Del Estado de Derecho al Estado 'Satisfyer'
THE OBJECTIVE publica un adelanto del libro ‘Los derechos en broma’ (Editorial Deusto), del catedrático Pablo de Lora
El que denomino «Estado parvulario» da pábulo a que el poder público, en sus diversas instancias y encarnaciones, escamotee las realidades y consecuencias que conllevan algunas discapacidades, pero a que lo haga de manera internamente inconsistente: tratando a los menores como adultos, pero sólo simbólicamente, y, en cambio, de manera efectiva, a todos los ciudadanos como menores, congénitamente desvalidos, incapaces de encarar la realidad. En el Estado parvulario escamotear el principio de realidad es una constante, si bien la infantilización deviene particularmente acusada cuando de defender, proponer o articular la política económica se trata. Bastará un botón de muestra. En pleno auge de la llamada «segunda ola» de la pandemia de la COVID-19, cuando el PIB caía en España en cifras no vistas desde el final de la Guerra Civil, y cuando el gobierno se afanaba en lograr unos presupuestos llamados de la «recuperación», el gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, comparecía ante la Comisión de Presupuestos del Congreso de los Diputados para, entre otras cosas, constatar la imprudencia que suponía que el gobierno presentara un proyecto de presupuestos en los que se contemplaba la subida del sueldo de los funcionarios públicos en un 0,9 por ciento, dada la calamitosa situación económica y las sombrías perspectivas que se cernían sobre el incremento de la deuda pública. En ese contexto, el diputado Ferran Bel, de Junts per Catalunya, señaló que se trataba de una advertencia pertinente, y añadió: «[…] sé que esto no es muy populista (sic), por eso el gobernador del Banco de España se lo puede permitir, no sé si el resto de los grupos nos lo podemos permitir […]».
Por si pudiera quedar alguna duda, el diputado Txema Guijarro la disipaba cuando afeaba al gobernador sus cautelas sobre las subidas salariales y de pensiones, y lo hacía en los siguientes términos:
La economía tiene que ser pensada como un servicio a las personas. Las personas somos el fin último al que se somete la disciplina económica, y no al revés […]. El objetivo es poder subir sueldos de pensiones y funcionarios […], hay que colocar primero los objetivos y las prioridades, y luego ver los medios […], el objetivo de estos Presupuestos Generales del Estado no es cuadrar unos números, no es ser fieles a unos determinados principios matemáticos que también se entienden instrumentalmente para ellos, sino que el objetivo último es salvar a las personas, hacer que los españoles y las españolas tengan mejores perspectivas de vida, porque eso es, al fin y al cabo, el patriotismo.
Los partidos políticos no se pueden permitir no ser populistas (o populares) es decir, asumir, defender y aplicar una política para adultos. Parafraseando la «lógica de Juncker», no saben cómo hacerlo y ganar las elecciones.
El Estado parvulario exhibe, además, algunos rasgos distintivos, de carácter normativo e institucional, que son los que me propongo escudriñar a continuación.
Antes he señalado que, en dicho Estado, los ciudadanos son congénitamente desvalidos; pues bien, también resultan «administrativa y legislativamente consolados».
«La desventura social se cocina desde los poderes públicos, para, a continuación, desplegar un formidable aparato burocrático»
El derecho público ha dispuesto de técnicas diversas y bien conocidas para que el poder público satisfaga, compense, repare o ayude al ciudadano agraviado que ha visto frustrados sus intereses o necesidades atendibles: beneficios económicos de toda laya, indemnizaciones, concesiones, licencias, desgravaciones, bonificaciones, descuentos, etcétera. A ese elenco se añaden ahora nuevas formas de «consuelo» para ciudadanos descritos o identificables como «vulnerables», «odiados» o de algún otro modo «víctimas». Un Estado social y democrático de derecho, como la Constitución señala que es el Estado español en su artículo 1, emerge ahora como Estado social, democrático, dramático y dramatizado de derecho.
Como he analizado en el primer capítulo, nuestro legislador ha orillado en una medida significativa el objetivo de pautar el comportamiento para resolver conflictos o problemas de cooperación y se ha vuelto radical y fundamentalmente «expresivo» en ámbitos muy diversos. En algunos de ellos, además, esa mutación torna en algo sofisticadamente perverso: la desventura social se cocina desde los poderes públicos, se construye institucionalmente el agravio para, a continuación, desplegar un formidable aparato burocrático, en niveles administrativos diversos, que canaliza —aunque nunca resuelva del todo, y a veces ni siquiera parcialmente— las querellas de víctimas, ofendidos o insatisfechos en sus intereses o pretensiones. El legislador, de nuevo parafraseando a Daniel Gascón, se siente bien consolando a la ciudadanía; no ya al que se encontraba previamente agraviado, sino al que ha ayudado en primer lugar a que pueda construirse y presentarse como tal. Es a ese mecanismo al que denomino «burocracia del consuelo». El Estado parvulario ofrece una promesa de solución a problemas que engrosan una realidad social agraviante construida a partir de su enunciación legislativa. La ley se erige en «performativa» de un conflicto que a la vez está llamada a resolver, y el Estado, en un «Estado Satisfyer».
Abundo sobre ello a continuación.
Consideremos nuevamente el caso de la infancia, pues quizá sea en la Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de Protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, en la que se haya alcanzado uno de los máximos exponentes del mecanismo que antes apuntaba. Su artículo 3 a) establece como uno de los fines de la ley: «Garantizar la implementación de medidas de sensibilización para el rechazo y [la] eliminación de todo tipo de violencia sobre la infancia y la adolescencia […]». De nuevo: reparemos en que no estamos ante la regulación de una conducta («queda prohibido el castigo físico a los menores» o «está permitido el castigo físico a los menores bajo las circunstancias X e Y»), sino ante la enunciación de cinco acciones deseables: garantizar (1) implementar (2) sensibilizar (3) rechazar (4) y eliminar (5) de X. Cabe preguntarse: ¿cómo podría incumplir esa norma un rebelde que cabalmente se lo propusiera?
«La noción de víctima queda completamente desligada de un procedimiento iniciado por una ‘denuncia’ o ‘querella’»
La lectura de la ley, además, trasluce la sospecha sobre el trato a la infancia en España que alberga el propio legislador —verbigracia, el gobierno, que se ocupa de impulsar la acción legislativa—, sobre su rutinaria explotación y abuso y sobre la presumible condición de víctimas de todo tipo de violencias de todos los niños españoles, lo cual no deja de ser paradójico. Y es que en el proyecto se enumeran todas las formas imaginables de violencia; el artículo 1.2 reza: «En cualquier caso, se entenderá por violencia el maltrato físico, psicológico o emocional, los castigos físicos, humillantes o denigrantes, el descuido o trato negligente, las amenazas, injurias y calumnias, la explotación, incluyendo la violencia sexual, la corrupción, la pornografía infantil, la prostitución, el acoso escolar, el acoso sexual, el ciberacoso, la violencia de género, la mutilación genital, la trata de seres humanos con cualquier fin, el matrimonio forzado, el matrimonio infantil, el acceso no solicitado a pornografía, la extorsión sexual, la difusión pública de datos privados así como la presencia de cualquier comportamiento violento en su ámbito familiar» (las cursivas son mías). De ese modo, no es que con el instrumento legal se aspire a poner coto a un problema o realidad previamente demarcada como la del bienestar de la infancia, al modo en el que el pescador utiliza la malla para pescar cuantos más peces mejor; pareciera, antes bien, que es la ley misma la que con sus conceptualizaciones hará crónico y general un fenómeno que será siempre ya urgente y crítico, y para el que nunca habrá despliegue suficiente de medidas. Será entonces la «red de pesca» la que generará los «peces», y con ello la perpetua insatisfacción que a su vez alimentará justificadamente el ejercicio del poder (o bien su conquista) para «cambiarlo todo». Así, si en una ley sobre derechos sexuales y reproductivos se introduce la baja laboral por menstruación como un gran logro, pero finalmente (y sensatamente, y como venía ocurriendo) serán los médicos quienes determinen el alcance de la incapacitación, habremos abierto una puerta para que en el futuro haya casos de denegación de la baja médica y quepa ya apelar a una forma de «violencia menstrual» que exigirá nuevas y más radicales piezas legislativas en las que nuevamente y de forma altisonante se apele a la transformación de esa realidad jurídico-institucional opresora.
Prosigamos.
Se introducen en el Código Penal los denominados «delitos de odio», de forma tal que prácticamente cualquiera puede ser delictivamente odiado, o ser sujeto pasivo de una promoción, fomento o incitación, directa o indirecta, a ser odiado. Las estadísticas oficiales del Ministerio del Interior correspondientes a los años 2019 y 2020 no muestran que aumenten esos delitos pero proliferan los estudios oficiales que apuntan a que tales comportamientos no se denuncian, con lo cual esa situación de «infradenuncia» autorizará que en el discurso público se manejen con toda soltura porcentajes —por momentos abrumadores de «víctimas» o «supervivientes» a los que en ningún caso se acompañará del calificativo de «presuntas». La noción de víctima queda completamente desligada de un procedimiento iniciado por una «denuncia» o «querella»; un proceso en el que, con las garantías básicas de quienes son investigados o acusados, y tras una evaluación con afán de imparcialidad y en la que hay contradicción entre las partes, se dicta una resolución que normalmente es recurrible ante instancias superiores. Ese desacoplamiento «víctima-proceso» se produce porque, de manera más o menos sutil, se desconfía de los propios mecanismos de los que se dota un Estado de derecho, que resultan inhábiles en el Estado dramático de derecho. Vemos así al Estado, desde sus instituciones, recelando de sí mismo.
¿Cómo interpretar si no la Resolución de 2 de diciembre de 2021 de la Secretaría de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género, por la que se publica el Acuerdo de la Conferencia Sectorial de Igualdad, de 11 de noviembre de 2021, relativo a la acreditación de las situaciones de violencia de género? Tal acreditación administrativa, según dicha resolución, puede facilitarse a las mujeres que estén incursas en algunas de las fases del procedimiento judicial, pero también a «víctimas que se encuentren en proceso de toma de decisión de denunciar», a «víctimas respecto de las cuales el procedimiento judicial haya quedado archivado o sobreseído» o, clavando el último clavo en el ataúd del imperio de la ley, a «víctimas de un procedimiento que haya concluido con sentencia absolutoria o cualquier otra causa que no haya declarado probada la existencia de violencia» [artículo 2]. Quien fue absuelto en aplicación de un procedimiento con todas las garantías puede ser un «agresor administrativo», salvo que consideremos —y no hay que descartarlo— que administrativamente pueda haber víctimas —y no de catástrofes naturales— sin culpables.