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Democracia 'made in' Sánchez: la deriva iliberal

Las democracias también pueden morir desde la izquierda, y no sólo desde la derecha radical populista

Democracia ‘made in’ Sánchez: la deriva iliberal

Ilustración de Alejandra Svriz.

Cómo mueren las democracias fue uno de los libros más influyentes de los últimos años sobre el declive de las democracias liberales en Occidente. De hecho, todo el mundo parecía haberlo leído el día que unos majaderos decidieron asaltar el Capitolio. En él, los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt razonaban lo siguiente: «Durante los últimos años, hemos visto a ciertos políticos decir y hacer cosas que no tienen precedente en los Estados Unidos, pero que reconocemos como precursoras de la crisis democrática que padecen otros países». Relea, por favor, la última frase y haga el ejercicio de reemplazar el sintagma «Estados Unidos» por la palabra «España». ¿Qué le parece? Sigue teniendo sentido, ¿verdad?

Levitsky y Ziblatt acaban de publicar su nuevo libro, Tyranny of the Minority. En sus primeras páginas, los autores reconocen que incluso ellos han quedado asombrados por el rumbo que ha tomado la política norteamericana: «Nunca imaginamos que podríamos llegar a ver estas cosas aquí; tampoco que uno de los dos principales partidos de Estados Unidos se apartaría de la democracia y la Constitución en pleno siglo XXI». Sustituya, de nuevo, «Estados Unidos» por «España». Suena tan convincente que asusta.

Estos ejemplos, aunque superficiales, revelan algo llamativo de la obra de los Levitsky, Ziblatt, Applebaum & co., a saber, que sus marcos de análisis son a menudo extrapolables al caso español. Sin embargo, a ningún politólogo (patrio) escuchará usted establecer tal analogía. Fíjese –basta con que pruebe a googlearlo– en el número de trabajos, proyectos de investigación, conferencias y seminarios sobre el llamado retroceso democrático de Polonia y Hungría. Se cuentan por cientos. Pruebe a mirar ahora el número de trabajos dedicados al país cuyo Gobierno ha negociado la institucionalización de la desigualdad entre sus ciudadanos con un prófugo de la justicia. No se moleste; no verá nada. ¿Cómo es posible?

La respuesta es más sencilla de lo que parece: asumir que esos análisis son aplicables a nuestro país supondría asumir que las democracias también pueden morir desde la izquierda, y no sólo desde la derecha radical populista. Y ese es un coste que una buena parte de la academia no está dispuesta a pagar. Analicemos esto en mayor detalle.

«Las democracias ya no mueren fruto de un golpe militar, sino por el progresivo debilitamiento de las instituciones»

Cómo mueren las democracias fue un libro casi profético a la hora de anticipar cómo intentaría gobernar Trump. También lo fue para entender el rumbo de los Ejecutivos de Polonia y Hungría. Y, aunque su paralelismo con el caso español no es tan explícito, sí ofrece aportaciones importantes. El argumento esencial de aquel trabajo era que, en la actualidad, las democracias ya no mueren fruto de un golpe militar, sino por el progresivo debilitamiento de las instituciones y la erosión de las normas políticas tradicionales, por la adulteración de mayorías electorales o parlamentarias que, excusadas en el mandato popular, se arrogan el derecho a desmantelar los contrapoderes liberales y las cortapisas que restringen su poder. En cristiano, esto último suele traducirse en la socavación del principio liberal de separación de poderes por la vía de la injerencia del ejecutivo y/o legislativo en el judicial.

¿Les suena de algo? En España, Sánchez acaba de ser investido presidente tras presentar una ley de amnistía redactada, en palabras del propio Jordi Turull, por los futuros amnistiados, una ley que quebranta el principio de igualdad ante la ley y por la que el Estado reconoce que se equivocó al juzgar a los que atentaron contra el Estado. Para más inri, el acuerdo de gobierno con ERC y Junts asume el relato procesista y sugiere que los encausados por malversación o desórdenes públicos tan sólo son víctimas de una persecución política de la judicatura, lo que, a su vez, abre la puerta a que los políticos fiscalicen en sede parlamentaria las decisiones que los jueces toman sobre ellos mismos y los suyos. Y todo ello como contraprestación a la cesión de siete escaños imprescindibles para el éxito de la mencionada investidura. El mensaje es claro: a partir de ahora, en nuestro país es posible sellar procesos judiciales si el criminal en cuestión posee algún valor político.

Así, el jueves quedó institucionalizada la arbitrariedad de los poderes públicos a la hora de aplicar la ley. Es el culmen de una trayectoria caracterizada por el «todo vale» para amarrar el poder y evitar que lo logre el contrario (ahora considerado enemigo). No hemos de olvidar que, antes de todo esto, el Gobierno ya nos había obsequiado con un acelerado proceso de colonización institucional. Hablamos de un Gobierno que colocó a dedo a su ministra de Justicia como Fiscal General; que, tras indultar a presos condenados por sedición, eliminó dicho delito y rebajó las penas por malversación a cambio de un puñado de votos; y que, tras proponer una caciquil reforma del mecanismo de elección de los magistrados del Tribunal Constitucional, acomodó allí mismo al ministro sucesor de la ya Fiscal General y a la ex secretaria general de la Presidencia del Gobierno. ¿Acaso no sintoniza bien esto con las hipótesis de Levitsky y Ziblatt?

Lo hace. Pero el caso español posee una particularidad que desafía trabajos como el de los profesores de Harvard: aquí no gobierna la derecha. En la mayoría de esos estudios, son los partidos populistas de derechas quienes copan ejecutivos reñidos con el pluralismo y proclives a manipular las instituciones en detrimento de ciertas minorías. Y esto ha derivado en una interesada lectura de los argumentos de Levitsky y Ziblatt, según la cual la degradación de la democracia dependería más del carné ideológico de los actores que la atacan que de las maniobras específicas llevadas a cabo por tales actores. Dicho de otro modo, se nos ha vendido que las derechas radical-populistas suponen un peligro para las democracias liberales. Y puede que lo sean. Pero, si lo son, no es meramente por su condición de «derechas radicales», sino porque colonizan las instituciones y erosionan su calidad, ponen en peligro la separación de poderes, ignoran los fundamentos del Estado de Derecho y la norma constitucional de turno, o instrumentalizan mayorías parlamentarias para suprimir contrapesos y esquivar el imperio de la ley en su toma de decisiones. Y, por tanto, si, como ha ocurrido recientemente en España, los ataques a las instituciones, la separación de poderes, la Constitución y el Estado de derecho se perpetran desde la izquierda (o cualquier otra familia política), tan dañina para la democracia será esa izquierda (o esa otra familia política) como lo son las derechas radicales de Estados Unidos o Hungría.

«La izquierda también tiene problemas con la separación de poderes y la sujeción de sus mayorías al imperio de la ley»

España transita hoy una senda de retroceso que conduce sin rodeos a la consolidación de una suerte de democracia iliberal. Sin embargo, como la derecha no gobierna, desista de creer que encontrará esta reflexión en los sesudos análisis de su politólogo de cabecera. Y ahora ya entiende por qué: a su politólogo le chirría que sea el PSOE, y no Vox, quien perpetre desde el gobierno anomalías democráticas como las mencionadas anteriormente, como si desde la izquierda y en nombre del «progreso» fuese imposible torpedear las normas constitucionales y, en general, la salud de nuestras democracias liberales. Pero es exactamente al revés: lo que el caso español nos revela es que también desde la izquierda pueden morir las democracias. O, dicho de otro modo, que la izquierda también tiene serios problemas con el decoro institucional, la separación de poderes y la sujeción de sus mayorías al imperio de la ley.

Porque… las afrentas contra la democracia y la separación de poderes siguen siendo afrentas aun cuando no las protagoniza la derecha radical, ¿no? ¿O es que la afrenta era precisamente ser de derechas? Aquellas inclinaciones autocráticas de Polonia y Hungría… ¿eran censurables por autocráticas o por proceder de la derecha? En última instancia, el drama es que una buena parte de politólogos, periodistas y demás opinadores no lo tienen del todo claro e incluso se afanan por hacernos creer lo segundo. De nuevo, no espere obtener respuesta alguna de un gremio que –salvo honrosas excepciones– ha guardado un atronador silencio mientras más de medio centenar de asociaciones de jueces, fiscales, altos funcionarios y otros profesionales denunciaba una acometida sin precedentes contra algunos de los pilares de nuestro Estado de Derecho.

Puede que estos días usted escuche cosas como «diálogo», «concordia», «convivencia», o «la alternativa es la ultraderecha». Le intentarán explicar que alguna de ellas –o todas a la vez– constituyen buenas razones para retorcer la Constitución, aunque, por supuesto, le negarán que el PSOE la esté retorciendo en realidad. ¿En nombre del progreso? ¿Cómo va a ser eso posible? Ahora sabe, no obstante, que las democracias también podrían morir desde la izquierda, y que ningún carné socialista reprime los intentos de colonizar las instituciones y adulterar los mandatos democráticos. Y también sigue sabiendo ahora lo que ya sabía antes de leerme: que el orden constitucional que nos dimos hace cuarenta años está amenazado por los excesos arbitrarios de un presidente obsesionado por mantenerse en el poder.

España atraviesa, como avanzaba antes, un período político caracterizado por la deriva iliberal del gobierno de Sánchez y un pudrimiento institucional sin precedentes. O, con el TC cooptado, la independencia judicial y la separación de poderes en entredicho, la ley de amnistía presentada y la Carta Magna a punto de ser ultrajada, ¿cuándo si no podemos empezar a hablar técnicamente de «deriva iliberal»? Nos adentramos en una democracia made in Sánchez, donde no es tanto el componente democrático lo que está amenazado (la elección por sufragio universal de nuestros representantes y la toma de decisiones por mayorías), sino el liberal, el que obstaculiza la concentración de autoridad mediante la división de poderes y el que protege al ciudadano frente a posibles violaciones de sus derechos (aun cuando éstas son el resultado de la decisión de una mayoría electa).

Javier Martínez Merchán es profesor de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Universidad Pontificia Comillas (ICAI-ICADE).

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