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Ángel Aponte

La aceituna

«El olivar ha sido fuente de desvelos para agrónomos, agricultores y demás personas preocupadas por tan útil cultivo»

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La aceituna

Vincent Eisfeld | Unsplash

Los olivareros comienzan a recoger la aceituna cuando los días se acortan. Las soledades del campo, entrado el otoño, se alivian con el trajinar de las cuadrillas y el gobierno de los molinos. En los días despejados y serenos, las columnas de humo, como almenaras de frontera, ascenderán derechas hacia el cielo azul y prodigioso de los campos andaluces. Estos trabajos se prolongarán hasta el final del invierno y las primeras semanas de la primavera. El olivar de estas tierras tiene una antigua y merecida fama. Estrabón, viajero de saber y buen sentido, consideraba que el aceite de la Turdetania bien podía contarse entre los mejores de su tiempo. Por algo lo diría. También bajo el suelo de estas campiñas duermen el sueño del tiempo y del olvido las villas romanas, predecesoras de cortijos y caserías, orgullo del patriciado provincial. Estas haciendas abastecían de aceite al imperio y, por las rutas del mar, llegaba hasta las legiones acantonadas en Britania y Germania. Está probado por la arqueología y por los restos de las ánforas, procedentes del Genil y del Guadalquivir, acumuladas en el Monte Testaccio. Los romanos consumían unos veinte litros de aceite por persona y año, además de ser muy aficionados a las aceitunas como aperitivo y postre, según cuenta Marcial. Y con sus huesos, escribió Suetonio, zaherían al adormilado y astuto emperador Claudio. A pesar de lo anterior y de su notoria antigüedad, el olivar se extendió, sobre todo, a partir de los siglos XVIII y XIX en perjuicio de la superficie agrícola dedicada al pasto y al cereal. La demanda de aceite de oliva se acrecentó por el cambio en los hábitos alimenticios, el alumbrado de las calles y la industria. Los estudios de D.R. Ringrose sobre Madrid demuestran que entre 1630 y 1769 se triplicó su consumo y, a lo largo del XIX, llegó a ser de 25 litros anuales por persona.

«El olivar ha sido fuente de desvelos para agrónomos, agricultores y demás personas preocupadas por tan útil cultivo»

El olivar ha sido fuente de desvelos para agrónomos, agricultores y demás personas preocupadas por tan útil cultivo. Recordaremos, por ejemplo, a don Miguel López de Haro, un profesor de Medicina, veterano del sitio de Cádiz de 1823 e hijo de un ingeniero de minas. Recorrió la Alta Andalucía, cuando el olivar estaba en pleno proceso de expansión. Sus reflexiones y experiencias las recogió en su Memoria sobre el beneficio de los olivos (1841). En sus viajes pasó por Jaén, Marmolejo, Bailén, Mancha Real y Martos, anduvo por lomas y caminos, conversó con hacendados y mayordomos, presenció los trabajos de los labradores y, sobre todo, estudió los olivos. Era hombre de mentalidad abierta, muy de su siglo, partidario de las innovaciones tecnológicas y del uso de maquinaria y tratamientos modernos en las fincas. Admiraba a don Diego de Alvear y Ward que había introducido en su hacienda de Montilla una prensa hidráulica de lo más avanzado. Don Miguel tenía un profundo amor al olivo que «ha sido para mí entre todos los árboles, el de mayor predilección por conocer medianamente su nobleza y sus grandes utilidades» y se descubría ante los olivos centenarios que trataba con la consideración y gratitud debida a los parientes y amigos de muchos años. Recordaba con reverencia los olivos de su padre, viejos de cuatro siglos, según las escrituras notariales conservadas, o los de don Diego de Escobedo, hacendado de Martos, que contaban con medio milenio, nacidos cuando reinaban nuestros Trastámaras. Mucho le dolía a don Miguel López de Haro, con toda razón, que criaturas tan venerables, al producir poco o nada por falta de cuidados o malas prácticas, fuesen condenadas al fuego y al carbón, destinados a ser picón de modestos braseros o a alimentar hornos y calderas de obradores y fábricas. Sometidos a Consejo de Guerra, decía, «se decreta su muerte y esterminio sin apelación y un golpe de hacha destruye en un día lo que costó siglos para criarlo». Qué pena.

Foto: Carlos Zurita | Unsplash

Otros personajes que dedicaron sus desvelos al olivar fueron don Vicente Martínez, cura párroco de Inogés, en la provincia de Zaragoza que, hacia 1785, escribió un informe sobre este cultivo, difundido, para beneficio e instrucción de labradores y literatos, por la Real Sociedad Aragonesa. Y no podemos olvidar a don Alberto de Megino, también aragonés, cónsul de España en Venecia y Malta, además de viajero por Portugal, Francia, Italia, Alemania y Polonia. Don Alberto se declaraba enemigo de los pusilánimes y afirmó que nunca había tomado la pluma «para escribir sobre asuntos débiles y superficiales». Su patriotismo quedó demostrado por sus servicios a España como diplomático y su trayectoria durante la Guerra de la Independencia. Hombre de espíritu fisiocrático, proclamó en sus escritos que «el sólido fundamento del Estado, su prosperidad y duración consiste en la agricultura». Fue autor de un tratado titulado El aceite, publicado en Venecia en 1804Aseguraba que en China se conocían diez tipos de aceituna, «mas no la estiman, y hazen de todas un mismo aceite». También aseguró que allí, en esas tierras de mandarines, dragones y flores de ciruelo, no se vareaban los olivos sino que para recolectar la aceituna hacían un agujero en el tronco en el que introducían sal y después «al cabo de muy pocos días, y a veces de horas», se caía sola. La verdad es que todo esto no se lo creía nadie y, de haberse sabido, habría causado mofa y estupefacción entre la gente olivarera. Menos mal que nuestro cónsul en Venecia tuvo el buen sentido de desaconsejar tales experimentos y novelerías. Es de reseñar la enumeración que hizo de las distintas variedades de aceitunas. Así, entre las sevillanas, «de aceite dulce y hermoso», menciona las zarzaleñas, manzanillas, verdales, cañivanas, gordales y cordobiles; entre las valencianas da cuenta de las sollanencas, morzuelas, cuquelles y fargas y, en las de Aragón, nombra las zuequecillas, royales, negrales, de racimillo y de picudillo. Describió el acebuche como un árbol «acopado, de hoja grande y verdosa, con mucha vena larga y otras menores, de corteza virolenta».

Otro autor que escribió sobre el olivar y sus trabajos, conmovido por la gente sencilla y con precisión de folklorista, fue don Alfredo Cazabán, nacido en Úbeda en 1870. En su relato En el molino, describió la vuelta del campo de los aceituneros tras acabar la jornada. Abrían la marcha las caballerías con los capachos y, sobre estos los mantones y las cribas; detrás iba el olivarero, montado en una yegüecilla torda y envuelto en su capote de monte; las mujeres con sus refajos de bayeta verde y pañuelos de acendría atados a la cabeza y, detrás, los hombres, de cuatro y cinco en fondo, «con sus varas como lanzas, con sus espuertas como rodelas». Cuando se acababa la recolección en una finca, se celebraba el botifuera, que era una cena festiva en la que se preparaban, sobre grandes trébedes, sopas de ajo y cordero frito con ajos, se comían uvas y se bebía vino de la tierra entre júbilo, bromas, acertijos, guitarras y fandangos. En tal ocasión, los terratenientes o los arrendatarios, en caso de asistir, estaban obligados a tolerar ciertas libertades y confianzas, pero siempre dentro de un orden.

«Llegaba a las más altas mesas y a los cantos de pan de los pobres, al resplandor de las lámparas de los altares y a los candiles, al jabón perfumado de los tocadores y al de la proletaria faena de los lavaderos»

Antes de la creación de las cooperativas, la aceituna se molía en cortijos y caserías. Estas eran muy numerosas en el término de Jaén y han sido estudiadas por don Luis Berges Roldán y don Manuel López Pérez. Además de ser casas de labranza, eran también residencias de recreo en las que pasar los estíos, que por estos pagos pueden ser muy duros. Una costumbre, justo es reconocerlo, muy horaciana y conservada por señores canónigos, caballeros particulares y demás vecindario de mayor o menor fuste y caudal. Allí, sentados en sus fachadas orientadas a levante o al sur, al amparo de cipreses, nogales o grandes pinos, pasaban las tardes con un perrillo al lado, dedicados a escuchar el crujido de las ramas viejas, el trasiego del campo y sus criaturas y, así, sin hacer mal a nadie, se reían del mundo. Muchas caserías tenían almazaras o molinos. Los artificios más modestos eran los molinillos, las molinas y las molinetas, movidos a brazo o con fuerza animal, que producían aceite para consumo de la casa y poco más. Los molinos, propiamente dichos, eran más grandes y molían la aceituna propia y la procedente de otras fincas. Eran gobernados por maestros llamados serranos, lo mismo que los pastores trashumantes de los que eran paisanos pues procedían de Cuenca, Guadalajara, Soria y, en especial, de Molina de Aragón. En sus tareas eran asistidos por un contramaestre o segundo maestro y un número variable de mozos, ayudas o cagarranches. Al acabar la molienda, acudían los corredores, negociantes, turbieros, alcauceros y los panilleros -vendedores al por menor y ambulantes- para comprar el aceite. Después, a cargo de arrieros o con las velocidades del siglo propias del tren, llegaba a las más altas mesas y a los cantos de pan de los pobres, al resplandor de las lámparas de los altares y a los candiles, al jabón perfumado de los tocadores y al de la proletaria faena de los lavaderos. 

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