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Ruedas de molino: cómo hemos podido llegar a esto

El Gobierno y el PSOE parecen haber abandonado ya toda apariencia de respeto y consideración hacia la ciudadanía

Ruedas de molino: cómo hemos podido llegar a esto

Ilustración de Alejandra Svriz.

«No controlamos al Supremo». Esta frase increíble fue pronunciada al parecer hace unas semanas por un miembro del círculo de Pedro Sánchez que trataba de disuadir a los directivos de Junts per Catalunya del plan de Carles Puigdemont para infiltrarse en España y presentarse en Barcelona con la intención de impedir la investidura de Salvador Illa. La frase contenía tres mensajes: una velada amenaza («no podemos impedir que el Tribunal dé una orden de detención»), una confesión de impotencia, y una declaración de intenciones («queremos controlar al Supremo como controlamos al Constitucional»).

Me sorprende que una manifestación de cinismo de tal calibre no haya sido objeto de más comentarios. Y es que el Gobierno y el PSOE parecen haber abandonado ya toda apariencia de respeto y consideración hacia la ciudadanía. Nos toman por un hatajo de imbéciles y no se molestan en guardar ciertas formas de decoro, como hacen algunas familias, que no se recatan por guardar las apariencias ante la servidumbre. En todo caso, ya sabemos cómo acabó la última charlotada de Puigdemont, que dejó al descubierto la bufonería del personaje y la desvergüenza del gobierno español.

Otro ejemplo de la indiferencia del Gobierno por las formas propias de la democracia (y por sus leyes) nos lo ofreció hace unas semanas THE OBJECTIVE cuando reveló que nadie menos que el fiscal general, Álvaro García Ortiz, había urgido a una subordinada suya a cometer el delito de revelación de secretos divulgando información confidencial sobre el novio de la presidenta de la comunidad de Madrid con el objeto de tapar lo que la prensa había publicado acerca de las más que dudosas actividades empresariales de la esposa de Sánchez. «Si dejamos pasar el momento nos van a ganar el relato […]. Es imperativo sacarla». Esta frase, referida a la información reservada, es mucho más grave que la comentada en el párrafo anterior. ¡Un alto cargo del Estado, que tiene el deber de actuar con «legalidad e imparcialidad», comete un delito en defensa de la familia del presidente del Gobierno por razones de pura táctica partidista y lealtad mafiosa!

Un gobierno decente que no estuviera presidido por el propio capo di mafia habría destituido a tal fiscal-esbirro sin necesidad de proceso ni expediente, por simple pérdida de confianza, y hubiera dejado después que el juicio penal siguiera su curso. Pero no, todo lo contrario: este Gobierno quiere seguir controlando al fiscal general como al Tribunal Constitucional. Ya lo dijo claramente este presidente lenguaraz hace muchos años. Y en ello sigue mientras pueda.

Estoy convencido de que muchos lectores se habrán preguntado cómo hemos podido llegar hasta tal extremo de corrupción política y cómo es posible que este pertinaz equilibrista (y, desde julio de 2023, más difícil todavía), este «maestro del escapismo», como le definió The Economist, pueda seguir rigiendo los destinos de un pueblo que no le puede soportar, y que le abuchea en cuanto sale a la calle. Es evidente que nuestra legislación política necesita un serio repaso, porque la anormal situación que soportamos desde hace seis años (¡!) no se debe repetir nunca más. Es indispensable, por ejemplo, que nadie pueda ser presidente del gobierno por más de ocho años. 

«Este Gobierno es experto en la compra de votos con dinero público; pero el déficit ya no da para más»

Pero la reforma será cuando esto pase. De momento hay que analizar cómo hemos llegado hasta aquí. Una cosa me parece evidente: si lo que la izquierda nos va a seguir ofreciendo para gobernar España son ejemplares como Rodríguez Zapatero, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y Yolanda Díaz, este país tiene que hacérselo mirar por un competente cirujano de hierro. Y los que votan a la izquierda ya pueden ir haciendo examen de conciencia, entre otras razones, porque el número de votos de izquierda muestra una tendencia menguante. Es cierto que este Gobierno es experto en la compra de votos con dinero público; pero no todos, ni siquiera la mayoría de los que votan a la izquierda son paniaguados. El déficit ya no da para comprar más voluntades.

La mayoría de esos votantes son más bien aquéllos que están en la creencia («las ideas se tienen, en las creencias se está», dijo certeramente Ortega) de que cualquier cosa que venga de la izquierda está bien, sin más análisis. Si alguien de «izquierda» les promete que nunca se concederá una amnistía a los golpistas de 2017, o que Puigdemont debe ir a la cárcel, votan a quien esto promete; si esa misma persona seguidamente hace todo lo contrario de lo prometido, no por eso dejan de votarle. Es un caso de fidelidad perruna en gentes que se creen ilustradas y humanistas. Como en la Iglesia Católica, cuando el Papa habla ex cathedra, en el PSOE, cuando el secretario general habla oficialmente, nunca se equivoca y siempre dice la verdad, aunque se contradiga.

El camino a la estulticia está empedrado de sólidos adoquines ideológicos. Y de ruedas de molino bien digeridas. Eso lo sabe muy bien Sánchez, que no tiene ninguna ideología, pero que sigue en la Moncloa porque otros sí la tienen. Por eso hace él todo lo posible por dividir a los españoles en los buenos, los de la izquierda, que le votan, y los malos, los de la derecha, que están condenados al fuego eterno, o, por lo menos, a la oposición eterna, que, para Sánchez, viene a ser lo mismo. Él desprecia tanto a los unos como a los otros, pero prefiere claramente a los del adoquín ideológico y la sabrosa rueda de molino. Es natural.

Conviene, sin embargo, advertir que el maniqueísmo sanchista está, como toda su política, basado en una gran mentira: en las democracias modernas la diferencia que separa a la izquierda de la derecha es pequeña, no grande, como proclama el presidente a voz en cuello. Desde mediados del siglo pasado, hay un acuerdo básico en el electorado de la mayoría de los países desarrollados: la democracia y el estado de bienestar son los pilares de las sociedades modernas y las diferencias entre la derecha y la izquierda son de matiz, no de raíz. El problema para el socialismo es que, una vez adoptadas con generalidad las propuestas de la socialdemocracia, la retórica socialista va perdiendo fuerza y votos, y el socialismo tiene que encontrar una manera de atraer al votante para no verse abocado a la irrelevancia, como ha ocurrido en Francia o en Italia. Los partidos socialistas debieran tratar de competir en honradez y eficacia, pero muchos prefieren la demagogia.

«En España el socialismo ha elegido adoptar como ideología de recambio el populismo»

Lo malo es que en España el socialismo ha elegido adoptar como ideología de recambio el populismo, una doctrina «llena de ruido y furia, carente de significado», parafraseando a Macbeth. Es un radicalismo sin contenido: puede propugnar la igualdad o la desigualdad, la unión o el separatismo, la justicia o la injusticia, el capitalismo o el comunismo. A Sánchez, por ejemplo, todo esto le da igual; el caso es enardecer al votante contra un enemigo inexistente o irrelevante, la extrema derecha, el fascismo, el franquismo, aunque «el mal que [éste] hizo está en sus huesos» (siguiendo con Shakespeare), y cuya osamenta se saca a pasear para demostrar que «somos muy demócratas», que «la derecha es muy mala» y que «merecemos quedarnos en la Moncloa». 

Ahora, eso sí, de lo que se trata con este batiburrillo ideológico es de calentar la cabeza del votante, no de resolver sus problemas. Así, el sanchismo tiene una ejecutoria de Gobierno que no se sabe si merece risa o llanto: se compran vagones de tren que no caben en los túneles, el sistema ferroviario se deteriora diariamente; no existe una política de vivienda, con la consecuente subida de sus precios y la derivada tragedia para los jóvenes; la deuda pública crece, la inflación también, la renta no (la única economía en España que va como una moto o un cohete es la de la familia Sánchez-Gómez, con sus ramificaciones europeas y asiáticas); la política de Sanidad es un desastre en la medida en que el gobierno interviene, como se demostró en tiempos de la pandemia; la ejecutoria de Salvador Illa como ministro de Sanidad fue catastrófica, por lo que, para premiarle con la presidencia de Cataluña, el Gobierno se ha puesto de acuerdo con el separatismo para desmembrar España, violando el espíritu y la letra de la Constitución, que Sánchez ha jurado varias veces defender, pero ¿qué es un juramento para él,como dice Madariaga de Fernando VII, es un «artista del perjurio»? El servicio de Correos apenas funciona ya y el amiguete que lo dirigía ha dejado un pufo millonario: a ver qué premio se le da.

Y no hablemos de lo más grave de todo, la educación; ¿qué se puede esperar de un presidente que se doctora sin haber escrito, ni siquiera leído, su manifiestamente mejorable tesis, y que coloca como catedrática de la Universidad Complutense a su esposa, que no sólo no es doctora, sino que ni siquiera tiene un título universitario? (Y, de pasada: ¿el nepotismo es de derecha o de izquierda? La izquierda española no parece hacerle ascos).

La política de educación de los gobiernos de Sánchez retrata al personaje: el principio rector es que los estudiantes no deben esforzarse en aprender; lo importante es que lo pasen bien en la Escuela o la Facultad, con pocos exámenes y benévolamente calificados. Se ha pasado del aprobado general al sobresaliente general: todos sobresalen en el sistema educativo de Sánchez. Parece un imposible lógico, pero el hombre del Falcon lo ha conseguido: un problema menos. Sólo nos agua la fiesta la caída en las pruebas y calificaciones internacionales, donde nuestros sobresalientes dejan de sobresalir y se hunden por debajo de la media. Tampoco son buen signo las altas tasas de paro juvenil, las quejas de los empresarios acerca de la falta de personal cualificado, y los bajos índices de productividad de nuestra economía.

«Nuestro sistema educativo tiende a producir deglutidores de ruedas de molino, no analistas»

El sistema de educación sanchista parece seguir la norma del poeta español, catalán por más señas, Joaquín María Bartrina: «Si quieres ser feliz, como me dices, no analices, muchacho, no analices». Nuestro sistema educativo tiende a producir deglutidores de ruedas de molino, no analistas. A largo y medio plazo, esto es fatal para el desarrollo económico y social, algo que ya se percibe en el retraso de nuestra renta nacional con respecto a la media europea, retraso que es mucho mayor desde que Sánchez nos gobierna, como escribió Fernando Cano hace un mes en estas páginas. Corea del Sur nos ha sobrepasado hace ya mucho tiempo, hasta Chipre, lo ha hecho recientemente y los países excomunistas de Europa Oriental, los más retrasados, crecen más rápidamente que nosotros. Nuestro sistema educativo, mucho más desde 2018, es una rémora para nuestra economía, nuestro bienestar y nuestro prestigio

¿Estamos ante un círculo vicioso, una pescadilla que se muerde la cola? Un gobierno cuyo sistema educativo produce adoquines y ruedas de molino (no en vano Pedro significa «piedra») tiende a reproducirse. Estas cabezas de piedra están muy conformes con este sistema educativo pétreo y por tanto votan al «gobierno de progreso», que en realidad es de retroceso. El único posible escape de este círculo infernal radica en que algunas cabezas de piedra (o de Pedro) cobren vida, conviertan su piedra en seso, analicen, piensen, discurran, reconsideren, recapaciten, examinen, recobren la libertad y el criterio y nos ayuden a los demás a recobrarlos también. España se lo agradecería, aunque Sánchez, evidentemente, no.

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