THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

¿Enmendar la legalidad? Defender el 78

«El régimen del 78 es una manera de implorar, frente a todo totalitarismo: ‘Nunca más la justicia al revés’. Tampoco en 2021. Y menos por espurias razones»

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¿Enmendar la legalidad? Defender el 78

Francisco Seco | AP

En una de las obras cumbres de eso que acostumbramos a llamar «Ilustración», Cesare Beccaria afirmó: «… las penas deben establecerse por la ley, no por los jueces, cuyos decretos siempre se oponen a la libertad política cuando no son proposiciones particulares de una máxima general existente en el código… Un malvado… puede ser temido, y por tanto desterrado y excluido, en virtud de la fuerza superior de la sociedad; pero no castigado con la formalidad de las leyes, que son vengadoras de los pactos, no de la malicia intrínseca de las acciones» (De los delitos y las penas, 1764).

Estas afirmaciones quedan condensadas en lo que hoy conocemos como principio de legalidad penal una exigencia irrenunciable e «imprescriptible», la condición necesaria aunque no suficiente de la legitimidad del poder punitivo del Estado; el que no se ejercía, por ejemplo, durante el Tercer Reich cuando en leyes como la de 28 de junio de 1935 se establecía que: «Todo aquel que cometa un acto que la ley declare castigable o que merezca una pena de acuerdo con las concepciones fundamentales del Derecho penal y del cabal sentimiento popular, será castigado».

En uno de los más tempranos estudios sobre la primera represión franquista tras el fin de la Guerra Civil, el penalista Ignacio Berdugo daba cuenta de la sentencia de 11 de marzo de 1941 por el que se castiga por el delito de adhesión a la rebelión militar a una mujer «… de mala conducta e ideas comunistas» por excitar a los milicianos al vandalismo y por incautarse «… de víveres y objetos y ropas de la Iglesia para confeccionar vestidos a un hijo suyo que apodaba Lenin». En una expresión macabra de la «justicia de los vencedores» se aplicaba la Ley de Responsabilidades Políticas (9 de febrero de 1939) en la que se hacía culpables de delitos e infracciones diversas precisamente a quienes se resistieron al alzamiento armado contra la legalidad republicana vigente. Se les hacía responsables de forjar la «subversión roja», por acción u omisión, y mantenerla viva «durante más de dos años» (desde el 1 de octubre de 1934 hasta el 18 de julio de 1936) entorpeciendo el triunfo providencial del Movimiento Nacional, una victoria que se describía como «históricamente ineludible» en la exposición de motivos de la LRP.

El 27 de octubre de 1936 José Sánchez Caballero ingresó en la Dirección General de Seguridad por «desafección al régimen». Había sido detenido por Agapito González Luaces, ujier del Congreso de los Diputados y delegado de UGT que acusaba a aquél de «ser fascista». González Luaces fue fusilado el 9 de octubre de 1939 en la tapia del Cementerio del Este tras un juicio sumarísimo. Uno de tantos. Otros detenidos en Madrid en aquellos aciagos meses posteriores al 18 de julio del 36, como el capitán de Infantería de Marina José Cuquerella Moscardó, veían acreditada su condición de peligrosos quintacolumnistas desafectos a la República porque en sus domicilios se les requisaron «efectos religiosos». No en balde, un Decreto del Ministerio de Justicia publicado en la Gaceta de Madrid el 13 de agosto de 1936 clausuraba todos los establecimientos de las Órdenes y Congregaciones religiosas que «de algún modo hubieran intervenido en el presente movimiento insurreccional», y se calificaba como uno de esos posibles modos el hecho de que alguno de sus miembros hubiera «… hecho votos o elevado preces por el triunfo de la rebelión». El Capitán Cuquerella, como otros tantos miles durante el mes de noviembre de 1936, acabó siendo asesinado en Paracuellos del Jarama. 

Las ejecuciones que siguieron al inicio de la rebelión franquista en ambos frentes constituyeron sin duda actos delictivos según el derecho vigente (el Código Penal de 1932), pero, en esa situación de «no-Derecho», también conductas contrarias al ius in bellum, esto es, a algunas reglas del derecho internacional vigentes entonces, pero: ¿cometió el franquismo crímenes contra la Humanidad? ¿Existió persecución de un grupo o colectivo por motivos religiosos que permita considerar las matanzas de Paracuellos como un delito de lesa humanidad?

Casi 60 años después de la conclusión de la guerra civil, en 1998, una Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Genocidio de Paracuellos interpuso una querella contra Santiago Carrillo por su presunta participación en aquella barbarie. El entonces Juez de Instrucción, Baltasar Garzón, la inadmitió arguyendo que aplicar las normas correspondientes a aquellos hechos quebranta la prohibición de la retroactividad consagrado en la Constitución española y el principio de «tipicidad» (la legalidad penal a la que se refiere Beccaria) del Código Penal. Diez años después, sin embargo, Garzón sí admitió su competencia para el conocimiento de los crímenes del franquismo durante la guerra civil y la posguerra, un conjunto de delitos que podrían constituir un «crimen contra la humanidad», y, entre otras medidas, de manera insólita cursó oficio al Registro Civil para que aportara certificado de defunción de Francisco Franco Bahamonde a los efectos de declarar extinta su posible responsabilidad penal.

A «nuestros ojos», es decir, a los ojos que leen, interpretan y aplican hoy el corpus de normas que desde el final de la II Guerra Mundial ha ido cristalizando para prevenir y castigar los delitos que más repugnan a nuestra conciencia, acciones como las desapariciones y ejecuciones de grupos de población, las torturas masivas a los miembros de la disidencia política o la deportación o internamiento forzoso de minorías constituyen delitos imprescriptibles y que no deben quedar impunes. Pero la pregunta relevante es: ¿desde cuándo tuvieron ese carácter los delitos de lesa humanidad en los que pudo haber incurrido el franquismo?

Mediante la introducción de una enmienda a la Ley de Memoria Democrática actualmente en tramitación en el Parlamento se pretende que la Ley de Amnistía de 1977 se «interprete y aplique» de conformidad con el Derecho internacional convencional y consuetudinario según el cual tales crímenes tienen la consideración de «imprescriptibles y no amnistiables». 

En su lectura más benigna se trata de una de tantas formas de legislación-placebo a la que este Gobierno nos tiene acostumbrados puesto que en los varios supuestos en los que se ha pretendido reabrir causas sobre hechos anteriores al inicio de la transición, los más altos tribunales españoles han dictaminado que en el momento en el que se aprobó la ley de amnistía esas normas del Derecho internacional no formaban parte del ordenamiento jurídico español: la imprescriptibilidad – que sí se incorporó en el Código Penal en 2003 o en el Estatuto de la Corte Penal Internacional de 1998- no puede así operar retroactivamente y los jueces penales no están para oficiar de comisarios de la verdad y la memoria democrática.

En la interpretación más descabellada, pero políticamente más conveniente de la enmienda, la que promueve el secretario de Estado de Agenda 2030 Enrique Santiago, un vaporoso conjunto de principios del derecho internacional humanitario habría forjado desde finales del XIX una conciencia internacional sobre el carácter no impune, imprescriptible y no amnistiable de tales delitos y recordárselo a los jueces mediante esta enmienda es la forma de derribar el «búnker franquista» que supuso la Ley de Amnistía de 1977.

El problema de esta tesis no es sólo que nos fuerce a asumir la delirante consecuencia de que Marcelino Camacho y el resto de los 296 diputados que con afán reconciliatorio aprobaron la ley de amnistía actuaban contrariamente a nuestro ordenamiento jurídico, inmersos todos ellos en un inmenso error jurídico inexcusable (¿o quizá con plena conciencia aunque lo mantuvieron en secreto?) sino lo que revela acerca del compromiso que alberga el secretario general del Partido Comunista de España con algunos principios básicos del Estado de Derecho. Y es que ni la Convención de Ginebra de 1864, ni la «cláusula Martens» de la Convención de La Haya de 1899, ni la posterior de 1907 ni los principios de Nuremberg, ni la indicación que se hizo en la Convención Internacional de Derechos Civiles y Políticos a la que España se adhirió en 1977, nada de muchas de esas vagas apelaciones a las «leyes de la humanidad y dictados de la conciencia pública» en las que nos pudiéramos columpiar para decir que aquellos «actos de intencionalidad política» que fueron amnistiados en el 77 no pudieron serlo porque «fueron siempre imprescriptibles», nos permite a continuación aplicar castigo alguno que haya sido previsto en normas previas que el sujeto o los sujetos infractores hubieran podido conocer e infringir. La «memoria democrática» a la que tanto apela Enrique Santiago no debería haber derogado el célebre aforismo del Marqués de Beccaria: nullum crimen nulla poena sine lege.  

En sus memorias de 1977 Ramón Serrano Súñer, máximo protagonista en la elaboración de la LRP, amén de otros célebres protagonismos, describía en feliz síntesis lo que suponía castigar por las acciones u omisiones que en el momento de su realización no estaban prohibidas, como la de aquella señora de ideas comunistas que llamaba Lenin a su hijo: «justicia al revés».

La ley de amnistía de 1977 posibilitó la reconciliación de los españoles y con ello la promulgación de una Constitución en la que se consagra una de las varias piezas de un engranaje que no nos podemos permitir tirar por la borda: el principio de legalidad penal y la irretroactividad de las normas penales o sancionadoras más desfavorables para el reo (artículo 9.3.). El régimen del 78 es, así, una manera de implorar, frente a todo totalitarismo: «Nunca más la justicia al revés». Tampoco en 2021. Y menos por espurias razone.

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