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Identidades, partidos políticos y melancolías nacionales

En la Unión Europea el único juego político que funciona es la interacción del conservadurismo y reformismo

Identidades, partidos políticos y melancolías nacionales

Ilustración de Alejandra Svriz.

Uno de los términos de moda es el de la identidad. Partidos políticos, en todo el espectro ideológico, han puesto en el centro de atención políticas identitarias. Se ha bautizado como ideología woke una nueva tendencia que gira en torno a cuestiones identitarias, mayormente ligadas a temas y valores que habían estado circunscritos a las minorías. Asimismo, la ideología de género, con fuerte carga identitaria, despunta como una de las estrellas del debate político actual. En determinados Estados, como España, Reino Unido o Bélgica, la cuestión identitaria se centra en la relación entre las varias identidades nacionales coexistentes. Como contrapunto, parte del debate europeo estriba en el desarrollo de una identidad supranacional europea en consonancia con el grado de integración conseguido por la UE. Otro tema candente con derivadas identitarias es el impacto que tiene la inmigración en los países de acogida y, muy especialmente, la inmigración de origen musulmán en el Occidente secularizado de tradición cristiana. 

Cuando cualquier debate, controversia o conflicto político adquiere dimensiones identitarias suele ser mucho más complicado de balizar y encauzar, porque existe un vínculo emocional con la identidad que dificulta la negociación; es más, uno de los adjetivos que se predica de la identidad –o de ciertos tipos de identidad- es que es innegociable, a riesgo de traicionarse la persona a sí misma y a la comunidad de pertenencia. Por ello, puede ser útil ofrecer algunos apuntes sobre la identidad para saber de qué hablamos exactamente, ciñendo el asunto a las democracias occidentales.

Partamos para ello de la definición que da el diccionario de la RAE de identidad: «Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás». Aparecen dos elementos valiosos que nos ofrecen una primera pista para desarrollar el tema: existen identidades individuales y colectivas; los rasgos propios que las conforman se definen por contraposición a las identidades de otros individuos o colectividades.

Las identidades que nos importan a efectos de la vida social son las colectivas. Las modalidades a través de las cuales los individuos pertenecen a una colectividad son básicamente cinco: lugar de residencia, creencia/ideología, posición relativa en la sociedad, actividad y asociación. El nacimiento, que durante muchos siglos fue el criterio de adscripción determinante, hoy tiene mucho menos peso, aunque no ha desaparecido. Ello está relacionado con un elemento diferenciador de las distintas identidades colectivas: si son voluntarias o impuestas al individuo. El lugar de nacimiento, qué duda cabe, influye aún sobre las identidades que desarrollamos de modo concéntrico con una base territorial -la municipal, regional, nacional y supranacional-, si bien se tiende a imponer el de residencia. También influirá en la cosmovisión religiosa que se tenga el hecho de haber nacido en una familia cristiana, musulmana, judía o atea, por ejemplo. Pero incluso en los casos en que la identidad nos venga en cierta medida dada según el lugar y entorno en que nazcamos, en las sociedades democráticas avanzadas el individuo es libre de cambiar de identidad o, lo que es más frecuente, ir modificando a lo largo de su vida la prelación que da a sus distintas identidades.

La asociación no es en puridad una modalidad de pertenencia identitaria, sino un potenciador de los efectos identitarios: quien pertenezca a una asociación patriótica o europeísta, a una cofradía religiosa, a un sindicato o una organización empresarial, a un colegio profesional o a una sociedad para la defensa de los animales, vive con más intensidad una identidad previa, más desvaída y difusa que cuando se milita activamente junto con otros individuos unidos por una identidad compartida. 

«Una las características más relevantes de las identidades colectivas es que generan los valores e intereses de una sociedad»

Los partidos políticos son asociaciones que descuellan entre las demás en lo que hace a identidades, y ello por varias razones: son el cauce natural de adscripción ideológica; a diferencia de otras asociaciones, ejercen influencia no sólo entre sus afiliados, sino también entre simpatizantes y, en general, entre los votantes que se decantan por uno u otro en elecciones periódicas; también a diferencia de otras asociaciones, los partidos políticos no sólo potencian el sentimiento de pertenencia a una ideología, sino que, en función de las prioridades de su programa, pueden potenciar identidades colectivas de distinta naturaleza, como las de índole territorial, religiosa, social o económica. Las identidades colectivas, a su vez, influyen en la percepción que de los partidos políticos tenga cada sociedad en un momento dado, por su contribución a convertir identidades individuales en colectivas y por la gestión de las transformaciones que experimentan valores e intereses en una sociedad.   

Ello es así porque una las características más relevantes de las identidades colectivas es que generan los valores e intereses de una sociedad: los primeros se suelen asociar con conceptos de mayor alcance y sin una traslación material, mientras que los segundos son de alcance más restringido y con una traducción económica. Hay modalidades de pertenencia a identidades colectivas que son generadoras de valores –las relativas a cosmovisiones religiosas e ideológicas, así como determinados tipos de pertenencia con base territorial, especialmente la nación y, para valores de vigencia universal como los derechos humanos, el mundo entero-, otras que engendran intereses –las relacionadas con actividades, ya sean remuneradas, voluntarias o de mera afición- y otras mixtas, especialmente las que tienen que ver con la posición relativa del individuo en la sociedad: en la Edad Media, el estamento de pertenencia, en la Edad contemporánea, la clase social. Se puede decir que generan resultados mixtos, porque para el integrante del estamento o la clase específica algunos de los rasgos comunes tienen naturaleza de valor, aplicables a la sociedad en su conjunto, mientras que aquellos que pertenezcan a otro estamento o clase refutarán su vigencia general y lo adscribirán a una colectividad concreta («intereses de clase»).

Se suele definir la política como la gestión cotidiana de los intereses en conflicto por medios pacíficos. Es preferible ampliar la definición para incluir los valores, ya para defenderlos si son compartidos por toda la sociedad, ya para buscar compromisos cuando éstos entran en conflicto. La política se complica entonces, en la medida que los valores se consideran irrenunciables e innegociables por quienes se identifican con ellos. Pero los valores también evolucionan, aunque de manera más lenta que los intereses, normalmente de modo más imperceptible, aunque en ocasiones también más traumático. Podría así ampliarse aún más la definición de política y hablar de ella como la gestión negociada del cambio inherente a toda sociedad, pues en ocasiones es el azar, humano o natural, el que acelera los cambios en intereses y valores que la política ha de gestionar, más que los conflictos recurrentes entre distintos intereses y valores. 

Si retenemos esta última definición de política, se podría clasificar a los partidos políticos en función de su actitud ante los cambios, desde la más negativa a la más entusiasta: reaccionarios, conservadores, reformistas y revolucionarios. Nos encontramos, sin embargo, con la paradoja de que partidos políticos que, en principio, se encuadrarían en alguna de las cuatro categorías esbozadas, lo hacen solo a medias, y eso por una aceleración de los cambios en el ámbito donde son más sentidos y resentidos, el de los valores. En relación con los valores dimanantes de la identidad colectiva por pertenencia territorial, por ejemplo, nos encontramos con que, en algunas democracias occidentales, partidos nacionalistas han abrazado la causa de la independencia inmediata –de un Estado nacional o de una entidad supranacional- a pesar de que las condiciones objetivas no les fueran favorables. El resultado ha sido que han transformado su propia esencia con aromas revolucionarios, sofocando otros aspectos de su ideología más ligados a intereses y a la manera de gestionar sus conflictos y cambios. De rebote, han provocado entre partidos no nacionalistas una radicalización de valores, según se opusieran o estuvieran dispuestos a cooperar con ellos.

«Que un partido político sea percibido como revolucionario o reformista depende del ritmo que se imponga a los cambios»

En las identidades colectivas por pertenencia a sistemas de creencias, se ha acelerado el cambio en valores ligados a la concepción de la familia, la orientación sexual, o la relación con los animales, por citar algunos de los más conspicuos. La peculiaridad no estriba tanto el cambio en sí sino en la velocidad a la que se ha producido, después de siglos de relativa estabilidad.

Lo que hace que un partido político  sea percibido como revolucionario o reformista depende del ritmo que se imponga a los cambios apoyados y fomentados, que requieren de un cierto tiempo y maduración para ser digeridos y asimilados sin dar pie a una reacción de signo contrario. Asimismo, un partido será percibido como conservador o reaccionario según se acepte o no la inevitabilidad de los cambios respecto a los valores dimanantes de las identidades colectivas. Los partidos conservadores, eso sí, prefieren un ritmo en los cambios más paulatino que el preconizado por los reformistas. De ahí que una sociedad en forma evite las fracturas mediante el juego e interacción de conservadores y reformistas, garantizando que los cambios se asienten y sean sostenibles a largo plazo.

No conviene, en fin, calificar a la ligera a partidos de revolucionarios o reaccionarios, entre otras cosas porque las auténticas revoluciones y reacciones han sido excepcionales. Como los valores que los verdaderos revolucionarios o involucionistas defendían eran minoritarios porque solo una parte exigua de la población anhelaba su introducción o su salvaguarda ante la pérdida de vigencia, solo la violencia generalizada era capaz de asegurar sus objetivos. En realidad, en nuestras democracias occidentales, casi todas las ideologías encarnadas en partidos con significativos porcentajes de apoyo se encuadran en las etiquetas conservadoras y reformistas, y es en el seno del conservadurismo y reformismo donde se producen las distintas gradaciones de ritmos para los cambios propugnados. Solo la aceptación por algún partido de la violencia para la consecución de sus fines nos permite distinguir la auténtica revolución o reacción en defensa de identidades minoritarias.

En las democracias de los países integrantes de la UE, es un hecho que, a nivel continental, el único juego político que funciona es la interacción constante del conservadurismo y reformismo lato sensu, relegando a los aspirantes a la revolución y a la reacción a una permanente melancolía. Así, un rasgo de la identidad supranacional europea es que hace las veces de identidad soldadora de fracturas que el debate identitario acentúa en la política nacional. El riesgo estriba en que las melancolías nacionales, de uno u otro signo, puedan terminar haciendo causa común contra la propia naturaleza amortiguadora inherente a la identidad paneuropea.

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