comen cada uno más de tres libras de pan y lo que más comen son migas y sopas». Don Melchor de Soria Vera, obispo de Troya, consideraba que el pan era el «mantenimiento necesario para cualquier hombre viviente y tanto más para el más pobre» pues, por no tener dinero, no podía «comprar otros mantenimientos con que suplir con que suplen los ricos lo que no comen de pan, porque para el pobre éste es toda su vianda». Solo de pan vivían, decía también, los que «andan en la mar, especialmente en las galeras», los soldados de fronteras y todos los menesterosos. Los de cucharilla de plata y cojín de terciopelo consumían menos pan. Les bastaba con un panecillo de flor de harina por la mañana y otro más para la cena aunque, eso sí, debidamente acompañados. La mayoría comía pan ordinario, la pobretería se conformaba con el pan perruno y cuando faltaba el trigo se compraba en Italia, Francia, el norte de Europa y en Berbería. Era el llamado trigo del mar. En años de escasez se recurrió al pan de cebada, aunque decían que perjudicaba a la salud, y al de centeno procedente del Báltico, un pan oscuro nada apreciado por estos pagos.
La España de los Austrias vivió años de hambrunas. Las malas cosechas eran causadas por las sequías, los temporales continuados y las nubes de langosta que oscurecían los días y asolaban los campos. En tales circunstancias, el precio del trigo subía como un funesto cohete verbenero. Así ocurrió en Andalucía en la segunda mitad del siglo XVI y a lo largo del XVII. Los años de 1603, 1604, 1605 y 1606 fueron memorables por la carestía y los desabastecimientos. En 1605, para rematar, unos fuegos surcaron los cielos de Sevilla. Todos pronosticaban calamidades. Si seguimos con esta relación incompleta, recordaremos también las penurias sufridas en 1630 y 1631 y que en 1636 una hogaza llegó a costar en Andalucía cuatro reales, el equivalente a un jornal. En 1647 no llegó el trigo a los pueblos por los grandes diluvios que empantanaron los caminos y en el bienio de 1651- 1652 se moría la gente de hambre y hubo ciudades en las que se registraron las casas en busca de trigo. En 1678, la fanega de pan en Sevilla llegó a los 140 reales -el precio oficial era de 18 reales- a 130 la de garbanzos y, según testigos, «arroz no le avia por dinero alguno».
La subida del precio del pan desvelaba a reyes, consejeros y prelados. A medida que las tahonas se vaciaban, el pueblo llano se soliviantaba y prendían los motines y algaradas. En los disturbios sucedidos en Granada en 1648, un caballero de vida santa, don Luis de Paz y Medrano, salió por las calles a caballo para apaciguar a las gentes. El marqués de los Trujillos, conducía con una mano la brida de don Luis y en la otra portaba un crucifijo. Movía a piedad verlos, flanqueados por acreditados caballeros y mucha gente honrada, y escuchar a don Luis que pedía a los que lo tenían que, por amor de Dios, tuvieran a bien compartir el pan con los más desgraciados que se morían sin remedio. En otros lugares, los frailes procedían a la ostensión del Santísimo por las plazas para procurar consuelo, quietud y resignación a los desesperados. Para evitar o paliar estas tristes situaciones, la Iglesia y los concejos adquirían pan a su costa y lo distribuían entre los que nada tenían. En 1604, don Sancho Dávila, obispo de Jaén, mandó comprar y traer a su costa, 8.000 fanegas que repartió «por sus manos» a todo el que a su puerta llegaba y «enbiando grandes socorros a personas honradas y vergonçantes que no abían de acudir a ella a pedir limosna». Fue un esfuerzo enorme si tenemos en cuenta que, en ese año, se pagaron hasta ochenta reales por fanega. También se sucedían las advertencias y denuncias de lo que ocurría y podía ocurrir si no se encontraba remedio. En 1606 un caballero veinticuatro de Jaén describió «la gran necesidad que padecen en esta ciudad el hospital de la Misericordia por ser general y donde los pobres todos, así forasteros como naturales, acuden y asimismo la necesidad de los pobres de la cárcel (…) mueren de hambre por no alcançar los que lo administran para darles de comer». Otro caballero declaró: «los pobres se caen muertos en el lugar» y otro más testimonió «comen panizo, cebada y salvado y aún no satisfacen el hambre de ello, pan de tanta miseria y desdicha […], si Dios no lo remedia, se esperan muy grabes enfermedades».
«La tasa del pan, que así se llamaba, provocó grandes controversias, fue incumplida con frecuencia y no consiguió reducir los precios»
La Corona trató de evitar el encarecimiento del pan mediante la imposición de un precio máximo. En el siglo XVII era de dieciocho reales por fanega de trigo, aunque hubo reajustes y no siempre se ordenó su aplicación con rigor. La tasa del pan, que así se llamaba, provocó grandes controversias, fue incumplida con frecuencia y no consiguió reducir los precios. Los partidarios de estas medidas intervencionistas alegaban que su fracaso se debía a la codicia de los llamados «señores del pan», y también al desmedido afán de lucro de los mercaderes que, con su mala influencia, hacían codiciosos a los labradores; también los acusaban de opinar sobre lo que no sabían y a su supuesto rumbo pues gastaban lo que no tenían en trajes y galas. La culpa siempre la tenían los otros y no la inconveniencia del arbitrio. Nada es nuevo. Los contrarios a la intervención de los precios decían que era fantasía y voto de locura pretender que los labradores vendieran el cereal a cambio de casi nada y que más les valía no alzar, binar, terciar, sembrar y segar los campos que entregar por cuatro cuartos el fruto de los madrugones, de los soles del verano y las escarchas del invierno. Bastante estragados estaban ya los del campo por la mala moneda, la inflación, las cargas, los impuestos,-los viejos y los nuevos- las requisas y los alojamientos de compañías. Se anunciaba ya, dos siglos antes de Adam Smith, la controversia entre liberales e intervencionistas.
No faltaban mercaderes, carreteros y arrieros, dispuestos a comprar el trigo donde lo quisieran vender y llevarlo a los pueblos sin pan. Los mercaderes, sin embargo, soportaban cierta hostilidad heredada de la mentalidad medieval. Don Melchor de Soria Vera, antes citado, defensor a capa y espada de la tasa del trigo, los tenía entre ceja y ceja. Muchos consideraban que el beneficio económico obtenido por ellos era con frecuencia ilícito y una mala granjería. Así, en el motín de la Feria en Sevilla, en 1652, gritaban por las calles «viva el Rey Nuestro Señor y mueran los logreros del trigo». No eran justos estos prejuicios pues, si bien está probado que había acaparadores y oportunistas, eran muchos más los mercaderes que exponían sus vidas y haciendas en estas empresas a cambio de una incierta ganancia.
«Cerrado el acuerdo pagaban al contado y, a ser posible, con plata pues nadie quería reales de vellón mil veces resellados»
Ante la falta de pan, los concejos solían encargar la tarea de buscarlo a hombres experimentados, con capacidad negociadora y buenos contactos. Tengo, en mis notas de archivo, los nombres de Rodrigo Alonso Carrasco y de Cristóbal de Milán, jurados de la ciudad de Jaén, a los que les fue encomendada este cometido a inicios del siglo XVII. Ellos y otros de su tiempo y condición, salían a los caminos al alba y tras jornadas de viaje, desde sus caballerías, oteaban los pueblos en el horizonte, llegaban, tomaban posada y, una vez allí, recurrían a sus conocidos. Entraban en tratos entre ruegos, regateos, recuerdos de favores pasados y promesas de futuras mercedes. No era asunto menor vencer la desconfianza de alcaldes y regidores, muchas veces reacios a vender el trigo por si, llegado el caso, faltaba en sus pueblos para amasar y sembrar. No podían volver con las manos vacías. Cerrado el acuerdo pagaban al contado y, a ser posible, con plata pues nadie quería reales de vellón mil veces resellados. Para custodiar el dinero tomaban sus precauciones, se encomendaban a Dios, a la Virgen y a los santos de su devoción y, como ayuda a la protección de lo más alto y medio de disuasión, se acompañaban de gente tan bien bragada como pertinentemente armada con carabinas, pistoletes y demás ferralla. El escapulario del Carmen no estaba reñido con un buen pertrecho. En sus concejos esperaban su retorno con el alma en un hilo y apostaban vigías en los altozanos para verlos llegar, con las acémilas cargadas, en un silencioso júbilo quizás alegrado por un repicar de campanas.