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Delirio español: la deriva populista

Hemos asistido al extraño desfile del populismo: la alucinación colectiva, la servidumbre exaltada, el enconamiento fatal

Delirio español: la deriva populista

Alejandra Svriz.

Hemos vivido quizás nuestros días más populistas. La carta a la ciudadanía, la confesión de un hombre hundido, el país en suspenso, las entregadas muestras de apoyo, su reaparición en la Feria de Abril. Durante estos días el país parecía dividirse entre «perros fieles» al Gobierno y una «jauría ultraderechista» contrario a él. Al finalizar, muchos pedían el control de algunos medios, de la justicia, una mayor democracia. Hoy somos capaces de competir de tú a tú con Argentina en histrionismo político.

Carlos Granés nos mostró la historia contemporánea de América Latina como un maravilloso y problemático delirio. Convendría recapitular y preguntarse si dicho delirio no ha comenzado a instalarse también en nuestro país ¿qué sucede si acudimos a las mayores autoridades en el tema, si nos comparamos con otros contextos, si aplicamos las más aceptadas características del fenómeno populista a la realidad de nuestro país?

El populismo se caracteriza, en primer lugar, por una «relación directa, carismática y personalista entre líder y seguidor, que no reconoce mediaciones organizativas o institucionales», nos explica la politóloga argentina Flavia Freidenberg. De ahí que tales políticos busquen monopolizar la escena, inundarla de su persona, eligiendo aquellos canales que permitan dirigirse directamente, sin molestos intermediarios, a la ciudadanía.

Andrés Manuel López Obrador coopta la actualidad todos los días en sus famosas mañaneras ¿quién va a atender a otro asunto, o a la oposición, si el presidente está hablando en todo momento? y ¿qué sería de Donald Trump sin X (antes Twitter), sin poder dirigirse directamente a los teléfonos móviles de los ciudadanos?

Los cinco días de reflexión dictados por Pedro Sánchez crearon una tensión de gran efecto dramático. Porque el populismo también es teatro, golpe de efecto, performance. Eso es lo que Juan Domingo Perón se trajo de su viaje a la Italia de Mussolini, la estetización de la política, como la denominó Walter Benjamin. Y no hay nada mejor que una dramática salida de escena, que un mutis por el foro. Borges lo definió de manera insuperable: «Carácter escénico, hecha de necedades y fábulas para el consumo de patanes».

«Fingiendo que la crítica al líder es un ataque a la democracia, el populismo convierte al más poderoso en el más indefenso»

Sánchez se presentaba a la ciudadanía como una víctima, perseguido por una «operación de acoso y derribo por tierra, mar y aire», que intentaba hacerle «desfallecer en lo político y en lo personal atacando a su esposa». Es este otro recurso común entre los líderes populistas, desde el brasileño Getulio Vargas («no me acusan, me insultan, no me combaten, me calumnian y no me dan derecho a la defensa»), a la expresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner («me quieren presa o muerta»), o al propio Donald Trump («soy víctima de la peor cacería de brujas en la historia de Estados Unidos»).

En un reciente libro, Daniele Giglioli nos explicaba cómo la condición de víctima otorga prestigio, inmunidad a la crítica, impone la escucha. Pero ¿qué sucede cuando la mayor víctima es al mismo tiempo el jefe del Ejecutivo? Maravillosa prestidigitación la del populismo que, fingiendo que la crítica al líder es un ataque a la democracia, convierte al más poderoso en el más indefenso.

Y si el líder populista se empeña en presentarse como víctima, necesita igualmente de un enemigo externo. «El populismo es un discurso que, aun siendo democrático, postula una visión maniquea del mundo, que identifica el bien con una voluntad popular hegemónica y el mal con una élite conspiradora», explica el experto en populismo global Kirk Hawkins.

¿Y cuántos epítetos, tan imaginativos como violentos, hemos escuchado desde entonces? «máquina del fango», «galaxia digital ultraderechista», «jauría derechista», «gente que apesta la tierra». La versión más depurada de todo ello la daba Diana Morant: «Esta batalla no la pueden ganar los malos». El populismo destilado en una sola frase.

«Al atravesar el debate público con maniqueísmos y fantasmagorías, el populismo consigue volverlo irreconciliable»

Pero la fachosfera no existe, como tampoco los «poderosos» o el «inmigrante criminal» de Vox —o de Feijóo— todos ellos han de ser creados ¿cómo? Enunciándolos. Al atravesar constantemente el debate público con maniqueísmos y fantasmagorías, el populismo consigue volverlo irreconciliable. En Argentina lo llaman «la grieta». Y como advirtió Jean-François Revel: «Nada de lo que es humano es un bloque. Son los tiranos los que razonan en términos de bloque».

También existe un estilo populista. «La apelación al pueblo y el señalamiento del enemigo o antagonista se envuelve en emocionalidad», nos advertían Fernando Vallespín y Máriam M. Bascuñán en el libro que dedicaron a analizar dicho fenómeno. Y tienen razón. La declaración de amor de Pedro Sánchez a su mujer dio paso a las exaltadas muestras de adhesión a Pedro Sánchez, a las lágrimas de Almodóvar, al trémulo discurso de Marisa Paredes, o la rendida confesión de Teresa Ribera: «a los socialistas nos pueden llamar perros porque somos fieles» (algo así como los dómini canis, los «perros del señor», o sea, de Pedro Sánchez).

¿Se imaginan a Angela Merkel o a Emmanuel Macron llamando a defender, como hizo Patxi López, «algo que mueve millones de corazones, que es el amor»? Más bien nos recuerda a aquello de Eva Perón, «no quiero gobernar sobre los hombres sino sobre sus corazones». O a cuando Juan Carlos Monedero amaneció con «un Orinoco triste paseándose por sus ojos» (había muerto Hugo Chávez). Y es que lo cursi, lo involuntariamente kitsch, ha sido siempre el estilo preferido del populista.

Como explica Takis Pappas, especialista en la crisis de las democracias liberales, «los partidos populistas se enfrentan a instituciones democráticas como la prensa libre, la división de poderes y especialmente la autonomía judicial». Dicho de otro modo, el señalamiento y estigmatización de jueces y periodistas es un detector infalible de populismos. Las reformas judiciales del polaco Andrezj Duda, el cerco a la prensa de Viktor Orbán, el constante señalamiento a periodistas de Andrés Manuel López Obrador, la cooptación de la Corte Constitucional por Recep Tayyip Erdogan, los mensajes de Miguel Ángel Rodríguez en la Comunidad de Madrid. En fin, los ejemplos son muchos.

«El autócrata asalta la democracia desde fuera; el populista, en su nombre, la vacía de contenido»

Es importante comprender que el populismo no es tanto un proyecto, como una huida hacia delante. Así opina otro gran experto en populismo, el estadounidense Kurt Weyland, es «cuando estos lideres se enfrentan a una posible pérdida de poder cuando buscan el apoyo de amplios sectores de la población, que se instala el populismo». La diferencia, por tanto, entre el autócrata y el populista es grande. El primero asalta la democracia desde fuera; el populista, en su nombre, la vacía de contenido.

Se ha solido comparar también al líder populista con una suerte de flautista de Hamelín. Y eso es lo que hace tan fascinante al populismo, la alucinación colectiva, la servidumbre no solo voluntaria, sino exaltada, el enconamiento fatal. Muchos han corrido a señalar que eso en España sería imposible, que es arrogancia el intentarlo, que la Unión Europea lo impediría. Quizás. Pero será difícil negar que, al menos durante aquellos días, asistimos al mismo fenómeno estudiado por historiadores y politólogos, al extraño desfile del populismo. Periodistas clamando por el control de los medios, jueces pidiendo un mayor control de la justicia, y, sobre todo, los propios gobernados —nosotros— siguiendo entusiasmados al flautista al fondo del precipicio.

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