Segadores
No es fácil encontrar, por la aspereza del trato y de los tiempos, palabras de consideración o compasión hacia estos hombres que empuñaban la hoz y alejaban el hambre de los pueblos
No había amanecido y se calzaban las abarcas de camino o las alpargatas de estopa, cargaban con un escueto equipaje, algo para comer y beber y quizás con alguna mercadería de pobres para vender; sobre la cabeza un sombrero portugués o de palma y paja, según la costumbre y procedencia de cada uno y, a ser posible, se dejaban acompañar por un buen bastón de avellano, durillo o almez para apoyo y defensa. La hoz, envuelta en lienzos, atada y reatada con cordeles para evitar melladuras y accidentes. Quedaban leguas, venturas y desventuras por delante hasta llegar a los campos de pan llevar.
Durante siglos se segó a brazo. Después, pasados los años, llegaría la maquinaria pero todavía quedaba mucho para eso. Eran tantas las hectáreas destinadas al cereal que no bastaba con los de cada pueblo para segar las mieses y había que contratar segadores procedentes de otras comarcas, regiones e incluso del extranjero. Así, cuadrillas de gallegos, leoneses, asturianos, manchegos, valencianos, murcianos y de las provincias orientales de Andalucía recorrían los campos en busca de la faena y del jornal.
Los portugueses pasaban a España, con sus pasaportes en regla, por Ayamonte y los gallegos que iban a Extremadura tomaban los caminos de Portugal. Hay noticias de segadores portugueses en la Baja Andalucía al menos desde el siglo XVII y volvieron cada temporada durante los siglos siguientes.
Los segadores se desplazaban a pie y en grupos grandes. Así, iban recorriendo los caminos, un paso y otro después, vado tras vado y puerto tras puerto. Después, ya cerca de los pueblos de destino, se dividían en cuadrillas que contaban entre cinco y diez hombres y se ponían a disposición de los labradores que los habían contratado. Estas cuadrillas apalabraban su servicios de año en año. No iban a la aventura, como nómadas, aunque de todo habría. Incluso, en el siglo XVII, llegaban a formalizar sus contratos ante escribano.
Manuel López Molina estudió varias escrituras notariales de las que podemos extraer noticias muy interesantes sobre sus condiciones de trabajo. Sus salarios, en términos relativos, eran de los más elevados entre la gente del campo debido a la dureza de su tarea y a que eran, y ellos lo sabían, imprescindibles en tiempo de cosecha. En 1627 se pagaban en Granada entre cuatro y cinco reales o más por cada fanega segada. Hubo años en los que en Andalucía se llegaron a doblar estos salarios. Un aceitunero, en cambio, debía conformarse con un jornal de dos reales y un gañán, por labrar un campo con una yunta, se tenía que arreglar con un real y medio. Junto con la paga en metálico recibían la correspondiente manutención. Las fatigas y la premura de sus trabajos exigían una alimentación más completa y abundante que la de otros trabajadores del campo.
En 1600 en Jaén, por cada cahiz de cuerda segado, recibían una oveja en pie, una fanega de trigo, dos arrobas de vino, doce panillas de aceite «y los ajos, cebollas y vinagre que es costumbre», como se hacía constar en un contrato. En ocasiones, a lo anterior, se añadía una propina de media docena de quesos. Así se mantenían con algunos guisos de carnero y una telera de tres libras por persona para los gazpachos (dos calientes y uno frío al mediodía) considerados por el Diccionario de Autoridades como «comida regular de segadores y gente rústica». Todo lo anterior se complementaba con vino, a veces aligerado con agua, agua con vinagre, las consabidas migas, las sopas de ajo y el queso. No podía ser menos si querían cerrar con empuje los afanes de cada jornada.
No es fácil encontrar, por la aspereza del trato y de los tiempos, palabras de consideración o compasión hacia estos hombres que empuñaban la hoz y alejaban el hambre de los pueblos. Las tuvieron, en cambio, Rosalía de Castro, el ejemplo más conocido, y también Miguel de Unamuno que denunció, en un artículo publicado en 1933, «los horrores naturales de la siega a mano en tierras calcinadas». Trabajaban sin cuartel, recio, bien y rápido para cobrar sus pagas y acudir a otra finca y así, sin alzar mano, hasta acabar la temporada. Todo el que conozca el verano de la España interior puede hacerse una idea de lo que sería segar con hoz y dedal fanega tras fanega, curtidos los rostros como corambres viejos, allí en el campo de julio, entre arroyos en estiaje, cigarrones y pastos secos como la yesca.
Todo esto se reflejaba, idealizado, en las canciones de trabajo de nuestros siglos XVI y XVII como en la que decía estoy en la sombra y estoy sudando / ¿qué harán mis amores que andan segando o en la escrita o recogida por Lope de Vega, de segura inspiración popular: blanca me era yo / cuando entré en la siega; / diome el sol, y ya soy morena. No eran pocos los casos de muertes por asfixia, insolaciones y golpes de calor como ocurrió con un capataz que murió ahogado, en el verano de 1853, cuando segaba en la Montaña del Príncipe Pío. Los médicos y el sentido común aconsejaban a los segadores que bebiesen agua con frecuencia y algunos recomendaban que la mezclasen con vinagre o incluso con una cucharada de aguardiente por azumbre.
A finales del siglo XVIII, don Pedro Francisco Domenech, médico de la Villa de Almendral y que debió de ver muchas desgracias de esta naturaleza, publicó un tratado para curar los efectos de estos males tan frecuentes en «los segadores, caminantes y a los soldados estando de centinela». El facultativo pretendía nada menos que «restituir el libre uso de la vida a los sofocados o modorrados calenturientos y aparentemente muertos» por el calor del sol.
Muchos años después, en 1902, la Dirección General de Sanidad recomendó que los segadores se cubriesen la cabeza con sombreros de paja clara, vistiesen ropas holgadas, cesaran en su trabajo entre once de la mañana y tres de la tarde, y descansasen a la sombra sobre paja o colchones y no sobre la tierra, bebiesen agua o agua ligeramente avinagrada, café, té o, si querían, limonadas poco cargadas de vino. Es ingenuo pensar que estos horarios se cumpliesen y no me imagino a los segadores haciendo una pausa para tomar un té a la sombra de una de esas encinas, solitarias y muy viejas, que se ven en las rastrojeras.
Las fatigas propias del trabajo se acrecentaban por los largas caminatas y el poco descanso pues las noches las pasaban sin un mal jergón, a la intemperie y sobre el suelo o, en el mejor de los casos, en el poyo de alguna casilla o al abrigo de un muro. En 1854, los segadores gallegos pernoctaban en la Plaza Mayor de Madrid «donde está fijada la columna estafeta de correos» y al año siguiente, decía un períodico de la época, «por economizar el gasto de la posada en Madrid suelen dormir en campo raso en las inmediaciones de la Corte». Las cuadrillas que pasaban por los pueblos y ciudades no siempre eran bien recibidas por su poco gasto en mesones y abacerías y por considerarlas, en tiempo de epidemias, una fuente de contagios como con el cólera morbo de 1855 y 1856 cuando muchos segadores entregaron el alma lejos de sus pueblos y aldeas.
Terminada la temporada retornaban a sus pueblos. El viaje de vuelta era más peligroso que el de ida. Venían pobres y volvían también pobres pero con unos cuantos duros o reales de plata. Ladrones, caballistas y maleantes los esperaban en pasos y apostaderos para robarles sin ninguna compasión. Esta canallada no tenía perdón de Dios. En tiempos de descontrol y desbarajuste general, como en el reinado del muy funesto y absolutista Fernando VII, se multiplicaron las partidas dedicadas a cometer crímenes en despoblado y a aterrorizar a los más inermes y desvalidos, como suele ocurrir cuando no hay orden ni ley. Sepa además el lector que todo eso que se nos cuenta de los bandoleros de buen corazón y generosos con los pobres son fantasías. Citaré, como ejemplos, cuatro casos.
En 1820, cerca de Carmona, robaron a unos segadores de Granada que volvían a su casas. Estos plantaron cara para defender lo suyo, hubo muertos y heridos pero, al final, ganaron los malos y los granadinos retornaron a sus pueblos con las manos vacías. En 1833 una decena de caballistas, entre Quintanar y Corral de Almaguer, robaron a otros segadores en similares circunstancias. Esta pobre gente fue también objeto de desafueros y asaltos por parte de partidas de facciosos durante las guerras carlistas. Otro caso a reseñar es de 1838 cuando un miliciano nacional y un alcalde de barrio, dos valientes, redujeron y detuvieron a unos maleantes que habían robado a otros segadores en el camino de Puerta de Hierro, en Madrid. Estos delitos se castigaban con severidad como en 1850, cuando en Valencia le dieron garrote a cuatro ladrones por una muerte y un robo que hicieron a unos segadores. Dos convictos más se libraron de la pena capital pero fueron condenados a presenciar la ejecución en primera fila, para que lo recordasen de por vida, y después enviados a presidio.