THE OBJECTIVE
Diego Pérez Ordóñez

José Carlos Llop, desde ultramar

«En la obra del autor hay una especial predilección por el mar, por el papel de la luz en su espejo de agua y por la quietud del Mediterráneo»

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José Carlos Llop, desde ultramar

José Carlos Llop. | Carmen Silvestre

Me viene a la mente una sentencia de James Salter cuya ejecución le calza como un guante a José Carlos Llop, escritor mallorquín. El exquisito narrador estadounidense sostenía que en todo poeta, en algún grado, habita un ángel lírico cuyo feudo es la belleza pura del lenguaje. En el caso de Llop (Mallorca, 1956), un artista de los sentidos, de las estaciones y de los vaivenes del tiempo, todo se sostiene en el espectáculo de la sonoridad de las palabras; todas ellas con un propósito artístico, con reverberaciones de los siglos, con precisión de diamantista. 

Llop es el creador de una obra signada por la finezza, repartida en varios frentes: una saga poética compilada en Mediterráneos 2001-2021 y anteriormente en Poesía 1974-2001, las novelas Oriente, Reyes de Alejandría y París Suite: 1940, fundamentalmente;  Solsticio, de difícil tipificación, una amalgama de evocaciones y nostalgias con un vigor lírico propio de los más profundos recuerdos tempranos de Nabokov o de los ejercicios de memoria de Proust y Modiano (guardando las distancias, claro) y, por último, varias piezas diarísticas de relieve.

Esta variedad llopiana podría hacer creer que estamos hablando de diversos registros, de esforzados afanes de diversificación. Sin embargo, creo, se trata de variaciones alrededor de un mismo objetivo, la cimentación de una trayectoria literaria enteramente fundamentada en la perfección de la palabra escrita. Ya lo sostuvo alguna vez Octavio Paz: «La actividad poética tiene por objeto esencialmente, el lenguaje: cualesquiera que sean sus creencias y convicciones, el poeta nombra a las palabras más que a los objetos que éstas designan». José Carlos Llop ha corregido a Paz, porque la suya es también la poética de las cosas, de los días, de las rutinas, la poesía de unas piezas fetiche que pudieran adornar su biblioteca, recuerdos del mobiliario de casas desaparecidas o evocaciones de caminatas. 

En la obra de Llop hay varios  aspectos que se convierten en constantes –como dijimos, trabaja con igual carácter el intimismo del diario, la efervescencia de la poesía y la continuidad fluvial de la novela- pero hay también una especial predilección por el mar, por el papel de la luz en su espejo de agua y por la quietud del Mediterráneo. Heredero de Conrad y de Melville, en lo tocante a la seducción marina, y pariente de Mutis en aquello de la añoranza de los imperios derruidos y de la imaginación portuaria, todo en Llop es marea, pleamar, cabotajes y vientos:

«La luz de una joya fenicia,
lata y aguamarina,
es el mar en el viejo puerto de Beirut.
Hay jóvenes pescando en La Corniche
y algunos ancianos que fuman
coloridas pipas de narguile.
El sol es el limón de un huerto
romano y se refleja en sus arcos
de mármol, en las estelas
funerarias, en las estatuas decapitadas.
La caligrafía picuda de los minaretes
sostiene el aire, antiguo como la Biblia»

También prima en lo llopiano la cuidadosa construcción de un puente que anuda las civilizaciones antiguas con los mundos contemporáneos y con las civilizaciones mediterráneas, siempre como centro de gravedad. En el teatro del arte de José Carlos Llop pueden perfectamente dialogar las esencias del pasado –iglesias coptas, cúpulas bizantinas o imágenes de Abisinia-  con las plumas de Lawrence Durrell, Sandor Márai o Robert Graves. En este sentido su manejo del tiempo se basa en una fórmula de continuidad, como si el escritor tensara un arco en procura de fusionar siglos y épocas.   

Y en Llop cuenta, sobre todo, la posibilidad de una isla. Pesan, pues, la insularidad, la voluntad de distinción y la circunstancia de la excepción propia de los archipiélagos. Como en los casos de otros escritores isleños -vienen a la mente Lampedusa, Pirandello, De Roberto o Villalonga antes que él- Llop es un escritor de las orillas, ajeno a las muchedumbres, minoritario. «Soy insular y eso marca porque he convivido con diferentes culturas literarias, me siento más un escritor austrohúngaro», ha asegurado. Opina Llop que hay un peso metafísico en ser insular ya que la isla es, en sí misma, un destino.  Y no deja de resultar paradójico, en cierto modo, que el Llop isleño sea a un tiempo el más europeo de los escritores españoles. 

José Carlos Llop es también un delineante de cosas y lugares. De ciertas ciudades, entendidas como querencias o refugios. De Burdeos, Beirut, Barcelona o París como enclaves de adopción. Y como James Joyce con Dublín y Orhan Pamuk con Estambul, José Carlos Llop ha intentado colonizar Palma de Mallorca con la pluma. Ha recorrido sus angostas calles, ha procurado registrar cada antiguo patio, inventariar la vieja ciudad y hacer de su territorio un coto de escritura y un continente de asociaciones. Por lo anterior, Llop le achaca parte de su grafomanía a la evocación de la casa de los abuelos paternos: «Aquella vista de la ciudad antigua y la magia del caleidoscopio forman parte de mi vocación escrituraria, de mi relación con la ciudad, con cualquier ciudad», nos cuenta en su libro En la ciudad sumergida, un hermoso texto a caballo entre el ensayo y la remembranza. 

«La Palma que imagina Llop es la Palma que ha resistido a los siglos y que ahora se desliza en una espiral de despersonalización, mal gusto y deterioro, en su opinión»

En dicha obra, José Carlos Llop utiliza toda su caja de herramientas. Pretende alegar contra las crueldades arquitectónicas contemporáneas, preservar trazos, puertas, fachadas, colecciones de arte y glosar galerías de estetas y diletantes. Palma como educación sensorial y sentimental:

«Toda fortuna y toda raza decaen en las islas: todos, habitantes de una balsa, decaemos en medio del mar y a pleno sol», nos dice el mallorquín, al tiempo que sostiene como premisa que «a principios del siglo XXI la ciudad donde nací dejó de ser la ciudad donde había nacido. La ciudad real se convirtió en la ciudad de la memoria y sus calles, en el eco de las calles donde había yo había vivido. Sólo el eco –como los pasos de un escenario vacío, y su recuerdo, un espejismo-. La ciudad reivindicaba ahora su condición de ser otra, cuyo espíritu se había mermado a través de la fiebre homogeneizadora de las ciudades europeas».

Palma es el motivo, de acuerdo, pero también es el trampolín. Así, Llop intentó refundar su ciudad a partir de evocaciones, la atesoró en su memoria, en un lugar donde no pudieran entrar terceros. Una operación de blindaje. La Palma que imagina Llop es la Palma que ha resistido a los siglos y que ahora se desliza en una espiral de despersonalización, mal gusto y deterioro, en su opinión. En la ciudad sumergida es una vieja instantánea, la fotografía de un momento en la memoria. Se trata de la Palma de Chopin y George Sand, de algún archiduque díscolo, de Cela y de la infancia del escritor.

Finalmente, para Llop la verdad está en la literatura de la memoria, en las páginas de guante blanco del antes mencionado Nabokov, en los versos inmemoriales de Cavafis, en la belleza de las balas que silban en los dietarios de Jünger, así como en las cadencias de Bob Dylan o de los Rolling Stones. Es lo que ha declarado él mismo en José Carlos Llop: una conversación, una especie de sobremesa literaria con dos exégetas más destacados, Daniel Capó y Nadal Suau: «La literatura es la memoria del mundo a través del alma humana…». 

Cabe, por tanto, hablar de lo llopiano. De un acervo literario cimentado en la apostura del lenguaje, en el refugio de los lugares, en la compañía de las cosas, en la primacía de la memoria. 

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