Por qué Cataluña va peor con autogobierno
Cataluña prospera más sin autogobierno porque la fuerza de sus relaciones personales le impide dotarse de instituciones modernas
En diversos períodos de su historia y tanto en términos demográficos como económicos, Cataluña ha ido mejor cuando disfrutaba de menos autogobierno y había adoptado instituciones exógenas, generadas fuera de Cataluña. La figura que abre este artículo refleja la evolución de los porcentajes que representa Cataluña en la población y en el Producto Interior Bruto de toda España. Ambas variables han experimentado sus mayores incrementos en los períodos con menos autonomía.
Al buscar una explicación de esta aparente anomalía, hemos de considerar que las instituciones de una sociedad moderna canalizan la creatividad de los seres humanos hacia formas productivas de competencia. Logran que los individuos nos preocupemos por mejorar el empleo de los recursos propios en vez de esforzarnos por capturar los ajenos, incluida entre estas actividades de captura las dirigidas a manipular las decisiones políticas, administrativas y judiciales. Las buenas instituciones encauzan la competencia de modo que ésta pasa de ser un proceso potencialmente extractivo a un proceso productivo; de ser un juego de ‘suma cero’ en el que unos individuos pierden para que otros ganen, a ser un juego de ‘suma positiva’ en el que todos ellos ganan o en el que, al menos, las ganancias totales son mayores que las pérdidas.
Desde esta perspectiva, el que Cataluña haya ido mejor con menos autogobierno es coherente con la posibilidad de que haya experimentado dificultades para dotarse con buenas instituciones de forma endógena. En cambio, las instituciones exógenas habrían sido más eficaces en contener la captura de rentas dentro de Cataluña; además, complementariamente, también podrían haber favorecido la captura de rentas fuera de Cataluña.
Un posible motor explicativo de esa hipótesis es el pactisme del que se mostraba orgulloso Jaume Vicens Vives en Notícia de Catalunya, pactismo que procedería entonces reinterpretar como un personalismo mal adaptado a las demandas de la economía moderna, y del que mostraré indicios extraídos de datos demoscópicos y políticos contemporáneos. Ese fuerte personalismo necesitaría de instituciones exógenas porque tiende a impedir el desarrollo de instituciones endógenas apropiadas.
Examinemos cómo encajan en esta explicación diversos episodios de la historia de Cataluña.
El pasado
El auge económico y demográfico que experimenta Cataluña en el siglo XVIII se produce tras las reformas emprendidas por Felipe V, unas reformas que suprimen numerosas instituciones medievales y dan así lugar al célebre «desescombro de privilegios» feudales que, a juicio del propio Vicens, sienta las bases de ese desarrollo económico ulterior. También mejoran el estado de derecho en un sentido impersonal. Por ejemplo, la Corona pasa a nombrar los altos cargos públicos que hasta entonces debían estar ocupados por catalanes. Además, introducen en Cataluña una fiscalidad relativamente bien organizada, la cual a los pocos años era menos gravosa que la de Castilla.
En los siglos siguientes, se desarrollan las instituciones propias del Estado español moderno, con una secuencia de hitos decisivos en cuanto a las relaciones económicas internas a Cataluña, como los procesos de desamortización que liberan una propiedad inmueble atada previamente porque demasiados titulares de derechos podían bloquear la reasignación de recursos, una proliferación heredada del Antiguo Régimen y que, si bien estaba adaptada a una economía rural estática, era incompatible con la expansión del mercado. Asimismo, a finales del XIX se crea la infraestructura institucional necesaria para las transacciones impersonales, desde la codificación civil y mercantil a un aparato judicial independiente de los intereses locales, así como sus organizaciones de apoyo, como los registros públicos. Por último, se configura el derecho administrativo moderno con las reformas de la administración local, iniciadas en 1924, y del régimen administrativo, entre 1954 y 1958, reformas que profesionalizaron y limitaron considerablemente la discrecionalidad de las Administraciones Públicas.
Por supuesto que, a menudo, estas instituciones exógenas resultaron deficientes; pero han de evaluarse comparándolas con referencias reales, y las de los paréntesis autonómicos son aún peores. Basten tres pinceladas. Tras proclamarse la Primera República en 1873, la Diputación de Barcelona no sólo alienta la sublevación carlista sino que genera numerosos desórdenes. Asimismo, entre 1914 y 1925 la Mancomunidad de Cataluña da lugar a un rápido aumento del clientelismo y del centralismo barcelonés. Por último, la Generalitat de la Segunda República actúa como un gobierno revolucionario, sobre todo una vez iniciada la Guerra Civil; pero incluso con anterioridad, como revela su promulgación de la Llei de Contractes de Conreu de 1934, anulada ese mismo año por el Tribunal de Garantías Constitucionales para ser reinstaurada por la Generalitat en febrero de 1936.
En cuanto a las relaciones económicas de Cataluña con el exterior, las reformas borbónicas del XVIII introducen también un régimen mercantilista que unifica casi totalmente el mercado peninsular e impone numerosas prohibiciones a la importación de productos extranjeros. Por un lado, elimina barreras interiores y permite que los productos circulen libremente. Por otro, liberaliza el comercio colonial pero mantiene las prohibiciones a las importación de bienes extranjeros, sobre todo textiles.
Este proteccionismo se mantiene durante el siglo XIX y se prolonga durante la mayor parte del XX, con apoyo prácticamente unánime de los representantes políticos catalanes. Éstos dan por supuesto que había que proteger a la industria local, pero a una economía con un mercado nacional relativamente pequeño, como el de la española, no le convenía protegerse sino especializarse; y la protección perjudica esa especialización.
Durante la segunda parte del siglo XIX, también es revelador el protagonismo de los intereses catalanes en la política colonial. En respuesta a la presión de los políticos e industriales catalanes y con su apoyo entusiasta, España intenta reservar el mercado cubano para los productores españoles, a la vez que fracasan los intentos de conceder a Cuba un estatuto de autonomía. Por ejemplo, en 1882, se promulga una Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas que, al reservar los mercados a los productos españoles, no sólo obliga a los cubanos a comprar productos españoles más caros sino que provoca represalias de Estados Unidos, que eleva sus aranceles al azúcar cubano, lo que encona la guerra de independencia. El apoyo catalán al esfuerzo bélico en Cuba es también muy notable; pero, tras el ‘Desastre’, se troca en un simplista «España no funciona» que olvida hasta qué punto la política colonial se había supeditado a intereses catalanes.
Tras la Guerra Civil, la política económica practica un proteccionismo autárquico hasta el Plan de Estabilización de 1959. Tanto la autarquía de sus primeras décadas como los planes de desarrollo de las últimas facilitan la extracción de rentas del resto de España. En primer lugar, el INI canaliza buena parte de su inversión hacia Cataluña. Un dato significativo es que localice Seat en Cataluña mientras que las nuevas fábricas privadas de automóviles se ubican en otras regiones. Todo ello en unos tiempos en que el capital circula por «circuitos privilegiados de financiación», de modo que las regiones más pobres acaban exportando capitales a las más ricas a tipos regulados, inferiores al tipo de mercado, generando una subvención implícita. Simultáneamente, la dictadura pone la política económica en manos catalanas, sobre todo desde 1959, con personalidades como Sardá o López Rodó. Franco llega a nombrar ministro sin cartera de 1957 a 1965 y presidente del Consejo de Economía Nacional hasta 1968 a un catalán, Pedro Gual Villalbí, que toma posesión en Barcelona, donde reside la mayor parte del tiempo, y que recibe el encargo expreso de canalizar los intereses catalanes, confirmando, a juicio de La Vanguardia, el «interés predilecto que el Caudillo siente por las necesidades y los problemas catalanes». Resulta también ilustrativo el que, en virtud de un decreto de 1943, Madrid careciese de actividad ferial relevante hasta 1980.
Personalismo y contribuciones institucionales
El menor autogobierno puede haber contenido los procesos de extracción y captura de rentas dentro de Cataluña, orientando su economía de forma más productiva. Esta contención en la extracción interna de rentas concuerda con el argumento de Vicens sobre el desescombro de restos feudales, pero Vicens también proporciona una clave explicativa cuando subraya el papel central que representa en la cultura catalana lo que denomina «pactismo». Se trata de un valor con raíces feudales que considera positivo pero que, en coherencia con su propia interpretación de las reformas borbónicas del siglo XVIII, cabe entender como un lastre cultural. Sobre todo por dificultar el establecimiento y consolidación del moderno estado de derecho, basado en una ley preestablecida y que se aplica a todos por igual, en vez de que la ley sea tan sólo el pacto resultante de un equilibrio de fuerzas: las que ejerzan en cada momento los diversos grupos sociales. Al otorgar primacía a ese equilibrio de fuerzas, el pactismo estimularía a tales grupos a esforzarse por aumentar su fuerza. Con ello, genera una competencia más extractiva que productiva, pone en peligro la igualdad y estabilidad institucional y ata a los individuos a los grupos de los que forman parte.
Este pactismo se refleja aún hoy en el carácter ultrapersonalista que presentan las relaciones sociales en Cataluña. En los datos de la World Values Survey analizados por Rodríguez-Pose y Hardy, se observa cómo los catalanes confiamos menos en los demás que el total de los españoles y, especialmente, los madrileños. Las personas que declaran un alto nivel de confianza hacia la mayoría de la gente son el 13,8% en Cataluña, el 19,0% en el total de España y el 31,5% en Madrid. Por el contrario, los catalanes manifestamos confiar ligeramente más en la familia y, sobre todo, en aquella «gente que conocemos». Las cifras son un 51,3% en Cataluña frente a un 38,1%, para el total de España y un 43,6% para Madrid.
Por su parte, la evolución de la autonomía catalana desde 1977 también proporciona diversos indicios confirmatorios de una posible dificultad de raíz cultural para un desarrollo institucional endógeno, dirigido a crear las instituciones modernas y libres de personalismo que caracterizan al estado de derecho. Por ejemplo, a escala europea, Cataluña es una de las regiones cuyos ciudadanos mantienen una percepción más negativa de sus órganos de gobierno, según el estudio del Quality of Governance Institute de la Universidad de Gotemburgo.
Este carácter retrógrado de la creatividad institucional catalana se puso también de manifiesto en la reforma del Estatuto de autonomía aprobada en 2006, en su parte relativa al Consejo de Garantías Estatutarias y que fue anulada por el Tribunal Constitucional en su sentencia de 2010; y en las «leyes de desconexión» aprobadas por el Parlamento de Cataluña en septiembre de 2017. Ambas normas no sólo violaban la Constitución española, cosa hasta cierto punto lógica en un movimiento independentista, sino los principios más elementales del estado de derecho y la separación de poderes. De modo aún más rotundo que la pretendida reforma del Estatuto, centralizaban todo el poder, incluido el control de la Justicia, en la mayoría parlamentaria y el presidente de la Generalitat, por todo lo cual suponían una notable regresión institucional. Apunta en la misma dirección el desenlace provisional del procés que, cinco años más tarde, tiene como piedra angular un acuerdo para «desjudicializar la política», lo que da primacía al pacto político circunstancial y sin sujeción a la ley.
La pobre calidad potencial de las instituciones endógenas de una Cataluña con autogobierno respecto a las exógenas que se derivan de su integración en España es también observable en las aportaciones de origen catalán a la institucionalidad española, tanto económicas como políticas.
En el plano económico, no sólo los industriales catalanes fueron promotores principales del proteccionismo arancelario. También fueron artífices de la posterior autarquía y del intervencionismo franquista. Ya en democracia, son también iniciativas de origen catalán las que consiguen dar marcha atrás a la liberalización de los alquileres y los horarios y aperturas comerciales, y las que dificultan la transposición efectiva de la directiva de servicios y la efectividad de la ley sobre unidad de mercado.
En el ámbito político, destaca el que, si bien la burguesía catalana figura entre los promotores de la Restauración borbónica, representó un papel protagonista en su final, al actuar en 1917 la Lliga de Cambó como aglutinante de una alianza con las izquierdas y de intermediario con las juntas militares. Esta operación pretendía regenerar la vida política española, pero en realidad buscaba que los catalanes gobernaran España sin que los demás españoles tuvieran nada qué decir sobre Cataluña. Pese a que, al final, esta alianza contó con escaso apoyo electoral, sí fue efectiva, gracias a las juntas militares, en liquidar el turno y frenar una evolución del sistema político que, hasta entonces, había sido paralela a la de los países vecinos. En cierto sentido, la contribución política de estos últimos años puede entenderse de modo similar, sin más que sustituir al régimen de la Restauración por el de la Transición y recordar que este último aún sigue en pie.
El presente: liberalización económica y autonomía regional
La Transición alteró notablemente las reglas de juego, ya que la Constitución de 1978 concedió a Cataluña gran autonomía, quizá la mayor de la que ha disfrutado en tiempos modernos. De acuerdo con el argumento, esta autonomía debería facilitar la extracción interna de rentas y perjudicar la externa.
Por un lado, el que la autonomía exacerba la captura interna de rentas es consistente con muchas de las políticas puestas en pie por la Generalitat desde 1981, dirigidas a: (1) aumentar la carga tributaria, de modo que en 2021 ya había creado 19 impuestos propios sin mejorar, a juicio de los ciudadanos, la calidad de sus servicios públicos, además de redistribuir gran cantidad de recursos desde Barcelona a las demás provincias catalanas; (2) restringir la competencia, en ámbitos como, por ejemplo, los horarios y la apertura de establecimientos comerciales; (3) debilitar los derechos de propiedad, tanto al promulgar regulaciones sobre alquileres, desahucios y pisos vacíos, como al tolerar las ocupaciones de viviendas, cuya tasa es, con mucho, la más elevada a escala nacional; (4) crear una administración que replica los vicios de la española; y (5) desviar una gran cantidad de recursos públicos a una inversión identitaria y un procés independentista que nunca han contado con el apoyo ni de la mitad de la población catalana.
«Resulta tentador explicar el procés como un intento por parte de las élites catalanas de fortalecer su posición de privilegio en un momento de crisis económica»
Aunque correlación no necesariamente implique causalidad, también son reveladores en la misma línea los indicios de que, tras instaurarse la autonomía, se ha reducido la movilidad social de la sociedad catalana, profundizando la división entre una élite gobernante con apellidos de origen catalán y mayores niveles de ingresos y educación, y una mayoría con las características opuestas, sin que la diferencia de ingresos pueda atribuirse a la mayor educación sino al origen étnico-cultural, como han analizado Güell, Rodríguez-Mora y Telmer, quienes constatan también que las élites gobernantes tienen muchos más apellidos catalanes.
Por otro lado, si ya la mayor autonomía tiende a frenar la extracción de rentas del resto de España, dos cambios institucionales del último cuarto del siglo XX la restringen adicionalmente. El primero de ellos consiste en que la Constitución y su plasmación posterior en la política autonómica del ‘café para todos’ crea 15 comunidades fundamentalmente iguales, que son todas ellas potenciales competidores por rentas. En principio, la relación ya no se establece entre Cataluña y una España unitaria sino dentro de una España políticamente fragmentada.
La segunda restricción proviene de que la liberalización económica requerida para entrar en la Unión Europea impide usar los canales por los que tradicionalmente habían fluido las rentas, al poner coto al proteccionismo arancelario, a la planificación económica y, en alguna medida, al gasto público. Desde la Transición, Cataluña puede haber tenido algún éxito en extraer rentas presupuestarias, sobre todo en programas como las zonas de Urgente Reindustrialización en los años 1980, la financiación de los Juegos olímpicos de 1992 o el Fondo de Liquidez Autonómica. No obstante, la transferencia de recursos parece menor que la lograda en décadas precedentes. El formar parte de la UE elimina aranceles internos y reduce los externos. Además, limita las ayudas públicas a la actividad económica. Si bien el sector terciario sigue sujeto a reglas anticompetitivas, los servicios viajan mal, por lo que cada región tiende a cargar con las consecuencias de esas reglas (lo que facilita la captura interna de rentas). Dos ejemplos de ello son las notables diferencias que existen en cuanto a la regulación de taxis y horarios comerciales entre Madrid y Barcelona.
Desde esta perspectiva, resulta tentador explicar el procés como un intento por parte de las élites catalanas de fortalecer su posición de privilegio en unos momentos en que confrontaban el peligro adicional que entrañaba la crisis económica de la primera década del siglo. Peligro que provenía no sólo de la propia crisis sino de los esfuerzos suscitados por ella para introducir en España reformas que atajaran las causas de su retraso institucional y económico, incluida la del propio régimen autonómico. Desde esta perspectiva, la independencia sería un señuelo y el objetivo, en la línea del federalismo asimétrico del Cambó de 1917, el de blindar la extracción interna de rentas y revertir la contención de la extracción externa.
Cabe también pensar que esas élites han resultado hoy por hoy victoriosas, aunque sea una victoria un tanto pírrica al quedar al albur del sector público. En la vertiente interna, han logrado mantener su posición de monopolio y discriminación cultural, cuya manifestación más obvia es la dejadez del Estado a la hora de hacer cumplir en las escuelas catalanas las sentencias judiciales sobre la enseñanza en castellano. Por otra parte, en la vertiente externa, además de recuperar mecanismos de negociación bilateral con el Gobierno de España, es posible que, por la vía de los hechos, la Generalitat haya recibido en todos estos años un tratamiento fiscal más benigno que si no hubiera movilizado el procés. Da que pensar al respecto el que se haya dejado, ya no sólo de hablar, sino de calcular las «balanzas fiscales».